Manuel Lasanta
Hasta aquí venimos narrando la historia del cristianismo prestando
especial atención a los conflictos entre la Iglesia y el Estado, así
como a la labor teológica de los más distinguidos pensadores de la
Iglesia. Pero este método tiene una dificultad: puesto que la mayoría de
los documentos conservados tratan acerca de la obra y el pensamiento de
los líderes eclesiásticos, corremos el riesgo de olvidarnos de la vida y
el testimonio del común de los cristianos. Por tanto, conviene que nos
detengamos a consignar algo de lo poco que sabemos acerca de las masas
cristianas, así como del culto y de la vida cristiana cotidiana.
El origen social de los cristianos
Anteriormente hemos citado las palabras del pagano Celso acusando a
los cristianos de ser unos ignorantes cuya propaganda tenía lugar, no en
las escuelas ni en los foros, sino en las cocinas, talleres y
talabarterías. Aunque la obra de cristianos tales como Justino, Clemente
y Orígenes parece darles un mentís a Celso, el hecho es que, en
términos generales, Celso tenía razón. Los sabios entre los cristianos
eran la excepción más bien que la regla. Y en su obra Contra Celso,
Orígenes se cuida de no desmentir a su contrincante en este punto.
Desde el punto de vista de paganos cultos como Tácito, Cornelio Frontón y
Marco Aurelio, los cristianos eran una gentuza despreciable, sin
educación ni cultura. En esto no se equivocaban los paganos, pues todo
parece indicar que la mayoría de los cristianos pertenecía a las clases
más bajas de la sociedad. Según el testimonio evangélico, Jesús pasó la
mayor parte de su tiempo entre pescadores, prostitutas, enfermos y
pecadores públicos. El apóstol Pablo, que parece haber pertenecido a una
clase social algo más elevada, dice, sin embargo, que la mayoría de los
cristianos de Corinto eran gentes ignorantes, carentes de poder social y
de linaje oscuro. Y esto fue así durante los primeros siglos del
cristianismo. Aunque sabemos de algunos cristianos de alta clase social,
tales como Domitila y Flavio Clemente en Roma, y Perpetua en Cartago.
En su mayoría los cristianos eran esclavos, carpinteros, albañiles o
herreros.
Un mundo urbano
Por su enorme importancia como trasfondo positivo para la expansión
del cristianismo, vale la pena mencionar de manera especial el contexto
urbano y cosmopolita en el que nació la fe en Cristo. No sólo en el
imperio romano, sino también en el imperio persa y las grandes
civilizaciones que se desarrollaron en ellos y a su alrededor, que se
caracterizaron por constituir una trama de nucleamientos urbanos de
importancia. Palestina se encontraba en el medio de esta galaxia de
ciudades ligadas las unas a las otras por fluidas vías de comunicación.
Esta red de centros urbanos conectaba amplias regiones culturales en
tres continentes, con un flujo continuo de política y comercio, que iba
desde el Atlántico hasta el Pacífico.
Las ciudades desparramadas por el mundo conocido del primer siglo (el
orbe o ecumene), eran verdaderos conglomerados humanos que concentraban
riqueza material y poder político, y servían como focos de difusión
cultural e información de gran alcance. Mercaderes, artesanos, esclavos,
gobernantes, artistas, sacerdotes, maestros, predicadores y obreros se
daban cita en estos verdaderos crisoles de cultura. Las ciudades fueron
el campo misionero por excelencia de los primeros cristianos, tal como
lo ilustra un análisis de los viajes misioneros del apóstol Pablo. Desde
su comienzo mismo, el cristianismo se caracterizó como un movimiento
urbano. De hecho, a una década de la crucifixión y resurrección de
Jesús, la cultura de la villa en Palestina había sido dejada atrás, y la
ciudad grecorromana se transformó en el medio ambiente dominante del
cristianismo. Y así permaneció hasta bien después del tiempo de
Constantino.
El primitivo culto cristiano
Jesús hizo dos afirmaciones muy importantes con relación al culto: “Al
Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto” (Mt 4,10; Dt 6,13).
“Llega la hora, de hecho ya ha llegado, en que los que dan culto
auténtico darán culto al Padre en espíritu y en verdad. Tales adoradores
busca el Padre. Dios es Espíritu, y los que le adoran han de hacerlo en
espíritu y verdad” (Jn 4,23s).
La primera de estas afirmaciones tiene que ver con el objeto de la
adoración: el Padre. La segunda trata del sujeto de la adoración (el
adorador) y de su culto.
La misma naturaleza de Dios demanda adoración, y hay algo, una
nostalgia y un impulso innato en el ser humano, que invita también a la
adoración. De ese modo adorador y adorado se acercan y cada uno recibe
la respuesta deseada. Pero también esa respuesta puede ser rehusada por
cualquiera de los dos. Así, Dios no quiere holocaustos separados de la
vida, es decir, un sacrificio que enmascare injusticias. Recordemos el
desafío fútil librado en el Monte Carmelo por los falsos profetas de
Baal. Fijémonos también en la experiencia de Pablo en Atenas, donde
halló un altar erigido al “Dios no conocido” (Hch 17,23-28).
El culto cristiano implica fundamentalmente un “servicio” a Dios. Tanto el término hebreo “abodâ” como el griego “latreía” significan originalmente el servicio de un siervo contratado para trabajar para su señor, ante el que se prosterna (hebreo “hishtahavâ” y griego “proskineîn”) con reverencia.
No olvidemos que durante los tres primeros siglos la comunidad
cristiana se reunía en una casa, con su aire de libertad y familiaridad.
El local era lo de menos, interesaba sólo hallar un espacio acogedor.
Por aquel entonces las comunidades todavía eran auténticos grupos de
amigos donde todos se conocían, de modo que los detalles podían
resolverse con practicidad y lo importante era la celebración de la vida
misma. Como dijo san Agustín: “Iglesia es donde la Iglesia se reúne”.
La Biblia afirma: “Los creyentes estaban todos unidos… A diario
acudían fielmente y unánimes al templo; en la casa partían el pan,
compartían la comida con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios
y todos los estimaban. Y el Señor incorporaba al grupo a los que se
iban salvando” (Hch 2,44-47). Si observamos sus reuniones veremos
que las tenían de dos tipos. Por un lado iban –todavía como judíos- al
templo de Jerusalén, y, por otro, se reunían cada día en la casa.
El apóstol Pablo dice a los cristianos corintios: “Hacedlo todo
con amor. Sabéis, hermanos, que la familia de Esteban fue la primera que
en Grecia se convirtió, y que se aplicó a servir al pueblo de Dios. Os
pido que os pongáis a disposición de gente así, y de todos los que
ayudan y trabajan en la tarea… Personas así merecen que las reconozcáis”
(1 Corintios 16,14-18). ¿Qué hizo la familia de Esteban? Se puso a
servir al pueblo de Dios a través de la hospitalidad (Heb 13,1s). Eso
fue lo que hizo la Iglesia en Jerusalén. “Cada día enseñaban y anunciaban a Jesús como Mesías, tanto en el templo como en la casa” (Hch 5,42). Otro texto muy importante también afirma: “No dejéis de congregarse, como algunos tienen por costumbre” (Heb 10,25).
La atención en aquellas primeras asambleas no se centraba tanto en
los acontecimientos de la pasión como de la resurrección de Jesús. Una
nueva realidad había amanecido, la era mesiánica, y los cristianos se
reunían para celebrarla y hacerse partícipes de ella. A partir de
entonces, y a través de toda la historia de la Iglesia, la comunión ha
sido el centro del culto cristiano.
El culto de comunión era una celebración. Su tono característico era
el gozo y la gratitud, más bien que el dolor o la compunción. Al
principio, la comunión se celebraba en medio de una comida. Cada cual
traía lo que podía, y tras la comida común se celebraban oraciones
pneumáticas sobre el pan y el vino. Ya a principios del siglo II, sin
embargo, y posiblemente debido en parte a las persecuciones y a las
calumnias que circulaban acerca de los “ágapes” (fiestas de amor)
de los cristianos, se comenzó a celebrar la comunión sin la comida
común. Pero siempre mantuvo el espíritu de celebración de los primeros
tiempos.
Una característica de la participación en la celebración es que sólo
podían participar los bautizados (purificados con agua). Los que venían
de otras congregaciones podían participar, siempre y cuando estuvieran
bautizados. En algunos casos, se les permitía a los catecúmenos aún no
bautizados asistir a la primera parte del servicio (lecturas bíblicas,
homilías y oraciones), pero tenían que ausentarse antes de la
celebración de la eucaristía.
Y es que aquellas celebraciones constaban de dos partes (liturgia de
la palabra y eucaristía). En la primera se leían y comentaban las
Escrituras, se elevaban oraciones y se cantaban himnos. En la segunda
parte alguien (normalmente un diácono) traía el pan y el vino y los
presentaba al presidente (un obispo o un presbítero que celebraba en su
nombre), quien pronunciaba una oración sobre esos dones, en la que se
recordaban los actos salvíficos de Dios y se invocaba la acción del
Espíritu Santo sobre el pan y el vino (epíclesis). Después se partía el
pan, los presentes comulgaban y se despedían con la bendición.
Las asambleas cristianas incluían, obviamente, la oración. En ese
sentido, el Padrenuestro siempre estuvo presente en las reuniones. ¿Qué
grado de formalidad tenía la oración comunitaria? Que se pudiera orar “en lenguas” o “racionalmente” (con la mente; 1 Co 14,13ss) hace entrever una mezcla entre lo espontáneo y lo litúrgico. La base parece estar en la bendición que da Pablo: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesús, el Mesías, Padre de misericordia y Dios de todo consuelo” (2 Co 1,3). Otras muchas pequeñas fórmulas, aclamaciones, doxologías y textos similares como: “Gracias
sean dadas a Dios que nos otorga la victoria por medio de nuestro Señor
Jesús el Mesías” (1 Co 15,57; Ro 7,25; 2 Co 2,14). “Dios… a quien sea
dada gloria por siempre jamás. Amén” (Gál 1,5; Ro 11,36; 16,27). El “amén”
que sigue a la doxología en muchos casos era también litúrgico y seguía
el modelo judío (1 Co 14,16) de respuesta a una oración. La fórmula “en el nombre de Jesús” era muy frecuente en el culto cristiano: “Todo
lo que hagáis de palabra o de obra, hacedlo en el nombre del Señor
Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Col 3,17; Ef 5,20).
También estaban acostumbrados los cristianos a arrodillarse durante el
culto litúrgico (Hch 20,36; Ef 3,14-21). El apóstol Pablo vio un peligro
entre el entusiasmo incontrolado del hablar en lenguas y el “orden y decoro” (1 Co 14,39s) que toda asamblea cristiana debía observar.
Pero esto no significaba que no se hablara en lenguas en absoluto, aunque según dónde y cómo: “Los profetas pueden controlar la inspiración de su espíritu, pues Dios es Dios de paz y no de confusión” (1 Co 14,32s).
¿Había alguna fórmula para el comienzo y el fin de una reunión? En 1 Co
5,4 se dice a los cristianos de Corinto lo que deben hacer cuando: “se reúnen en el nombre del Señor Jesús”.
¿Significa esto que la expresión se pronunciaba dentro de una fórmula
destinada a declarar constituida la asamblea? Las alusiones de Pablo en 1
Ts 1,9 y Ro 3,30, ¿presuponen una familiaridad con esa fórmula por un
uso similar en las reuniones cristianas? El beso santo o fraterno que
aparece en las conclusiones de las cartas (1 Ts 5,26; Ro 16,16; 1 Co
16,20; 2 Co 13,12; 1 Pe 5,14), ¿era el rito que marcaba el fin de la
reunión o señalaba el paso a la eucaristía desde la celebración de la
Palabra? La misma pregunta surge a propósito del anatema contra quien “no ame al Señor” y de la súplica en arameo “marana tha”
de 1 Co 16,22 y repetida en la Didaché. Lo que está claro es que las
congregaciones estaban constituidas por toda una serie de ritos y
oraciones que se repetían con regularidad y que eran más o menos
comunes. Así lo confirma 1 Ts 5,28, pues se habla ya de instrucción,
amonestación, oración, acción de gracias, profecía y otras
manifestaciones espirituales, el beso fraterno y la lectura de la carta
apostólica. En todo esto descubrimos un orden libre, pero un orden muy
claro. El modo de celebrar la liturgia revestía una notable variedad,
pero todo se hacía con solemnidad y decoro. Por ejemplo, siempre se
empezaba y terminaba con la bendición trinitaria (Mt 28,19; 2 Co 13,13).
En las reuniones por casas se puede celebrar muy bien el Oficio
Divino como estudio bíblico o simple Celebración de la Palabra, que es
la plegaria eclesial distribuida según las horas del día. Los primeros
cristianos aparecen reunidos a la hora tercia, sexta, nona y medianoche
(Hch 10,9; 3,1; 16,25). Era herencia del judaísmo elevar la plegaria
tres veces al día (mañana, mediodía y tarde; Sal 55,16-18; Dn 6,10).
También la Didaché (documento de finales del siglo I que recoge la
enseñanza apostólica), después de mencionar el Padrenuestro dice: “Así oraréis tres veces al día” (Did 8,3).
Aquellas primeras oraciones las dirigía un apóstol, un profeta o
cualquier hermano inspirado, a las que asentía la asamblea con diversas
aclamaciones y respuestas. La oración siempre iba dirigida al Padre por
el Hijo en el Espíritu. Jesús mismo dijo: “Es necesario orar siempre y no desmayar” (Lc 18,1). Pablo también exhortaba a “orar sin cesar” (1 Ts 5,17). Y Santiago asegura: “La oración eficaz del justo puede mucho” (Stg 5,16).
Los Padres (Hipólito, Tertuliano, Cipriano, Clemente de Alejandría,
Basilio, etc.) llevaron a la práctica estos consejos en ciertas horas
que simbolizaban la totalidad del día. Más adelante el monacato
enriqueció el Oficio Divino con la celebración de laudes y vísperas,
apareciendo las antífonas e himnos, responsorios y colectas, así como
las diversas festividades y música litúrgica. El sujeto integral de la
asamblea es la comunidad cristiana, donde se ejerce el sacerdocio común
de todos los fieles. En ese cuerpo, cada cual tiene su lugar. Aún el más
humilde de los fieles está llamado a responder “amén” a la
oración del celebrante, dando fe de que es insustituible para que la
oración de todos alcance su objetivo. El conocimiento de la Biblia, el
leccionario (la Biblia preparada para el pueblo en su lectura diaria),
es fundamental. La repetitividad es indispensable, porque el Oficio nos
trabaja a la manera de una gota de agua que cae sobre la roca,
penetrando en la experiencia humana del mismo modo que un manantial
excava desfiladeros.
El objetivo del grupo está claro: “Presentar perfecta en Cristo Jesús a toda persona” (Col 1,28).
El número de personas en una reunión casera debe ser pequeño, pues así
todos tienen un papel que desempeñar. Jesús vertebró a sus seguidores en
corros (círculos) de cincuenta y de cien (Mc 6,39s; Lc 9,14), que
recordaba a la estructura diseñada por Moisés (Ex 18,13-27; Dt 1,9-18) y
los profetas (1 Re 18,4.13; 2 Re 2,7; 4,38-44).
Una función importante de la primera parte del culto o liturgia
cristianos era la predicación del mensaje. Generalmente era de carácter
didáctico y testimonial. Al principio se llevó a cabo siguiendo el
modelo de la predicación rabínica en la sinagoga y consistía en una
exposición de algún texto bíblico. Hay testimonios sumamente
ilustrativos de la predicación cristiana temprana. Uno de los más
conmovedores es el que vimos al estudiar a Ireneo de Lión (+202), que
fue discípulo del obispo Policarpo (+155), quien a su vez fue discípulo
de Juan.
“Siendo niño, conviví con Policarpo en Asia Menor… Conservo una
memoria de las cosas de aquella época mejor que de las de ahora, porque
lo que aprendemos de niños crece con la misma vida y se hace una cosa
con ella. Podría decir incluso el lugar donde Policarpo se sentaba para
conversar, sus idas y venidas, el carácter de su vida, sus rasgos
físicos y sus discursos al pueblo. Él contaba cómo había convivido con
Juan y con los que habían visto al Señor. Decía que se acordaba muy bien
de sus palabras, y explicaba lo que había oído de ellos acerca del
Señor, sus milagros y sus enseñanzas. Habiendo recibido todas estas
cosas de los que habían sido testigos oculares del Verbo, Policarpo lo
explicaba todo en consonancia con las Escrituras. Por mi parte, por la
misericordia que el Señor me hizo, escuchaba ya entonces con diligencia
todas estas cosas, procurando tomar nota de ello, no sobre el papel,
sino en mi corazón. Y siempre, por la gracia de Dios, he procurado
conservarlo vivo con toda fidelidad… Lo que él pensaba está bien claro
-en las cartas que él escribió a las Iglesias vecinas para robustecerlas
o, también a algunos de los hermanos, exhortándolos o consolándolos”
(Eusebio citando a Ireneo en su Historia Eclesiástica V 20, 3, 8).
Un modelo claro de lectura bíblica lo hallamos en Neh 8,5-8: “Esdras
abrió el libro a la vista de todo el pueblo, pues se hallaba en un
puesto elevado, y cuando lo abrió, toda la gente se puso en pie. Esdras
bendijo al Señor, Dios grande, y todo el pueblo, levantando las manos,
respondió amén, amén”.
Un texto muy significativo de la celebración sobre la celebración
primitiva cristiana lo hallamos de manos de Justino Mártir, que nos
presenta un cuadro de cómo se celebraba la eucaristía en Roma a
principios del siglo II:
“Luego es traído al presidente de los hermanos el pan y una copa
de vino mezclado con agua; y tomándolos, da alabanza y gloria al Padre
del universo, a través del nombre del Hijo y del Espíritu Santo, y
ofrece gracias por un buen rato para que seamos tenidos por dignos de
recibir estas cosas de sus manos. Y cuando él concluye las oraciones y
acción de gracias (eucaristía), todos los presentes expresan su
asentimiento diciendo Amén. Esta palabra corresponde en la lengua hebrea
a genoito (así sea). Y cuando el presidente ha dado gracias, y todos
los presentes han expresado su asentimiento, aquellos que son llamados
por nosotros diáconos dan a cada uno de los presentes para que
participen del pan y del vino mezclado con agua sobre los cuales la
acción de gracias fue pronunciada, y a aquellos que están ausentes les
llevan una porción. Y esta comida es llamada entre nosotros eucaristía,
de la que a nadie se le permite participar sino a la persona que cree
que las cosas que nosotros enseñamos son ciertas, y que ha sido lavada
con el lavamiento que es para la remisión de los pecados y para la
regeneración, y que en consecuencia vive según Cristo ha enseñado”
(Primera Apología, 65-66).
El día de culto cristiano (el domingo)
El día del culto cristiano es el domingo, a diferencia del sábado
judío. Con el paso de la era judía a la cristiana, así como se cambia la
circuncisión por el bautismo, también cambia el día de culto. Se
observaba entre el atardecer del sábado y la hora de iniciar la jornada
laboral, el domingo por la mañana.
Por supuesto que Jesús y sus primeros discípulos, por el hecho de ser
judíos, guardaron el sábado como sus contemporáneos devotos. Esto hace
pensar a algunos que el sábado también debe ser guardado por los
cristianos; pero hay libertad al respecto (Col 2,16).
Es cierto que el domingo era un día de adoración pagana, pero la palabra “domingo” quiere decir “día del Señor”
o primer día de la semana (1 Co 16,2; Ap 1,10). Ese día resucitó Jesús,
y recordamos el evento glorioso como elocuente testimonio de la tumba
vacía (Lc 24,1.13).
Cuando Pablo escribe a los cristianos de Corinto en relación con la
ofrenda que ellos enviaban para los fieles pobres de Jerusalén, les
recomendó que trajeran sus ofrendas al culto el primer día de la semana
(1 Co 16,2). Pablo también se reunió con la comunidad cristiana de Troas
para celebrar el culto el primer día de la semana (Hch 20,7). Y la
referencia que hace Juan al “día del Señor” (Ap 1,10) no puede
referirse a otro día que no sea el domingo. De hecho, Pablo dice a los
que contendían por la observancia del día de reposo que nadie debe
juzgar a otro por causa del sábado (Col 2,16). Recordemos que él miraba a
ese grupo como un partido herético. En la carta de Ignacio de Antioquía
a los magnesios, (107 d.C.), dice en el capítulo 9: “Los que
anduvieron en las costumbres antiguas recibieron una esperanza, no
viviendo más para el sábado, sino para el día del Señor, en el que
surgió nuestra vida”. Aquí Ignacio da testimonio de que esa práctica venía de generaciones anteriores.
Justino Mártir, en su Primera Apología, se refiere a este día de manera particular:
“El día llamado día del sol (en inglés, Sunday), todos… se reúnen
en un lugar, y se leen las memorias de los apóstoles (los evangelios) o
los escritos de los profetas, en cuanto el tiempo lo permite; luego,
habiendo terminado el lector, el que preside instruye y anima a la
imitación de estas cosas buenas… El domingo es el día en el que todos
tenemos nuestra asamblea, porque es el primer día en el que Dios,
habiendo operado un cambio en las tinieblas y la materia, hizo el mundo;
y Jesucristo, nuestro Redentor, en el mismo día resucitó de los
muertos. Pues él fue crucificado el día anterior al de Saturno (sábado);
y el día después, el día del sol, habiendo aparecido a sus apóstoles y
discípulos, les enseñó estas cosas” (Primera Apología, 67).
Recién hacia el año 250 se construyeron algunos templos y oratorios
cristianos en Asia Menor, Siria y Egipto, pero se perdieron por causa de
las terribles persecuciones de mediados del siglo III. Los arqueólogos
han descubierto una capilla anterior al año 232 llamada Dura-Europos, en
lo que hoy es Irak, y que era una casa particular con las paredes
corridas en la que cabían unas cincuenta personas.
El edificio fue construido probablemente alrededor del año 100, pero
fue remodelado en el 232. Tenía un bautisterio, y en sus paredes había
pintados hermosos frescos con motivos cristianos. También en las
catacumbas había frescos. El más frecuente era el pez que representaba
la esencia de la fe. Esto se debe a que la palabra (griego “ichthys”) era un acróstico que tenía las iniciales de la frase “Jesús Cristo Hijo de Dios Salvador”.
Símbolos cristianos
Tan pronto como los cristianos fueron dejando las sinagogas para su
culto y empezaron a tener oratorios propios y capillas como la de
Dura-Europos, comenzó a desarrollarse el arte cristiano. Este arte
aparece en los frescos de las catacumbas y sarcófagos que algunos fieles
pudientes se hacían labrar.
La mayoría de los símbolos cristianos se utilizaban en epitafios en
las tumbas. El lenguaje simbólico servía para distinguir una cierta
tumba como cristiana y transmitir un mensaje, cuyo significado sólo
podían entender otros cristianos. Las evidencias más importantes se
encuentran en las catacumbas de Roma. Éstas son galerías subterráneas
cercanas a las rutas de salida de la ciudad, que se extienden por más de
800 kilómetros y servían como lugares de sepultura. Se conocen unas 35
catacumbas. Las más antiguas datan de mediados del siglo II y se conocen
por los nombres de algunos mártires cristianos famosos: Lucina,
Calixto, Domitila y Priscila.
Las inscripciones y pinturas de las catacumbas ayudan a clarificar el
desarrollo del arte y del simbolismo cristiano primitivo. Los símbolos
cristianos más comunes son el pez, la cruz, el ancla, la paloma, la
barca y el buen pastor.
De todos los símbolos cristianos el pez era el más importante. En
relación con su significado, Tertuliano señala con referencia al
bautismo cristiano: “Nosotros (los cristianos) somos pequeños peces,
que al igual que nuestro ichthys (pez en griego) Jesucristo, somos
nacidos en el agua, así como tampoco tenemos seguridad de ninguna otra
manera que morando permanentemente en el agua… la forma de matar a los
peces pequeños es sacándolos del agua” (Sobre el bautismo I). Las palabras del célebre apologista de Cartago hacen referencia a lo que se conoce como Anagrama de Tertuliano, es decir, el uso de una palabra para formar diversos significados. Como hemos visto, las palabras griegas de “pez” (ichthys),
pueden elaborar un anagrama que representa la confesión de la fe
cristiana por excelencia: “Jesús Cristo Hijo de Dios Salvador”.
La cruz fue un símbolo evitado al principio por los cristianos, no
sólo por su relación directa con la muerte ignominiosa de Jesús, sino
también como instrumento de tortura y maldición. Pero sus dos barras ya
eran en la antigüedad un símbolo cósmico del eje entre el cielo y la
tierra. Aunque su temprana elección por los cristianos como símbolo
característico de su fe tuvo una explicación más específica. Parece
seguro que, al menos desde el siglo II, los cristianos no sólo llevaban,
pintaban y esculpían la cruz como un símbolo gráfico de su fe, sino
también hacían la señal de la cruz sobre sí mismos u otros. Su principal
triunfo fue transformar un símbolo de vergüenza y dolor en símbolo de
algo glorioso y sagrado: el amor de Dios.
La cruz y el pez, principales símbolos cristianos
La solidaridad cristiana
Los primeros cristianos dieron una importancia capital a la
asistencia a los pobres, viudas y huérfanos. Hay que tener en cuenta que
la mayoría de los fieles eran esclavos o libertos muy pobres. El Nuevo
Testamento refleja esta característica de la condición social y
económica de las primeras comunidades cristianas. A propósito dice
Justino Mártir:
“Después de estos servicios (bautismo y eucaristía), nos
recordamos continuamente estas cosas. Y los ricos entre nosotros ayudan a
los que pasan necesidad; y siempre nos mantenemos juntos… Y los
pudientes y todos los que quieren dan lo que les parece adecuado; y lo
que se colecta es depositado con el presidente, que socorre a los
huérfanos y viudas y a aquellos que, por causa de enfermedad o cualquier
otra causa, están en necesidad, y a aquellos que están presos y a los
extranjeros que están de viaje entre nosotros, y en una palabra, él
cuida de todos los que están en necesidad” (Primera Apología 67).
Los primeros fieles fueron conocidos por la efectividad de su amor
puesto en acción. Los Padres y apologistas utilizaron esta realidad como
un argumento fundamental en su defensa de la autenticidad de la fe
cristiana. Tertuliano fue uno de los que más apeló a este argumento,
presentando la manera práctica en que en Cartago la Iglesia atendía a
las necesidades de sus miembros como una cuestión prioritaria de su
misión:
“Si bien tenemos nuestra caja, ésta no está compuesta de dinero
mal habido, como el de una religión que tiene su precio. Una vez al mes,
si así lo quiere, cada uno pone en ella una pequeña donación; pero sólo
si así lo quiere, y sólo si puede, porque no hay obligación y todo es
voluntario. Estos donativos son una especie de fondo de depósito
piadoso. Porque no se los toma para gastarlos en fiestas y borracheras,
sino en sustentar y ayudar a gente pobre, a suplir las necesidades de
niños carentes de medios y padres, y de personas ancianas confinadas
ahora a la casa; también a los que han sufrido naufragio o son exiliados
o encarcelados por su fidelidad a la Iglesia” (Apología, 39).
La palabra “liturgia”
“Liturgia” (leitourgía) es la combinación de dos palabras griegas “ergon” (trabajo) y “laos” (pueblo). En latín liturgia se dice “culto”.
Su uso secular en el mundo helenístico tenía que ver con las obras
públicas que hacía un ciudadano griego para beneficio de su ciudad o de
la divinidad. En la Atenas clásica, “leitourgia” tenía como
ejemplo al embajador cuyos gastos en el extranjero eran superiores a su
salario oficial, abonando la diferencia de su propio bolsillo. En el
Antiguo Testamento era el servicio religioso de los levitas en el templo
de Jerusalén. En el Nuevo Testamento el término expresa varias
realidades: las acciones sagradas del templo (Lucas), la acción
sacerdotal de Jesús (Hebreos), la ofrenda de la vida a Dios (Pablo) y el
culto de oración de la Iglesia (Hechos de los Apóstoles). De hecho, no
hay culto posible sin elementos externos inspiradores. Por eso Dios le
dio a Israel leyes ceremoniales para que sirvieran de niñera hacia
Cristo. La liturgia debe expresar con palabras y gestos el significado y
misterio cristiano. Su nucleo debe ser la adoración, no la exhortación,
es decir, va dirigida a Dios con belleza y ritmo propio, y no a la
audiencia. Así pues, la liturgia debe glorificar a Dios, pero también
puede “edificar” a los que adoran (1 Co 10,23; 14,3s.12.17.26).
La actividad constructiva es secundaria, pero también es para la gloria
de Dios (1 Co 10,31). De ahí que el propósito principal de la liturgia
no sea la elevación moral ni el placer estético. De modo que liturgia es
la estructura u orden del culto dado a Dios. También hay “liturgias seculares”,
como las del ejército, el protocolo social o las universidades (con sus
propias vestiduras, gestos, agendas y normas). La liturgia indica el
orden y forma en que el grupo lleva a cabo su reunión.
La liturgia en el Antiguo Testamento
Cuando Moisés condujo a Israel en el éxodo de Egipto recibió
instrucciones explícitas en el Sinaí sobre cómo se tenía que adorar a
Dios. Estas leyes están en el Pentateuco. De hecho, Pablo reconoce que a
los judíos les fue dado “el culto” (Ro 9,4).
La religión hebrea era muy distinta a las demás. Dios no necesitaba
un templo o lugar sagrado como domicilio, ni tampoco tenía necesidad de
un menú como los sacrificios de comida. Dios era trascendente; no tenía
Nombre ni imagen. Pero en un acto de condescendencia afirmó: “Yo seré lo que sea” (YaHWeH),
y se reveló en el lugar sagrado de la montaña. Como un templete
portátil, el arca fue transportada por los judíos a través del desierto.
El arca representaba el trono no ocupado de Dios, que servía como lugar
de encuentro. Dios no vivía en el arca, pero allí visitaba a su pueblo
(Ex 33,7). La tienda del encuentro mostraba la presencia constante del
Señor en medio del pueblo peregrino. Lo inmanente estaba en la tienda,
pero lo trascendente estaba en el arca. La tienda pertenecía a las
tribus del sur y el arca a las del norte: el típico contraste entre lo
carismático del norte y lo dinástico del sur. Cuando se situaron en la
tierra prometida celebraban la Pascua (fiesta principal) en el hogar. La
cena doméstica tenía un significado religioso, con el clásico sentido
de dependencia del ser humano hacia Dios, manifestado en la comida y la
bendición o acción de gracias (berakah).
El sacrificio en el Antiguo Testamento
El concepto de sacrificio a los dioses aparece en todas las
religiones primitivas, con la idea básica de dar de comer a las
divinidades. Carne, grano, sal y aceite se ofrecían también a Dios (Sal
50,12). Muchos de aquellos sacrificios del templo eran ofrecidos como
dádiva a Dios en base a un voto, como vehículo de una petición o
voluntariamente como expresión de acción de gracias. De hecho, la ley
mosaica decía que ese era el deber de todo judío. A los pobres se les
permitía ofrecer ofrendas más humildes, de acuerdo a su posición.
Además, el ritual dejaba bien claro que sólo lo mejor era aceptable para
Dios (Mal 1,6-14). Cuando una parte se ofrecía a Dios, el todo se
bendecía por la aceptación de la parte. Así la cosecha se bendecía al
sacrificar las primicias, el sacrificio de un hijo primogénito (que se
redimía por un animal) garantizaba la consagración de las próximas
criaturas de la misma matriz.
Los diezmos significan que el sacrificio de una parte resultaba en
bendición del resto. Los sacrificios de comunión, donde los adoradores
comen el sacrificio después de ofrecerlo a Dios, son un ejemplo de comer
en la presencia de Dios (Ex 24,11). Los diferentes tipos de sacrificio
representaban diferentes aspectos de la relación con Dios. Las ofrendas
quemadas u holocaustos (ôlâh) eran un acto de donación, puesto que todo
el animal era consumido por el fuego para ser “olor grato al Señor”.
La ofrenda vegetal (minhâh) era de harina o grano (Lv 2,1-16). Tras ser
parte de la misma quemada, el resto pasaba a pertenecer a los
sacerdotes como contribución a su sostén.
Los Salmos
Eran importantes los Salmos, formulaciones rituales y cantadas para
la vida litúrgica del templo de Jerusalén. Eran composiciones litúrgicas
para ocasiones festivas o momentos importantes de la vida personal del
adorador. Los estudiosos del Salterio han identificado las siguientes
categorías: liturgias del arca, cánticos de Sión, cánticos de
peregrinación, salmos reales, acciones de gracias privadas o sacrificios
corporativos y lamentaciones penitenciales.
Los tiempos sagrados
Los tiempos sagrados seguían el ciclo lunar de veintinueve días. Pero
más importante todavía era la semana, con el séptimo día, el sábado,
como centro del culto. En el mes se observaban los novilunios y
plenilunios con sus respectivos sacrificios. El sábado tenía que ver con
el descanso de la creación (Ex 20,8), y también había un “sábado de años” (Ex 23,20) como descanso para la tierra. Existía el jubileo, “sábado de sábados de años”,
como fiesta mesiánica. Pero la fiesta principal era la Pascua (Ex
12,1-28) con el sacrificio del cordero como actualización del Éxodo.
Siete días después seguía la fiesta de los ázimos, que tenía sus raíces
en las fiestas de los agricultores. La fiesta de las Chozas (Lv
23,34-36.39-43) era el 15 del séptimo mes. Caía en la cosecha de la uva y
el olivo y los recolectores fabricaban chozas en conmemoración del paso
del desierto (Lv 23,42s).
Es característico del judaísmo usar las festividades agrícolas como
conmemoraciones teológicas. También estaba el Yom Kippur o día de la
expiación, donde era obligatorio el ayuno. La fiesta de las Semanas
(Pentecostés, del griego “cincuenta” días después de Pascua)
era la fiesta de las primicias de la cosecha (Lv 23,15s) y de la
donación de la Ley mosaica. Purim (suertes) es el 14 y 15 de marzo, y
celebra la preservación de los judíos del malvado Amán del libro de
Ester. También está la fiesta de la dedicación del templo o “hanukah” (reconstrucción del templo bajo Judas Macabeo).
Así pues, el tiempo litúrgico judío giraba alrededor de cuatro
unidades: 1) El día, abierto y clausurado mediante los sacrificios
matutino y vespertino (Ex 28,38-42; Nm 28,2s). 2) La semana que gira
alrededor del sábado. 3) El mes, marcado por el rito de la luna nueva.
4) Las estaciones, identificadas con el periódico retorno de la
naturaleza: Pascua-ázimos (primavera), Pentecostés (verano),
Tabernáculos (otoño) (Ex 23,14-17).
La sinagoga
Normalmente la reunión de los judíos se celebraba en la sinagoga, que viene del griego “sinago” (congregarse), traducción del hebreo “qahal” (asamblea).
Esta institución era muy importante en el tiempo de Jesús y en la época
de la Iglesia primitiva, pero no sabemos mucho de su origen, aunque lo
más probable es que comenzara en la época del destierro como sustituto
del templo. Los orígenes pueden rastrearse hasta el ministerio
babilónico de Ezequiel (Ez 14,1) y la práctica de Esdras de leer e
interpretar la Ley al pueblo. El propósito de la sinagoga era servir
como lugar de lectura y estudio de las Escrituras y sitio de oración.
Tras la destrucción del templo de Jerusalén los rabinos promulgaron una
liturgia que reemplazaba a la del culto del templo: 1) Recitar
antifonalmente el Decálogo; 2) Shemá (el Credo judío; Dt 6,4-9) recitado
antifonalmente; 3) El Shemone Esreh (las bendiciones); 4) Lección del
Pentateuco (con traducción al griego); 5) Salmos (el cantor recitaba un
verso y la asamblea responde con un coro fijo); 6) Sermón; 7) el Amén.
Así pues, había una estructura fija en la liturgia que dirigía el “archisinagogos”. Otros ministros eran el “hazzan” (una especie de diácono o portero) y el “mensajero”.
La bendición la daba siempre un sacerdote, pero si no había ninguno
presente, la daba un laico en forma de oración. Además de la Shemah
(credo hebreo) y las oraciones, las Escrituras eran leídas los sábados y
días sagrados: dos lecciones, una del Pentateuco y otra de los
Profetas, junto a un Salmo. Con frecuencia seguía una exposición del
pasaje por un miembro cualificado o un visitante distinguido (Lc 4,20ss;
Hch 13,15ss).
Los primeros discípulos de Jesús siguieron asistiendo a las sinagogas
y respetando la Ley, pero pronto formaron un nuevo partido dentro del
judaísmo que aceptaba a Jesús como Mesías y Señor, lo que ponía en
peligro el monoteísmo judío. La brecha entre el judío y el cristiano se
agrandó, y las congregaciones cristianas se independizaron, aunque
aceptaron la forma de culto de la sinagoga y su esquema ministerial. De
hecho, gran parte de nuestra liturgia procede del culto sabatino de la
sinagoga.
De origen judío es la semana con uno de sus siete días dedicado al
culto, el cual se trasladó del sábado al domingo en memoria de la
resurrección. De origen judío son también las fiestas de Pascua y
Pentecostés y el concepto mismo de un “año eclesiástico”, con
una serie de celebraciones que sacralizaban el año profano. De origen
judío es el culto de los mártires, además de algunos elementos de la
plegaria litúrgica diaria (la oración de la mañana y de la tarde: laudes
y vísperas), el mismo ternario de las horas (tercia, sexta y nona), la
división tripartita de la oración de la noche (los “nocturnos”
de los maitines) y la cuenta del día litúrgico de tarde a tarde (de
vísperas a vísperas). De origen judío es también la doxología y la
costumbre de acabar las oraciones con una frase de alabanza. El “Santo” de los serafines de Is 6,3 que se remonta al “Queduscha” de la oración matutina judía. De igual origen son otras aclamaciones litúrgicas reservadas a la asamblea, tales como “Amén”, “Aleluya” y “Hosanna”, y uno de los gestos importantes del culto: la imposición de manos.
Del mundo griego y sus religiones mistéricas de aquel tiempo el cristianismo adquirió la misma palabra “liturgia”
y la disciplina del arcano, es decir, el silencio respecto a las
fórmulas sagradas. También la tendencia a formar plegarias según las
leyes de la retórica clásica y especialmente con las leyes de la
simetría y la conclusión rítmica. Del helenismo procede la costumbre de
orar mirando hacia el Oriente y la consecuente construcción direccional
de los templos (costumbre preparada por la judía de volverse durante la
oración hacia Jerusalén).
La liturgia en el Nuevo Testamento y la Iglesia primitiva
Aquellos cristianos comprendieron que la adoración judía había sido superada y cambiaron su culto del templo por “una mejor liturgia”. Como dice Hebreos las normas mosaicas fueron “copias y sombras de lo celestial”, no la realidad misma.
Los apóstoles presidían la eucaristía por mandato y ejemplo del
Señor, y enseñaron a los presbíteros y obispos (los primeros
responsables de las comunidades) a realizar el sacramento según el orden
transmitido oralmente. Al principio todas las oraciones y cantos se
aprendían de memoria, después empezaron a aparecer en forma escrita
introducciones a la liturgia. Con el correr del tiempo, la liturgia se
enriqueció con nuevas oraciones, cantos y ritos, según las localidades
donde se celebraba. A causa de las herejías apareció la necesidad de
uniformar todos los ritos existentes, lo que sucedió en el siglo IV,
cuando acabaron las persecuciones y la liturgia se pudo hacer
públicamente y se celebraron los Concilios Ecuménicos. En ese tiempo,
san Basilio reformó la Kurwana (que era la liturgia de Jerusalén y que
se remontaba hasta Santiago). Más tarde, Juan Crisóstomo acortó los
ritos y oraciones dichas en silencio por los sacerdotes, pero no
permitió cambios sustanciales.
El Dios cristiano era el mismo que el del Viejo Testamento, a quien Pablo dio culto en la sinagoga (Hch 13,14s): “El
Dios de este pueblo Israel… levantó a Jesús por Salvador… según el
nuevo Camino que ellos llaman secta, doy culto (“latreuo”) al Dios de
mis antepasados” (Hch 24).
Aquí encontramos al Dios de Abraham, Isaac y Jacob adorado de un modo nuevo llamado el “Camino”.
Este mismo argumento surge especialmente en los capítulos del 8 al 10
de la Carta a los Hebreos y su discurso de la Nueva Alianza en oposición
al Viejo Pacto. Allí Cristo aparece como nuestro sumo sacerdote del
orden de Melquisedec y ministro (leitourgos) del santuario celestial
(Heb 8,2). La tienda terrena sólo queda como figura y sombra de la
celestial (Heb 8,3ss). Cristo se ha ofrecido (prospherein) (Heb 9,14)
para efectuar el ministerio (leitourgia) de mediador de una alianza
mejor (Heb 8,6). Por eso, “demos a Dios el culto que le agrada” (Heb 12,28)
y no dejemos de hacer el bien como un sacrificio agradable a Dios (Heb
13,16). Por eso, el regalo de los filipenses a Pablo fue un “olor fragante, sacrificio aceptable, grato a Dios” (Flp 4,18).
Aquí hallamos a un Dios que advierte y evalúa, que toma posición y que
lee el corazón del adorador (Hch 1,24). En ese sentido es muy revelador
este texto: “La Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que
cualquier espada de dos filos, ya que penetra hasta dividir el alma del
espíritu, las coyunturas y la médula, y discierne los pensamientos y
sentimientos del corazón” (Heb 4,12). La palabra es como el
cuchillo del sacerdote que divide las entrañas del sacrificio para ver
si es una víctima sin defecto o está contaminada. Dios penetra más allá
de la expresión externa y ve la fe. Ante Dios todos los corazones quedan
desvelados, todos los deseos descubiertos y ningún secreto queda
guardado (Ro 8,27; 1 Co 4,5; Ap 2,23). Ese es el Dios que ve la fe, como
la de Abel al ofrecer su sacrificio (Heb 11,6.4).
Según el texto más antiguo de liturgia llamado Didaché y que recoge
las enseñanzas y oraciones apostólicas, los profetas eran los verdaderos
animadores: “Que se permita a los profetas dar gracias como quieran y cuantas veces quieran” (Did 10,6).
Hay una doxología que constituye un eco litúrgico de la asamblea y una
invocación extática (Abbá Padre; Gál 4,6). Por su parte la 1ª Carta de
Clemente (cap. 59-61) refiere una oración que formaba parte del culto de
la congregación de Roma en el año 96.
La expresión aramea “Maran atha” es la oración litúrgica más
antigua de la Iglesia. Su traducción griega en Ap 22,20 muestra que se
trata de una oración imperativa: “Ven Señor”. La expresión se
encuentra en arameo en 1 Co 16,22 y Didaché 10,6, que enseña que se
pronuncia en la eucaristía. Tenía el triple significado de la presencia
del Señor entre los suyos (Mt 18,20), la presencia eucarística y la
futura presencia en su Venida.
Junto a la oración que terminaba con Maran atha se hacía la siguiente exhortación: “Que
nadie coma ni beba vuestra eucaristía, sino los que han sido bautizados
en el Nombre del Señor. Pues el Señor dijo al respecto: No deis lo
santo a los perros” (Did 9,5). Así pues, antes de la eucaristía
había una confesión general de pecados y una reconciliación con Dios y
con los hermanos (Did 14,1; Mt 5,23). Pablo mismo dice en este contexto:
“El que no ame al Señor, ¡fuera con él!” (1 Co 16,22). También
en ese momento los cristianos se daban el beso fraterno (Ro 16,16; 1 Pe
5,14). Su finalidad es mostrar que ha de reinar fraternidad en la
asamblea antes de tomar la eucaristía. A finales del siglo II sabemos
por Tertuliano (De jejunio; cap. 13) que durante la comunión se cantaba
el Salmo 133.
Para los Padres el ministro de la eucaristía era la comunidad:
celebraba toda la asamblea, pero el obispo la presidía. La palabra “sacerdote” (gr. “hiereus”) se aplica a Cristo y luego a toda la asamblea, y, finalmente, a los ministros del altar. El sacerdote era el “presbítero”, de donde viene el español “preste” y el inglés “priest”. Los obispos, según Hipólito (230): “siendo
sucesores de los apóstoles, y partícipes con ellos de la misma gracia
del sumo sacerdocio y del oficio docente, son los guardianes de la
Iglesia”. El obispo, según Hipólito, tiene liturgia doble: maestro y sacerdote. Para la primera función se sienta en su cátedra (“trono”
en griego), y para la segunda se pone en pie ante el altar para decir
la plegaria eucarística. El presbítero, se ordenaba junto al colegio
presbiteral para formar un semicírculo alrededor del obispo. Recibe
parte de la función del obispo para presidir la eucaristía y concelebrar
con él.
El obispo improvisaba libremente las fórmulas eucarísticas, de
acuerdo con un esquema tradicional y su capacidad carismática, al estilo
de los profetas de 1 Co 14 y la Didaché. Pero a medida que el número de
los inspirados no alcanzaba a cubrir las sedes episcopales, se admitió
la utilización de fórmulas prefijadas. En ese sentido, la “Tradición Apostólica”
de Hipólito (220) aporta mucha luz a la historia de la primitiva
liturgia. Probablemente su obra fue la primera en Occidente en ofrecer
fórmulas litúrgicas acabadas. En ella observamos que la época de los
liturgos inspirados se estaba acabando, y que ante las asambleas
pequeñas con obispos poco formados, éstos podían prescindir del derecho
carismático de bendecir cuantas veces querían improvisadamente, y para
el que no se sentían aptos. Así se inició la época de los textos fijos, y
con ello la de la uniformidad litúrgica creciente en todas las
congregaciones, que cedieron sus variantes locales al consenso de áreas
más extensas.
Según Hipólito, la eucaristía se desarrolla de la siguiente manera:
1) Los fieles presentan sus dones. Los diáconos toman el pan y el vino y
los llevan al obispo. 2) El obispo pronuncia sobre ellos la solemne
eucaristía comenzando con el diálogo habitual que hoy todavía decimos,
con anamnesis, epíclesis y doxología, que concluye con el “Amén”
de la asamblea. 3) Luego parte el pan y lo reparte junto al vino entre
los fieles. En la noche de Pascua los recién bautizados bebían además
una copa con leche y agua y miel. El día de la eucaristía es
expresamente el domingo.
La liturgia era la celebración de un misterio, por más sencillos o
pobres que fueran sus ornamentos y cantos. Era principalmente una
comida, un sacrificio memorial de la Pascua y un sacramento del reinado
de Dios. Como comida, fue instituida por Jesús en su última cena (Mt
26,26-29; Lc 24,13-53; 1 Co 11,23-27). Como sacrificio actualizaba el
sacrificio expiatorio de Jesús al ser fiel al proyecto del Padre (Lc
22,20.42; Heb 10,7) y ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar
(Heb 10,1-18; 9,15-28). Como sacramento hacía presente a Cristo entre
los suyos, que participaban así anticipadamente de su Reino futuro.
El bautismo o purificación con agua
Según hemos dicho anteriormente, sólo los bautizados podían
participar de la comunión eucarística. Al principio de la Iglesia, tan
pronto como alguien se convertía se le bautizaba. Esto era posible
porque la mayoría de los conversos provenía del judaísmo, y tenía por
tanto cierta preparación para comprender el alcance de la Buena Nueva
evangélica y el rito purificatorio del bautismo. Pero según la Iglesia
fue creciendo e incluía a más miembros provenientes del paganismo se fue
haciendo cada vez más necesario un período de preparación y de prueba
antes de la administración del bautismo. Este período recibió el nombre
de “catecumenado”, y a principios del siglo III duraba unos
tres años. Durante este tiempo, el catecúmeno recibía instrucción acerca
de la fe cristiana, y trataba de dar muestras de la realidad de su
enmienda, de su conversión y de la firmeza de su fe. Por fin, poco antes
de su bautismo o baño ritual, se le examinaba –a veces en compañía de
sus padrinos- y se le admitía al rango de los que estaban prontos a ser
bautizados.
Por lo general el bautismo se administraba donde se podía; pero
cuando se trataba de paganos, se ofrecía una vez al año, en el domingo
de resurrección, aunque pronto y por diversas razones se comenzó a
administrar en otras ocasiones. Al principio del siglo III los que
estaban listos para ser bautizados ayunaban durante el viernes y el
sábado, y su bautismo tenía lugar en la madrugada del domingo, como la
resurrección del Señor. El bautismo era por inmersión, desnudos, los
hombres separados de las mujeres. Al salir del agua, se le daba al
neófito una vestidura blanca, en señal de su nueva vida en Cristo (Col
3,9-12; Ap 3,4). Además se le daba a beber agua, en señal de que había
quedado limpio, no sólo exteriormente, sino también en su interior.
Además se le ungía con aceite, porque había venido a formar parte del
real sacerdocio y se le daba leche y miel, porque había entrado en la
Tierra Prometida. Después todos marchaban juntos a la capilla, donde le
neófito participaba por primera vez del culto cristiano en su totalidad,
es decir, de la eucaristía.
Aunque por lo general el bautismo o baño ritual era por inmersión, en
los lugares en que escaseaba el agua se permitía realizarlo derramando
agua sobre la cabeza tres veces, en el Nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo. A medida que el cristianismo se esparció a regiones con
climas más rigurosos, esta práctica se fue haciendo cada vez más común.
El bautismo le debe mucho a las abluciones purificadoras de los
judíos y a su aplicación como rito de iniciación a los prosélitos. Se
practicó primero en ríos, porque el “agua viva” (corriente) parecía más apropiada que el “agua muerta” (estancada). El bautismo simbolizaba el cambio que se operaba en el cristiano, el nacimiento a la nueva vida y el fin a la vieja.
En cuanto a si la Iglesia bautizaba niños o no, los teólogos no han
logrado ponerse de acuerdo. En el siglo III hay indicios claros de que
los hijos de padres cristianos eran bautizados de niños. Esta práctica
ya fue conocida por Tertuliano (160-220).
Justino Mártir escribe: “Todos los que están persuadidos y creen
que lo que enseñamos es verdad, y se comprometen a vivir en conformidad,
son instruidos a orar a Dios con ayuno, por la remisión de sus pecados
pasados, orando y ayunando nosotros con ellos. Luego son llevados donde
hay agua, y son regenerados de la misma manera que lo fuimos nosotros.
Porque, en el Nombre de Dios, el Padre y Señor del universo, y de
nuestro Salvador Jesucristo y del Espíritu Santo, ellos reciben el
lavamiento con agua… Pero nosotros, después que hemos lavado así a quien
se ha convencido y ha sido afirmado en nuestra enseñanza, lo llevamos
al lugar donde los llamados hermanos están reunidos, a fin de que
podamos ofrecer oraciones sinceras en común por nosotros mismos y por la
persona bautizada (iluminada), y por todos los demás en cualquier
lugar, para que podamos ser contados por dignos, ahora que hemos
aprendido la verdad, y por nuestras obra ser considerados como buenos
ciudadanos y guardadores de los mandamientos, de modo que podamos ser
salvos. Habiendo terminado con las oraciones nos saludamos unos a otros
con un beso” (Primera Apología 65-66).
En muchos lugares, con anterioridad a la administración del bautismo,
se instruía durante algún tiempo a los catecúmenos (candidatos al
bautismo) en cuanto a la fe y conducta cristianas. Luego de ayunar y
orar estaban listos para el bautismo, que simbolizaba su abandono del
paganismo por el cristianismo. El acto comenzaba con una solemne
confesión de fe por parte del catecúmeno: Jesucristo es el Señor, el
Hijo de Dios. Seguía con su inmersión o baño, la unción con aceite, la
imposición de manos para la plenitud del Espíritu y su participación en
la eucaristía.
La casa como lugar de culto
Como hemos visto, la eucaristía al principio se celebraba en una casa
grande. La villa o mansión de las familias nobles ofrecía un buen lugar
para la asamblea. Es cierto que los primeros fieles se reunían en el
templo de Jerusalén (Hch 2,45; 5,42; Lc 24,53). Pero sus asambleas
tenían lugar en el aposento alto (Hch 1,13). En esa habitación el Señor
resucitado se apareció a sus discípulos y comió con ellos (Lc 24,33). El
cuarto estaba en la casa de María, la madre de Juan Marcos (Hch 12,12;
2,1). Lo cierto es que la expresión “de casa en casa” (Hch 2,46; 5,42) es muy dudosa, pues junto a la expresión “en el templo”, esas palabras pueden significar simplemente “en la casa”,
como la congregación que se reunía en casa de Aquila y Priscila (1 Co
16,19; Ro 16,5), en casa de Filemón (Flm 2) y en casa de Ninfas (Col
4,15). Según el texto antiguo Acta Saturnini, se reunieron 47 personas
en una casa privada en Abitinia. Las excavaciones han encontrado allí
diversos vasos litúrgicos y túnicas blancas.
Otra costumbre temprana fue celebrar la comunión en los lugares donde
estaban sepultados los fieles difuntos y mártires. Esta era la función
de las catacumbas, cementerios subterráneos a done acudían los
cristianos a reunirse, y, en ocasiones, a esconderse de sus
perseguidores. A partir del siglo II surgió la costumbre se reunirse
alrededor de las tumbas de los mártires en el aniversario de su muerte
para celebrar la comunión. Este fue el origen de la celebración de las
fiestas de los santos, que por lo general se referían, no a sus
natalicios, sino a su martirio.
Las primeras capillas
En el siglo IV la Iglesia pasó de ser una comunidad pequeña a ser un
grupo reconocido por el Estado. De asamblea despreciada pasó a comunidad
favorecida. De culto doméstico o familiar, celebrado en casas
particulares, la eucaristía llegó a ser un culto público, celebrado en
grandes basílicas donde podía asistir mucha gente. El énfasis en la
escatología empezó a desaparecer, pues muchos creyeron que con la “conversión”
del emperador Constantino el Reino de Dios ya se había realizado en la
tierra. Entonces empezó a tener importancia la historia de la salvación.
El concepto histórico se impuso al escatológico. Por otra parte, el
embellecimiento del culto fue el resultado natural del nuevo estado de
la Iglesia. Los dones de personas importantes del imperio y los
esfuerzos de cristianos corrientes y acaudalados que por fin podían
vivir en paz ayudaron a que la liturgia deslumbrara. De hecho, en muchos
lugares el cristianismo ocupó el lugar que antes tenía el culto público
o cívico de la religión oficial pagana. Así pues, la liturgia tuvo que
adaptarse a las nuevas circunstancias, pero, con tantos nuevos miembros
no catequizados, el clero tuvo mucho más poder en sus manos y mayor
presencia litúrgica.
Con el estado semioficial de la Iglesia en el imperio, los obispos
tuvieron que ejercer de funcionarios públicos, y los honores y
ceremonias que ellos recibían como tales gradualmente llegaron a
introducirse en el culto. Por ejemplo, las vestimentas del clero fueron
siempre básicamente las del traje de un caballero del siglo II, pero,
con los cambios, esas mismas ropas tuvieron un significado eclesial. De
hecho, los honores y protocolos de la corte imperial pasaron a los
obispos, y con ello penetraron en la liturgia con sus insignias y
vestimentas. Al recibir los obispos ciertos derechos públicos, como la
autoridad judicial en los procesos civiles, sus sentencias fueron
declaradas inapelables. De este modo, el burocrático Estado romano se
vio obligado a fijar a los obispos un determinado puesto en el escalafón
estatal y simultáneamente en el ámbito del protocolo palaciego.
Empezaron a reservarse a los obispos los títulos, distintivos y
honores correspondientes a sus nuevos cargos, recibiendo las insignias
de los dignatarios estatales como el “lorum” (palio), la “mappula” (paño ceremonial), los “campagi” (zapatos especiales), el “camelaucum” (una prenda para la cabeza)
y el anillo de oro. También tenían un trono de estilo y medidas
precisas, el acompañamiento de antorchas e incienso, el saludo del beso
en la mano, etc. Incluso el ceremonial palaciego reservado al emperador
fue equiparado al de ciertos patriarcas y al papa de Roma, que servían
al Estado como jueces notariales. Muchos obispos aceptaron estas
prerrogativas y mudaron su mentalidad. Más que pastores de la Iglesia
parecían dignatarios imperiales, y hubo quienes aspiraron a la episcopé
sólo por los títulos estatales, que empleaban incluso en la liturgia. Y
no olvidemos que los distintivos de aquel tiempo, pese a recibir sentido
espiritual, han perdido en el mundo de hoy su actualidad.
La liturgia dejó de ser una fiesta comunitaria y un misterio sacramental para convertirse en un acto social llamado “misa”.
Se considera un misterio a la actitud que adopta la mente frente a una
verdad que nos supera. Eso es así porque las cosas, más allá de lo que
realmente son, también son lo que significan.
El teólogo más importante en dar forma a estos cambios fue el obispo
Cirilo de Jerusalén (350). En su especial eparquía, una diocesis llena
de lugares sagrados y con muchos peregrinos, Cirilo tuvo la oportunidad,
mejor la “necesidad”, de organizar cultos de todo tipo.
Organizó el Oficio Divino en cinco oficios, que él oficiaba con sus
clérigos y monjes. Otro resultado obvio fue estructurar el año litúrgico
para santificarlo. Así se generó el calendario cristiano. La liturgia
se diseñó para catequizar a los nuevos cristianos. A pesar de que Cirilo
tenía un curso para catecúmenos, la afluencia de peregrinos a Jerusalén
y el aumento de convertidos diluían todos los esfuerzos de orientación.
Así pues, la liturgia llegó a ser una pedagogía en sí misma. Los textos
de las lecturas y del rito eucarístico, la ceremonia, las vestiduras,
los colores litúrgicos y la música ayudaban a la catequesis.
En aquel tiempo ciertas sedes eclesiásticas comenzaron a sobresalir
como autoridades administrativas en temas disciplinares y litúrgicos.
Fue el desarrollo de los principales patriarcados como Antioquía,
Alejandría o Roma. O sea, las ciudades más importantes del imperio
llegaron a ser las metrópolis más sobresalientes para la Iglesia, que
imitó su gobierno al civil. Estas grandes capitales eran centros
naturales (debido a su infraestructura) de los que se favorecían las
comunidades cristianas locales con más posibilidades misioneras. Además,
tenían una gran atracción para las nuevas misiones que dependían de
ellas al principio. Los sínodos regionales tendían a celebrarse en tales
sedes, y su obispo los presidía, como Santiago en Jerusalén. En estos
sínodos se trataban asuntos litúrgicos, y, por supuesto, el culto local
era un modelo que servía de patrón para llevar a otras congregaciones
cercanas. Así, hubo diversas liturgias en función de los patriarcados
particulares. Tarde o temprano estos ritos se asimilaron en todo el área
de influencia de la metrópoli. Los ejemplos más claros fueron las
liturgias de Constantinopla y Roma, aunque en Occidente también estaban
otras a su mismo nivel (ambrosiana, galicana, celta, mozárabe).
Es importante observar que en la Iglesia primitiva existieron
distintas tradiciones que configuraron sus diversas liturgias. En
Oriente contabilizamos la alejandrina, la antioquena, la armenia, la
caldea y la bizantina. En Occidente sobresalió la romana. Cada una tenía
un elemento distinto, pero no decisivo. En Occidente la liturgia romana
logró imponerse a sangre y fuego sólo en el segundo milenio a costa de
suprimir a la celta (sínodo de Withby), la galicana (que no superó el
siglo VIII en Francia), la ambrosiana (en el ámbito de Milán y el norte
de Italia) y la hispana (mozárabe). Tenemos la carta del Papa Gregorio
VII (1073-1085) a los reyes Alfonso de León y Castilla y Sancho de
Aragón: “No de la toledana ni de cualquier otra, sino de la Iglesia
Romana es de donde habéis de recibir la liturgia y el rito… Haciéndolo
así no seréis una nota discordante en el concierto de Occidente”
(Diccionario de Liturgia, Madrid 1987).
El altar
El altar cristiano comienza en la Última Cena y en la mesa en la que
Jesús pronunció su bendición sobre el pan y el vino. Pablo, veinte años
después, afirmó que no era conciliable la participación en la mesa del
Dios verdadero en la que se tomaba el cuerpo de Cristo, con la
participación en la mesa sobre la que se ofrecían los sacrificios
idolátricos (1 Co 10,21). Y la Carta a los Hebreos dice que los
cristianos tenemos un altar del que no pueden participar los que sirven
en el templo judío (Heb 13,10).
La prehistoria del altar cristiano se remonta al día en que Abel
ofreció a Dios las primicias de su rebaño (Gn 4,4), o cuando Noé, al
salir del arca del diluvio, construyó un altar al Señor y ofreció sobre
él toda clase de animales puros (Gn 8,20s). Pero el altar recibió su
impulso decisivo en el momento en que Dios propuso a Abraham su alianza y
su promesa (Gn 12,7). Más tarde, en el éxodo y en la conquista de
Canaán, el altar entró en el tabernáculo del desierto y luego en el
templo de Jerusalén, para ser exaltado con la reforma litúrgica del rey
Josías, que destruyó todos los santuarios de Israel que a menudo eran
nidos de idolatría (2 Re 23). De este modo, la unidad del altar se
convirtió en signo del único Dios y de su única alianza. De hecho, con
la consolidación de la monarquía por Salomón (1 Re 6,1) se trasladó la
tienda del desierto al templo de Jerusalén (1 Re 8,1-66). Con todo,
Salomón comprende que Dios es mucho más sublime que aquella
construcción, y en su discurso inaugural subraya que Dios no puede
quedar prisionero de un recinto (1 Re 8).
Un texto del Éxodo conserva la reglamentación sobre la erección de los viejos altares: “Me
levantarás un altar de tierra y en él me ofrecerás tus holocaustos, tus
sacrificios de comunión, tus ovejas y tus vacas. Vendré a ti y te
bendeciré en los santuarios en los que yo haya establecido el culto a mi
Nombre. Si me levantas un altar de piedra, que no sean labradas, porque
al tocarlas con tus herramientas las profanarás. Tampoco subirás por
gradas a mi altar, para que no se vean tus partes” (Ex 20,24ss).
Altares así levantaron Jacob cuando tuvo el feliz sueño (Gn 35,7) y
cuando volvió del afortunado viaje (Gn 33,20), Moisés y el rey Saúl en
señal de victoria (Ex 17,15; 1 Sm 14,35), Gedeón como testimonio de una
vocación (Jue 6) y una aparición (Jueces 13). Terrones colocados en
forma de montículo (2 Re 5,17; 1 Re 8,64), una roca pelada (Jue 6,20ss;
13,19s) o el amontonamiento de unas piedras (Jo 8,30ss) es la invitación
a la Divinidad en un sacrificio de acogida y comunión. Aquellos altares
rústicos, en los que no podía intervenir el cincel, hablan de las
antiguas tradiciones hebreas. Aún los arqueólogos descubren los altares
levantados por Sansón en Sora (1.30 m. de altura y los lados de 2.16) o
el de David en la peña de Orna.
Aquellos altares tienen protuberancias en sus cuatro costados; de
hecho, los ángulos se consideraban como las partes más importantes del
altar. Esas esquinas daban amparo a la persona perseguida por la
venganza o expuesta al odio. Era el derecho de asilo, igual que hoy
tenemos la apelación al tribunal supremo (1 Re 1,50; 2,28; Ex 21,13s).
Esas esquinas eran ungidas con sangre en el momento del sacrificio (Lv
4,7; Sal 118,27). Los vestigios arqueológicos descubiertos muestran que
los cuernos forman una sola pieza con el cuerpo del altar; por tanto,
era necesario un trabajo de talla. El origen y significado de los
cuernos parece ser una representación simbólica de los animales
destinados al altar y de la fuerza expiatoria del mismo.
El Dios a quien da culto Israel, aun siendo el Totalmente Otro, es
decir, el Santo y Sublime, se acerca a la gente y les propone su
alianza. Pero el culto que Dios pide es tergiversado por muchos
sacerdotes. Por eso empiezan a surgir profetas en Israel que vuelven a
proclamar al Santo y Trascendente, al Misterio Sublime que libremente
entra en la historia humana para vindicar a los débiles y desfavorecidos
(Am 5,21; Jr 7,1-15; 21,28; Is 1,10-20). No se pueden absolutizar el
culto y el templo para olvidar el espíritu humilde y contrito, el
quebrantamiento del corazón y la solidaridad humana. Un culto sin
justicia es un fraude. Un Dios a quien sólo se sirve de labios afuera es
un ídolo.
En ese sentido Jesús afirmó: “Si presentas tu ofrenda ante el
altar, y recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu
ofrenda y ve antes a reconciliarte con tu hermano, después vuelve y
presenta tu ofrenda” (Mt 5,23s). También Jesús afirma a los letrados y fariseos: “Vosotros
decís: Si uno jura por el altar eso no es nada; pero si jura por la
ofrenda que está sobre el mismo, queda obligado. ¡Ciegos! ¿Qué es más
importante, la ofrenda o el altar que hace sagrada la ofrenda? El que
jura por el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él” (Ma
23,18ss). Los jefes espirituales del pueblo desvalorizan el templo y
el altar. Contra ellos Jesús mantiene los supremos valores: el
santuario es de valor espiritual a causa de quien lo habita (Mt 23,21).
A veces los cristianos no somos conscientes del rico significado de
estas instituciones litúrgicas del Antiguo Testamento, prefigurativas
del culto en espíritu y en verdad de la Nueva Alianza (Heb 9,14). San
Cirilo comenta acerca de los altares de tierra de Ex 20,24: “De este altar habló Moisés, pues es de nuestra tierra, es decir, de barro, que fue hecho el cuerpo del Señor” (PG 93). Simeón el Nuevo Teólogo (+ 1022) dirá que el sacerdote inciensa el altar “que representa a Cristo inmolado y viviente” (De Sacra Liturgia 98; PG 155).
Y la mesa del altar será cada vez más comparada con el santo sepulcro,
estando éste grabado en el antimension. De ahí que Minucio Félix en su “Octavio” del siglo II afirme: “No tenemos ni templos ni altares”. Y su contemporáneo Tertuliano llama “altar” a la Mesa del Señor. Siglos más tarde Nicolás Cabásilas afirma que “los primeros sacerdotes tenían por altar sus manos”, como el mismo Cristo en la Última Cena. También Cipriano, obispo de Cartago, usa a menudo el término “altar” para referirse a la mesa eucarística. Es célebre el texto de san Agustín de Hipona en el que llama “Mesa de Cipriano”
al lugar donde éste fue sacrificado como sobre un altar, y donde los
cristianos de Cartago celebraban la eucaristía (Sermón 110). Por eso
toda celebración eucarística comenzaba con la recitación de este Salmo: “Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría”.
Paulino de Nola llama al altar “santo”. Ambrosio lo llama “sacrosanto”. Juan Crisóstomo “mística mesa”. Cirilo de Jerusalén “terrible y mística mesa”. Basilio “mesa divina, santa y litúrgica”.
Los dos altares más antiguos que se conservan llevan inscritos
infinidad de nombres de los fieles que así creían ponerse en contacto
más estrecho con el cuerpo del Señor. Con la mano sobre el altar se
prestaba juramento y sobre él se depositaba el documento que contenía
cualquier transacción de bienes.
Sobre el altar quiere Benito de Nursia (+547) que el monje deposite
la cédula de su profesión durante la presentación de los dones, para
unir así de modo sensible su oblación a la de Cristo. Sobre el altar
eran depositados los ornamentos con los que un arzobispo o primado
revestiría a los obispos y presbíteros el día de su ordenación.
Este rico acervo de acciones en torno a la santa mesa responde al
hecho de que el altar es el lugar donde se realiza el Misterio; por eso
era llamado el “ómphalon” (ombligo) del mundo, pues designaba
el lugar simbólico y místico donde el mundo espiritual se comunicaba con
el mundo de los vivos. Así lo contempla Prudencio (+410) cuando lo
denomina “la mesa que nos da el sacramento”, donde “sacramento” hay que entenderlo en el sentido del “mysterion” paulino.
Sobre el altar reverbera toda la obra redentora, ya que en él se
realiza el memorial del gran pacto de Cristo con la humanidad que él
mismo selló con su sangre. Una alianza actualizada sobre el altar, que
prefigura el altar escatológico, donde el Hijo oficia como liturgo del
Padre en el sacrificio universal que se celebra en la Jerusalén celeste.
En el altar está Dios, es lugar de su presencia, allí se da el
encuentro con el Eterno, fuente de toda alegría. Por medio del altar
viene Dios a nosotros, y nosotros vamos a él. Por eso no hay celebración
eucarística sin altar. Como la eucaristía es el centro y fuente de
todo, el altar (donde se ponen el pan y vino) también es el corazón de
la liturgia. Y como la eucaristía es un sacrificio, en consecuencia, la
mesa de la cena es también un altar.
“Mesa del Señor” (“trápeza Kyriou”) es la expresión paulina
que caracteriza al altar cristiano. Pero los testimonios antiguos
refieren situaciones donde el altar pasa por situaciones
extraordinarias. Teodoreto de Ciro nos habla de las manos de los
diáconos que sirvieron de altar cuando él se hallaba en el desierto y no
disponía de ningún altar. El segundo testimonio proviene de Surio,
quien durante la persecución de Diocleciano (+313), un presbítero de
Antioquia llamado Luciano, se hallaba en prisión el día de Epifanía con
dos fieles. Viéndoles entristecidos por no poder celebrar el santo
sacrificio ya que carecían de altar, les dijo: “el altar será mi pecho y el templo seréis vosotros, congregados a mi alrededor”.
Pero, dejando aparte estas coyunturas singulares o especialmente
adversas, sabemos que la liturgia preexistía antes que el altar. Durante
los dos primeros siglos, cuando la Iglesia no había recibido aún el
reconocimiento del imperio, debía aceptar la hospitalidad que sus hijos
le brindaban en sus propias casas, sin que fuera posible disponer allí
de un mobiliario litúrgico todavía determinado. Aquella primitiva
liturgia se desenvolvía en torno a una mesa sobre la que el presbítero
desenrollaba el antimension que le otorgaba su obispo para celebrar en
su nombre.
Pero aquella celebración no era una simple comida en recuerdo de
Jesús, sino la presencia misteriosa y actualizada de su muerte y
resurrección. Lo importante del sacrificio eran todavía un corazón puro y
una vida consagrada.
Los Padres de aquellos primeros siglos, ocupados en el contenido
espiritual del culto cristiano, concedieron una importancia secundaria a
las manifestaciones arquitectónicas y negaron que dispusieran de
templos, altares o estatuas; la oración, los sacramentos y la caridad lo
llenaban todo. De ahí que los paganos dijeran contra los cristianos del
siglo II que éstos eran “ateos”. Pero la cuestión comenzó a
cambiar cuando después de este primer período de carismas, solidaridad y
persecuciones, la Iglesia fue elevada por el imperio a religión oficial
y se mezcló con las ideas sacras provenientes del paganismo.
Existe una pintura en la capilla griega del cementerio de Priscila
del siglo II, que es la representación más antigua del banquete
eucarístico. Los comensales, entre ellos una mujer, están sentados en un
diván con forma de “sigma” que rodea la mesa, cubierta con un
mantel, encima de la cual destaca un pez. En el sitio de honor, un
personaje de edad madura, a quien los demás miran con respeto, parte un
pequeño pan marcado con una cruz. Delante tiene una copa de vino.
Nada sabemos del altar de la casa de Dura Europos en Siria de
comienzos del siglo III. Esta casa era un edificio adaptado para la
reunión de una asamblea máxima de sesenta personas, que se reunían allí
hacia el año 233, como lo prueba la fecha impresa en una de sus paredes.
En el cementerio de Calixto hay otra pintura de principios del siglo
III. Ahí no se ven divanes ni comensales, sino un pequeño trípode sobre
el cual hay un pez y un pan. Un personaje con palio, distintivo con que
las pinturas de los cementerios sólo representan a Cristo, a los
apóstoles o a los profetas, extiende su mano sobre la mesa en actitud
orante, y delante de él una figura de mujer abre los brazos en gesto de
súplica.
Como hemos visto, los más antiguos altares, de los que hay memoria
por las pinturas de las catacumbas, son de madera y tienen forma de mesa
pequeña redonda o de sigma tardía (“C”), o en Siria, Palestina y Egipto
de herradura, como la mesa original de Jesús en la que celebró su
Última Cena. Esa mesa era una simple “tabla” o “plancha”.
En la África proconsular del siglo IV eran de madera los altares que
los donatistas devastaban, utilizando esa madera para calentar el agua
que echaban en los cálices. Agustín narra la violencia perpetrada por
los donatistas contra Maximiano, obispo de Bagai, golpeado con los
travesaños del altar. También Atanasio refiere a los arrianos que
invadieron su iglesia de Alejandría, e hicieron saltar la cátedra
episcopal y el altar, ambos de madera, echándolos al fuego.
Hay un relato de la eucaristía celebrada por Agustín (+430) en la basílica de Hipona con detalles muy precisos.
En el relato el altar esta situado en medio de la nave. Tras la
liturgia de la palabra, celebrada en el ábside y en la cátedra del
obispo, Agustín y los demás celebrantes bajan los escalones y se dirigen
hacia el pequeño altar. Los fieles se disponen el torno al mismo, donde
hay copas y patenas sobre un mantel blanco que cubre la mesa. Se hace
entonces un silencio absoluto y Agustín avanza hacia el altar. En pie,
solo en el interior del cancelo, ante la pequeña mesa revestida de
blanco, extiende las manos…
Sobre aquel altar de madera extendía el presbítero su antimension,
que era un trozo de tela consagrado por el obispo y donde estaba pintado
el entierro de Cristo; en su parte superior se cosía una pequeña bolsa
que contenía las reliquias de algún santo. Tertuliano había escrito que “Cristo está en el mártir”,
y la Iglesia comenzó a celebrar la eucaristía sobre las sepulturas de
las catacumbas (por primera vez en un día distinto al domingo) en el
aniversario del natalicio del santo. De ese modo se asociación al altar
las reliquias de los mártires, porque si el altar representa a Cristo,
él no puede estar completo sin sus miembros más destacados. Su
sacrificio completaría el sacrificio del Señor, no porque éste no sea
definitivo, sino porque lo prolongaban.
Aquellos primeros altares de madera duraron mucho tiempo; tanto que
en la época carolingia fue necesaria una prescripción especial que los
prohibiera. Sin embargo, la primera disposición prohibitoria del altar
de madera se halla en el canon 26 del Sínodo de Epaón (517) en Borgoña.
Así la madera fue poco a poco sustituyéndose por la piedra, y luego el
mármol.
Existe el testimonio del siglo V donde Pulqueria, hija de Arcadio y
tutora de Teodosio III, ofreció un altar de oro a la iglesia de Santa
Sofía de Constantinopla. Después de haber reconstruido este mismo
edificio en el siglo VI, Justiniano regaló un altar de oro del que Pablo
el Silenciario ha dejado la siguiente descripción: se trataba de una
mesa de oro puro sobre la que se engastaban esmaltes y piedras preciosas
sostenidas por cuatro columnas de oro. Otras cuatro columnas de plata
dorada sostenían un ciborio coronado por una gran cruz de oro.
De ese modo, el altar de piedra se fue extendiendo por todas partes.
Ayudó la metáfora de Cristo como piedra desechada por los constructores,
pero exaltada por Dios y puesta como base del templo de la Iglesia (Mt
21,42; 1 Pe 2,4) y piedra de la que brota agua viva (1 Co 10,4; Jn
7,37ss) más fecunda que la que el profeta Ezequiel vio brotar del
templo, debajo del lado derecho del altar (Ez 47,1-12). Sirvió también
la transformación de los templos paganos abandonados en capillas
cristianas y la reutilización de sus altares, como afirmó Pedro
Crisólogo en el siglo V: “Los templos se convierten en iglesias, las aras en altares” (Sermón 51). Ya
en el siglo VI se prohíbe el altar de madera tanto en Oriente como en
Occidente. El altar queda como símbolo de Cristo, (sacerdote, altar y
sacrificio). Los hallazgos arqueológicos de la época los definen como
pequeños y cúbicos, porque son el centro del mundo a donde convergen los
cuatro puntos cardinales y donde se unen cielo y tierra.
También surge por entonces la costumbre de construir el altar sobre
la piedra sepulcral de un mártir, como ya hemos visto en el testimonio
de san Agustín respecto a san Cipriano, y el de Prudencio respecto al
sepulcro de Hipólito: “En lo secreto de este lugar reposa el cuerpo
de Hipólito, en el lugar donde se alza el altar dedicado a Dios. La
misma mesa que da el sacramento y recubre los huesos del mártir,
custodia las santas reliquias en la espera del juez soberano y nutre con
el alimento celestial a los habitantes de las riberas del Tiber”. También
se vio acertado sepultar bajo el altar al obispo que había celebrado
sobre el mismo, como en el caso de Ambrosio de Milán. De ese altar toda
la asamblea litúrgica tomaba ejemplo y se alimentaba de la inspiración y
fuerza de sus mártires. Esta apreciación es totalmente bíblica, pues en
Ap 6,9 vemos a los mártires debajo del altar celestial, pero con vida.
De ahí que bajo el altar hubiera una pequeña excavación donde se
colocaban las reliquias del mártir. En el mismo “antimension” que el obispo daba al presbítero en su ordenación para celebrar la eucaristía se cosían las reliquias de un santo.
También por aquella época, y a partir de las basílicas edificadas por Constantino, se empieza a construir el “ciborio”
en torno al altar. El ciborio era un pabellón de planta cuadrangular
que se alzaba como relieve para conferir elegancia y suntuosidad al
altar. El ciborio más antiguo fue erigido por Constantino sobre el altar
de Letrán. Lo sostenían cuatro columnas de plata. En lo alto del
frontón aparecía Cristo, sentado entre cuatro ángeles. Las estatuas de
los doce apóstoles estaban repartidas por el arquitrabe. Del techo
pendía una lámpara circular de oro que sostenía a lo largo de su
perímetro medio centenar de velas. El estilo de ciborio evolucionó
conforme a los postulados carolingios primero y románico después, hasta
el barroco posterior.
No todos los autores interpretan igual otra costumbre de la época de
poner cuatro cortinas alrededor del ciborio. Algunos piensan que el
altar estaba oculto durante la preparación de la Pascua. En Oriente las
cortinas tenían por objeto ocultar a los ojos de los fieles la anáfora y
afectó finalmente al iconostasio. Lejos quedaron las épocas en que el
altar estaba cercano y a la vista de todos. Pero se le rodeó de gradas,
de una cancela, de cortinas, se le hizo inmóvil y de piedra, y
finalmente se le ocultó completamente de los fieles con el iconostasio.
De todo este simbolismo deriva la unicidad del altar: “Una sola Iglesia; un solo sacerdocio; un solo altar” (Cipriano; Epístola 43,5). También Jerónimo afirmó: “La Iglesia tiene un solo altar, no como los herejes que tienen muchos; a más altares más divisiones”.
El altar oriental lo forma una columna central como símbolo de Cristo,
colocando en su interior las reliquias de un mártir o santo, y cuatro
laterales más finas como símbolo de los cuatro evangelistas. También el
emperador Justiniano levantó un costoso altar en Santa Sofía, descrito
por Pablo Silenciario. De ese modo, el altar original que estaba en el
centro del ábside al límite del transepto, en contacto estrecho con la
asamblea, fue llevado al fondo del coro y adosado al muro del ábside.
Ahora el presidente incluso oficiaba de espaldas a la asamblea. Todo
esto contribuyó a disminuir la participación del pueblo en la liturgia.
Posteriormente, en el siglo XVI el rito tridentino en Occidente añade
el sagrario. Fue el obispo de Verona, Mateo Giberti (+1543), quien
erigió en su catedral un nuevo altar mayor colocando en su centro el
sagrario. Con ocasión de una visita a su diócesis, recomendó que en las
iglesias parroquiales se hiciera otro tanto. El gran prestigio de que
gozaba Mateo Giberti en la Italia septentrional propició que su
iniciativa recibiera una acogida favorable, y el sacramento que hasta
entonces se guardaba en la sacristía, fuese colocado sobre uno de los
altares de la catedral. El papa Paulo IV también se mostró favorable a
esta innovación e impuso esta práctica a toda la Iglesia Romana.
El primitivo altar, lugar de encuentro del hombre con los ángeles,
con la Iglesia celestial y con Dios: un pequeño altar de madera que se
llevaba incluso a las celebraciones en el campo, pero que unía el cielo y
la tierra en el sacrificio de Cristo, que seguía los motivos estéticos y
prácticos para exponer el Misterio, acabó convirtiéndose en un suntuoso
monumento de oro y joyas que ya nada tenía que ver con la teología de
Máximo el Confesor (+662) de que “el altar es Cristo”. En torno
a aquel altar antiguo estaba el trono celestial de Dios, donde él se
reunía con todas sus criaturas que le alaban (Ap 4) en un Trisagio y
Sanctus.
La magnífica expresión de Máximo el Confesor se basaba en Heb 13,10: “Jesucristo
es el mismo, ayer, hoy y por siempre… Conviene afianzarse con la
gracia, no con dietas que no aprovecharon a quienes las observaban,
porque nosotros tenemos un altar del que no pueden comer los que ofician
en el culto del tabernáculo (el templo judío), pues los cuerpos de los
animales cuya sangre introduce el sumo sacerdote en el santuario para
expiar el pecado, se queman fuera del campamento. Por eso, también
Jesús, para consagrar al pueblo con su sangre, padeció fuera de las
puertas. Salgamos, pues, hacia él, fuera del campamento, cargando con
sus afrentas; porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que
buscamos la futura. Ofrezcamos continuamente a Dios por medio de él un
sacrificio de alabanza, el fruto de unos labios que confiesan su
Nombre”.
El término griego “thysiastérion” (altar) remite siempre a “sacrificio” (“thysía”). Desgraciadamente esta relación se pierde en el idioma castellano. Pero, además, el verbo “thýo” hunde sus raíces en “thymíama” que significa incienso.
Es característico del Nuevo Testamento no emplear nunca “thysiastérion” para referirse a los altares paganos. Esos altares son designados por el término “bomós”. La distinción se percibe en el primer libro de los Macabeos: “el
día veinticinco de cada mes ofrecían sacrificios en el ara (bomós) que
se alzaba sobre el altar de los holocaustos (thysiastérion)” (1 Mac
1,59). El “altar al dios desconocido” que Pablo halló en Atenas era un “bomós”.
La Iglesia en sus comienzos debió defenderse de la acusación de
impiedad que le hacían los paganos porque carecía de templos, altares y
sacrificios. Un pasaje de la epístola a Diogneto (siglos II-III) refiere
que “su culto es invisible”. Y a comienzos del siglo III, Minucio Félix podía escribir: “No tenemos altares” (Octavius 32,1).
La liturgia cristiana no era como el ceremonial levítico de Jerusalén
ni tenía nada que ver con los sacrificios paganos, destinados al culto a
los ídolos. No obstante, el obispo Ireneo de Lión declara a finales del
siglo II que el sacrificio del pan y el vino ha de ofrecerse sobre un
altar (Adversus Haereses IV, 18,6).
Es a partir del siglo III cuando los testimonios sobre el altar se
multiplican. Orígenes (+253) reconoce que los cristianos carecen de
altares materiales, pero esos altares son denominados “bomós” (Contra Celso 8,17). Para el altar cristiano se reserva la expresión “thysiastérion” y la paulina “trápeza Kyriou” (mesa del Señor). Juan Crisóstomo (+407) escribe que el altar es “é trápeza”, es decir, “la mesa por excelencia”. Cuando Minucio Félix se defiende de la acusación de que los cristianos no tienen altar usa el término “ara”, traducción latina del griego “bomós”.
Epifanio aglutinará en Cristo la trilogía “sacerdote, víctima y altar”. Hesiquio dirá que Cristo es incluso “el cuchillo del sacrificio”, y Cirilo incluirá también el incienso: “Cristo mismo es el altar y el incienso”.
Las Escrituras de los cristianos: el Canon
Los primeros cristianos provenían del ambiente judío, y, por
supuesto, su Biblia era el Antiguo Testamento en la versión Septuaginta
(LXX). Estos primeros discípulos leían el Antiguo Testamento en todo lo
que tenía que ver con el Mesías y veían en Jesús el cumplimiento de
todas sus profecías.
Para mediados del segundo siglo la situación había cambiado. Ahora la
mayoría de los cristianos provenía del paganismo, y si bien los más
educados leían el Antiguo Testamento en griego, comenzaron a leer otros
libros. Las cartas de Pablo releían en las comunidades caseras o
domésticas (1 Ts 5,27), y se pasaban de una congregación a otra (Col
4,16), hasta que llegaron a ser considerados como “Escritura” (2 Pe 3,16). Los evangelios, también llamados “Memorias de los apóstoles”, eran leídos como “Escritura” junto con los “Profetas”.
También se leían otros escritos, como las cartas de Clemente de Roma a
los Corintios, la Epístola de Bernabé, las Epístolas de Ignacio, el
Pastor de Hermas, la Epístola de Policarpo a los Filipenses la Didaché o
Doctrina de los Doce Apóstoles, entre otros.
Todos estos escritos fueron producidos por los Padres Apostólicos, es
decir, personas que se suponían tuvieron un contacto más o menos
directo con los apóstoles. En su gran mayoría, estos escritos reflejan
un cristianismo puro. En el período posterior a los apóstoles las
comunidades cristianas tuvieron que decidir cuáles de todos esos
escritos iban a ser “normativos” (es decir, canónicos). La tarea no fue
fácil.
Ya hemos visto que, a mediados del siglo II, surgió la herejía de
Marción, un rico comerciante, dueño de una flota de barcos en el mar
Negro, hijo de un obispo que llegó a excomulgarlo por inmoral. Marción
viajó a Esmirna, donde conoció al obispo Policarpo. Alrededor del 140
llegó a Roma, donde se ganó las simpatías de la comunidad gracias a sus
ricos donativos. Estando en Roma se encontró brevemente con el venerable
obispo Policarpo, cuya conversación narra el historiador Eusebio, que
lo descalificó totalmente como hereje.
¿Qué hizo Marción para que un respetable obispo como Policarpo lo
repudiara como hereje? Marción era un gran admirador de Pablo, quien,
según él, había sido el único que había entendido la enseñanza de Jesús.
Tenía dificultades para aceptar el Antiguo Testamento, ya que pensaba
contradecía las Escrituras cristianas, especialmente las cartas
paulinas. La esencia de su enseñanza era un sentido agudo de la novedad
del Evangelio y su contraste con el judaísmo. Por eso, Marción rechazaba
el Antiguo Testamento y al Dios que allí se presenta, al que
consideraba como totalmente diferente del Dios anunciado por Jesús.
Por predicar estas enseñanzas, el obispo de Roma excomulgó a Marción y
las congregaciones que habían recibido generosas donaciones tuvieron
que devolverlas. Marción reunió a sus seguidores y se estableció en
Roma, desde donde extendió su doctrina a Galia, África y Mesopotamia. Su
grupo estaba bien organizado con un clero reconocido y con altas y
severas normas morales. En algunos lugares los marcionitas fueron
perseguidos e incluso hubo quienes fueron martirizados. Las comunidades
marcionitas persistieron por unos 150 años más, y en la Edad Media, sus
ideas fueron retomadas y seguidas por los paulicianos.
Habiendo “liberado” a sus seguidores de las Escrituras judías,
Marción compuso su propia Biblia, que incluía: 10 cartas paulinas
(excluía 1 y 2 Timoteo y Tito), y un solo evangelio (el de Lucas),
aunque corregido a su gusto. Tertuliano dice de él: “Marción enseña la Biblia no con su pluma, sino con su cortaplumas, cortando todo lo que no concuerda con sus propias ideas”.
Ireneo de Lión dice de él que blasfemó contra Dios porque puso de lado
mucho de la enseñanza de Cristo y se colocó por encima de los apóstoles.
Frente al desafío de Marción, las iglesias tuvieron que decidir
cuáles libros debían ser incluidos entre sus Escrituras. La condición
establecida para incluir un libro fue que su autor debía ser un apóstol,
ya sea de forma directa o indirecta (como Marcos que dependió de Pedro o
Lucas de Pablo). Así, poco a poco, se incluyeron los 27 libros del
Nuevo Testamento que hoy tenemos.
La organización de la Iglesia
No cabe duda de que a fines del siglo II existía en la Iglesia una
jerarquía con tres niveles: obispos, presbíteros y diáconos. Algunos
historiadores han pretendido que esta jerarquía tripartita se remonta a
los orígenes mismos de la Iglesia. Pero lo cierto es que los documentos
no permiten hacer tal afirmación, sino todo lo contrario. Aunque en el
Nuevo Testamento se habla de obispos, presbíteros y diáconos, estos tres
títulos no aparecen juntos, como si cada comunidad cristiana tuviera
que tener estos tres ministerios. Al contrario, el cuadro que presenta
el Nuevo Testamento da a entender que la organización de la Iglesia
primitiva variaba de un lugar a otro en sus comienzos. Además, hay
fuertes indicios de que, por lo menos durante la mayor parte del siglo
I, los títulos de obispo y presbítero eran intercambiables.
En Jerusalén había “apóstoles y presbíteros” (Hch 15,2.4.6.22),
si bien parece que Pedro todavía gozaba de cierto prestigio allí (Hch
15,7). Pero es evidente que el líder de la Iglesia judía de Jerusalén
era Santiago, el pariente de Jesús (Hch 15,13.19), y quien según las
normas reales de sucesión davídicas era quien debía suceder al rey
ausente.
En Antioquía había “profetas (predicadores) y maestros” (Hch 13,1),
que probablemente ministraban de manera carismática como parte de un
equipo. Bernabé y Pablo, que eran parte de este equipo, fueron enviados
como misioneros a los paganos, y siguieron con la misma práctica de
constituir presbíteros en cada iglesia (Hch 14,23) En general, parece
que en Antioquía y las demás congregaciones que nacieron de su mismo
proyecto misionero se siguió el modelo de la sinagoga: una junta de
ancianos (presbíteros) presidida por un presidente. Pero ese presidente u
obispo formaba parte del presbiterio, pues en Éfeso se habla
indistintamente de “ancianos/presbíteros” y “obispos/supervisores” (Hch 20,17.28). Jerónimo comentó al respecto: “El apóstol (Pablo) enseña claramente que presbítero era lo mismo que obispo”.
“Presbítero” significaba veterano, e indicaba experiencia y madurez; mientras que “obispo” señala la tarea de cuidar y supervisar el rebaño. Por eso se dice que en la ciudad de Filipos había “obispos y diáconos” (Flp 1,1; Tit 1,5).
Los diáconos ayudaban a los obispos en el desarrollo de sus tareas
pastorales, de ahí que los requisitos personales para este ministerio
sean los mismos que para los obispos (1 Ti 3,8-13; Hch 6,1-6).
En Roma, hacia el año 95, había “obispos y diáconos”. Para
este tiempo la estructura era similar a la de Filipos, pero ya es
explicada de forma jerárquica y con el acento en la continuidad
apostólica. La autoridad del ministerio descansaba en el hecho de que
fue instituido por los apóstoles debía continuar en forma apostólica.
Nótese que la idea de sucesión apostólica y de apostolicidad del
ministerio ya se estaba desarrollando.
Al respecto escribió Clemente de Roma a sus hermanos de Corinto: “Los
apóstoles nos han predicado el Evangelio de parte del Señor Jesucristo;
y Jesucristo lo hizo de parte de Dios. Cristo, por lo tanto, fue
enviado por Dios, y los apóstoles por Cristo. Ambos nombramientos,
entonces, fueron hechos de una manera ordenada, conforme al designio de
Dios. Por eso, habiendo recibido sus órdenes, y estando plenamente
afirmados por la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, y
establecidos en la palabra de Dios, con plena seguridad del Espíritu
Santo, ellos salieron proclamando que el reinado de Dios estaba cerca. Y
así predicaron por países y ciudades, y ordenaron a los primeros frutos
(de sus labores), habiéndolos probado primero por el Espíritu, para que
fuesen obispos y diáconos de aquellos que creerían más tarde… Los
apóstoles sabían, a través del Señor Jesús, que habría contiendas en
razón del oficio episcopal. Por esta razón, ya que ellos tenían este
preconocimiento, nombraron a aquellos (ministros) ya mencionados, y
después dieron instrucciones, que cuando éstos murieran, otros hombres
aprobados debían sucederlos en el ministerio. Así pues, somos de la
opinión que los así ordenados y fieles… no pueden ser sacados del
ministerio con justicia” (1 Corintios 42,44).
Por otra parte, sabemos que en Asia Menor (hacia el año 115) también había “obispos, presbíteros y diáconos”.
En buena medida debido al crecimiento de la Iglesia en las ciudades,
uno de los presbíteros al frente de una congregación local pasaba a
supervisar a todas las congregaciones de la ciudad. Este pastor
destacado era nombrado obispo y se colocaba en el vértice de la
jerarquía. El oficio de obispo con este significado surgió de la
costumbre de tener una junta de presbíteros y obispos con un presidente.
Eate cargo, bajo circunstancias especiales como fueron las épocas de
persecución o la amenaza de las herejías, llegó a tener una autoridad
especial sobre los demás presbíteros en un área determinada. Así se
llegó al triple ministerio, con un obispo en la ciudad, que supervisaba a
un número de presbíteros y diáconos. Ignacio de Antioquía, en su Carta a
los Efesios, llamó la atención sobre la necesidad de que los líderes de
la Iglesia estén sujetos a ese obispo, a fin de preservar la unidad
eclesial.
Como hemos dicho anteriormente, la aparición del episcopado
monárquico, el énfasis en la autoridad de los obispos y en la sucesión
apostólica surgió en el siglo II, como respuesta a las herejías.
Mientras la mayor parte de los cristianos venía de un trasfondo judío,
el peligro de herejía fue menor. Pero según aumentó el número de paganos
entre los cristianos, fue aumentando también la mutiplicidad de
doctrinas, y se fue haciendo necesaria la centralización de la
autoridad.
También en el siglo II, Ireneo de Lión y Tertuliano de Cartago dieron
testimonio del triple ministerio sobre una región geográfica que más o
menos se correspondía con las diócesis administrativas del imperio.
Estos obispos eran sobreveedores sobre un grupo de congregaciones
locales en un área geográfica determinada. A su vez, se los consideraba
como los legítimos sucesores de los apóstoles, con todo lo que ello
implicaba en términos de autoridad espiritual. Pero nadie como Cipriano
de Cartago y su idea de Iglesias federadas episcopales ayudó más a
fortalecer estos conceptos con sus enseñanzas. De ahí a los futuros
arzobispos metropolitas del siglo IV no había casi nada.
La situación de la mujer en la primitiva Iglesia
El lugar de las mujeres en la jerarquía eclesiástica ha sido muy mal
interpretado. Puesto que en el siglo II casi todos los ministros de esa
jerarquía eran varones, se ha pensado que lo mismo fue cierto en la
Iglesia primitiva. Pero el Nuevo Testamento nos da a entender otra cosa.
Felipe tenía cuatro hijas que profetizaban (predicaban inspiradas).
Febe era diaconisa en la congregación de Cencreas. Y Junia estaba en el
número de los misioneros. Es impresionante la frase de Pablo a los
gálatas: “Porque todos, al bautizaros vinculándoos a Cristo, os
revestisteis de Cristo: ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre,
varón y hembra, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. No hay duda, Pablo trata en sus cartas a las mujeres, de forma expresa, como sus “synergoi”, lo que literalmente significa “colaboradoras”; en cuanto al sentido de “colegas”.
Basta con leer los saludos al final de la Carta a los Romanos para
ver cuántas mujeres participaban de forma activa en la proclamación del
Evangelio: 10 de las 29 personalidades aludidas eran del sexo femenino.
Entre ellas estaba Febe, que, como hemos visto, era diaconisa de la
comunidad cristiana de Cencreas y también Junia, insigne misionera. De
muchas de ellas, dice Pablo que “trabajan duro” por el
Evangelio, una expresión que alude a la dedicación misionera y
evangelística. Según la Carta a los Filipenses, mujeres como Evodia y
Síntique –citadas en plano de igualdad con los restantes colaboradores
de Pablo- “lucharon por el Evangelio”. De posición especial fue
también una mujer como Prisca, a la que junto con su marido Aquila, se
menciona varias veces en la correspondencia paulina y en su casa se
reunía una comunidad doméstica.
Lo que ha sucedido es que durante el siglo II, en sus esfuerzos por
evitar toda doctrina falsa, la Iglesia centralizó su autoridad, y las
mujeres quedaron excluidas de la tarea de la predicación. Pero todavía a
principios del siglo II Plinio le dice a Trajano que ha hecho torturar a
dos “ministras” (diaconisas) de la Iglesia Cristiana.
Lo que sucedió fue que muchos grupos gnósticos estuvieron liderados
por mujeres, y esas “profetisas” influyeron en que el mensaje femenino y
también carismático desapareciera de la Gran Iglesia. Un claro ejemplo
fue el montanismo, al frente de cuya nueva profecía no estaba solo
Montano, sino también Prisca y Maximila. Sorprende de forma especial que
la actividad de las mujeres como tal se convierte en objeto de crítica
sólo en la polémica posterior. Se puede redescubrir y honrar entonces a
Filomena, una teóloga olvidada del siglo II y que en Roma lideró una
escuela que hizo la competencia nada menos que a Marción. Es curioso que
sepamos más de su discípulo Apeles, que consignó por escrito sus
planteamientos y difundió su doctrina.
Pero, por sobre todas las mujeres destacó María Magdalena, figura
principal entre las mujeres procedentes de Galilea, testigo al pie de la
cruz hasta el final de la agonía de Jesús, y, ¡sobre todo! la primera
persona que ve al resucitado, y, por eso, honrada con el título de “apóstol de los apóstoles”.
Con el paso del tiempo decrecería la voluntad de sacar consecuencias a
favor de que las mujeres tienen tanto derecho como los hombres a
predicar. Está claro que la cuestión de la posición de la mujer
evidencia una creciente represión de las al principio “democráticas” y “carismáticas”
estructuras cristianas y pone de manifiesto un proceso de
institucionalización que discurriría cada vez más de forma favorable a
los varones.
Al estudiar el lugar de las mujeres en la Iglesia antigua, no debemos
dejar de mencionar el importante papel de las vírgenes y las viudas.
Pronto se les dieron a estas mujeres responsabilidades dentro de la
comunidad cristiana, y muchas se dedicaron a la instrucción de los
catecúmenos y a bautizar a las mujeres. Como resultado de todo esto, el
título de “viuda” llegó a referirse, no tanto al estado civil de esa
persona, como a su función dentro de la comunidad cristiana. Antes de
terminar el siglo I, ya había mujeres solteras que decidían dedicarse
por entero a estas funciones. A la larga esta situación daría origen al
monaquismo femenino, que fue anterior al masculino.
El final de las persecuciones
El judaísmo, el helenismo y el Estado romano no sólo fueron la cuna
de la Iglesia, sino también las potencias que la intentaron sofocar. El
enemigo más cruel y persistente fue el judaísmo, su deudo más cercano.
La destrucción de Jerusalén en el año 70 d. C., al partir los cristianos
de la sentenciada ciudad y retirarse a Pella, puso el sello final a la
separación entre las dos comunidades. Para los judíos, los cristianos
habían aceptado a un impostor como al verdadero Mesías, que, siendo un
hombre, afirmaba estar en unión con el Padre Celestial, y que, como
prueba de su única posición, perdonaba los pecados y liberaba a sus
seguidores de la opresión de la Ley. En las sinagogas se proclamó que
Jesús era un destructor del pacto entre Dios e Israel.
Si los dirigentes judíos hubiesen tenido el poder político para con
los cristianos, habrían tratado de aniquilarlos totalmente. Pero la
caída de Jerusalén y la rápida difusión de la Iglesia fuera de Palestina
situaron a los cristianos más allá de su alcance.
La oposición por parte de la sociedad helenista fue también grande,
pero difería del odio de los judíos. Los paganos atacaban a los
cristianos en dos diferentes niveles. Las clases inferiores los temían y
odiaban como a una irritante e incomprensible minoría; las clases
superiores los despreciaban por mojigatos y fanáticos. La población
urbana cosmopolita de las provincias orientales del imperio estaba
acostumbrada a una multiplicidad de cultos y religiones mistéricas.
Algunas de estas tenían sus propios lugares de veneración, a los que no
eran admitidos los extraños, pero aun aquellos que consideraban a Mitra o
a la Gran Madre de Frigia como a sus protectores particulares
frecuentaban también otros templos, participaban en los festivales
populares y no diferían de los otros en su conducta. Los cristianos eran
totalmente distintos a otros devotos: no constituían una raza aparte
como los judíos, sino que procedían de todas las clases y naciones; sin
embargo, se portaban en sorprendente contraste con sus propios parientes
y antiguos amigos.
De hecho, se negaban a participar en la vida social del imperio, a
ofrecer sacrificios a los dioses y se abstenían también de los juegos de
gladiadores y otros entretenimientos populares, donde la crueldad y la
impiedad eran moneda corriente de diversión en el populacho de la época.
Todas estas extrañas facetas o particularidades, a los cristianos los
hacían altamente sospechosos a los ojos de la gente común. Los
cristianos eran acusados de ser ateos, de ejercer una magia peligrosa, y
su presencia era considerada como una ofensa a las deidades
reconocidas.
Siempre que ocurría cualquier calamidad, un terremoto, un incendio o
una epidemia, estos desastres eran explicados como venganza de los
dioses por la impiedad de los cristianos hacia los dioses patrios. El
populacho estaba sí dispuesto a asaltarlos, a arrastrarlos ante los
tribunales y a pedir a gritos su destrucción. La hostilidad de los
plebeyos corría pareja con la indiferencia de los que eran cultos y
mundanos. Impregnados de literatura clásica, fascinados por la poesía y
la retórica, iluminados por los escritos de los grandes filósofos, los
romanos educados despreciaban a los cristianos como parias incultos e
ignorantes, hundidos en la superstición y entregados a la veneración de
un oscuro galileo que fue crucificado por orden del gobierno imperial.
Las clases superiores no temían a los cristianos y pensaban que merecían
un castigo, no porque fuesen ateos, sino porque desafiaban a la suprema
autoridad del Estado y difundían ideas que probablemente debilitarían
el orden político y social.
La sociedad helenista –bastante tolerante- era mucho menos resuelta
en su política de agresión hacia los judíos. El populacho era peligroso
cuando se excitaba, pero su celo por la persecución se calmaba a menudo
con la misma rapidez con que surgía. Las clases superiores –bastante
cultas-, en la mayoría de los casos, eran demasiado escépticas para
tomar en serio lo que ellos consideraban la superstición cristiana, y se
mostraban más despectivas que antagónicas.
El tercer enemigo de la Iglesia era el propio imperio, y éste tenía
en sí mismo los medios políticos, legales y coercitivos necesarios para
destruir a la nueva religión. El imperio romano toleraba, en principio,
las creencias de sus súbditos pero en tanto y en cuanto no le
desestabilizara la estructura religiosa, jurídica y de poder que había
instaurado. Muchos cultos diversos se practicaban en la capital y en las
provincias; templos dedicados a dioses extranjeros se alzaban al lado
de los que honraban a las ciudades tradicionales. Incluso los judíos
obtenían concesiones y podían seguir sus costumbres, eximiéndoles de
observancia que chocaban con sus convencimientos. Sin embargo, el
cristianismo no se hallaba incluido entre las religiones toleradas, ya
que era considerada una secta peligrosa que hacía peligrar el establishement político
generando influencias en la conducta de los ciudadanos que hacían
peligrar la fidelidad y la obediencia a la autoridad que era ejercida
por el emperador. En varias ocasiones los emperadores hicieron
determinados intentos de extirparlo. Al principio, estas persecuciones
eran casuales y carecían de consistencia; gradualmente, sin embargo, se
planificaron mejor y se hicieron de mayor alcance. El más elevado número
de víctimas se atribuye a la última y más feroz de todas las
persecuciones, la de Diocleciano (+305), en el siglo IV.
Diocleciano, aunque simple soldado, era estadista de nacimiento.
Consiguió restaurar el orden en el decadente imperio, aunque al precio
de convertirlo en un Estado totalitario. La autonomía local se redujo a
una comunidad que centraba sus esfuerzos estratégicos para hacer frente a
los crecientes peligros del desasosiego interno y las invasiones
extranjeras. Se reformaron las provincias, se reorganizaron las finanzas
y se reguló toda la economía. Diocleciano creó una poderosa burocracia y
se rodeó de un elaborado ritual y un complicado protocolo. Por primera
vez aparecieron las joyas en los vestidos y en los zapatos de un
emperador, y exigió veneración a su sagrada persona como un monarca
oriental. Creyendo seriamente en sus atributos divinos, entraría
naturalmente en conflicto con la Iglesia.
Una de las medidas principales que tomó Diocleciano fue reorganizar
la economía romana, concentrando sus esfuerzos en la mitad oriental del
imperio, la más rica y urbanizada, dejando la mitad occidental en manos
de un asociado. A Diocleciano no le gustaba la ciudad de Roma, y
prefirió vivir en el Oriente, de donde él mismo procedía. Por eso
reconstruyó las murallas de la ciudad estratégica de Bizancio, deseando
obtener una fortaleza sólida contra los invasores godos. Con Diocleciano
el centro del imperio se desplazó hacia el Este, ya que estableció su
capital y su corte en Asia Menor, en Nicomedia, muy cerca de Bizancio.
Tras largos preparativos, Diocleciano elaboró lo que pensaba sería la
ofensiva decisiva y final contra los cristianos. Consultó el oráculo de
Apolo en Didima y, habiendo hallado una fecha propicia, publicó un
decreto en marzo del año 303 ordenando la destrucción sistemática de
todo edificio cristiano. Desde su palacio en Nicomedia, vio la quema de
la principal iglesia de esa ciudad. Una serie de edictos imperiales
siguieron a este primer mandato. Los cristianos fueron expulsados de
todos los empleos gubernamentales, se les privó de su rango o estatus
social, se les dejó sin protección estatal y sin derecho de apelación
contra ningún ofensor, sino sujetos a ser torturados y ejecutados sin
consideración a su previa posición. Envejeciendo ya el emperador, que
había comenzado su campaña contra la Iglesia en asociación con su yerno y
compañero de gobierno, Galerio (+311), en el año decimonono de su
reinado, quiso, sin embargo, evitar una matanza general de cristianos.
Su principal intención era privar a los miembros de la Iglesia de sus
edificios y escrituras sagradas, destruir su organización y someterlos
por el miedo. Únicamente se esperaba una seria resistencia por parte de
los líderes de la comunidad; pero, una vez iniciada la persecución, las
intenciones originales se olvidaron pronto y por todo el imperio se
torturó y dio muerte a innumerables víctimas. Las únicas excepciones
fueron las prefecturas de la Galia y Bretaña, regidas por Constancio
Cloro (+306), uno de los subordinados de Diocleciano con el título de
cesar.
Sigue siendo un enigma la razón por la que Diocleciano aplazó su
persecución hacia el final de su mandato y abdicó el 1 de mayo del año
305, en la cúspide de su campaña anticristiana. Galerio y Constancio
fueron proclamados sus sucesores. Este cambio puso fin a la persecución
en la mitad occidental del imperio encomendado a Constancio, pero
Galerio persistió en sus intentos de acabar con la Iglesia en su dominio
oriental. Murió en el año 311 de una desfiguradora enfermedad no
identificada. En su lecho de muerte recordó el edicto contra los
cristianos y la agonía que sufrió fue interpretada por sus
contemporáneos como señal de la derrota de este cruel y acérrimo enemigo
de la Iglesia. El número de víctimas que cayó durante esta última
persecución batió todas las marcas anteriores. Igualmente abrumadora fue
la destrucción de edificios, bibliotecas y documentos eclesiásticos. La
Iglesia sufrió severamente; mientras que muchos cristianos demostraron
firmeza en sus convicciones y fueron martirizados, otros muchos cedieron
y se entregaron a sus perseguidores. Pese a todo, no sería aniquilada
la Iglesia y nada ganaría el imperio; antes bien, dejaría comprometida
la autoridad de sus gobernantes.
Recordemos el testimonio anterior de Cipriano acerca de lo que
ocurrió en Cartago durante la epidemia que se produjo en la persecución
de Decio (251). Todos los que pudieron huyeron de la ciudad, dejando
atrás enfermos y moribundos. Se olvidaron todas las reglas de decencia y
de comportamiento social solidario. Cada cual trataba meramente de
salvar su propia vida. El sálvese quién pueda era la moneda
corriente en la mayoría. Sólo los cristianos eran valientes; sólo ellos
conservaban su paz interior y el necesario autodominio, y cuidaban de
los enfermos y muertos. La faceta más sorprendente de su conducta era
que incluso actuaban como enfermeros de los enemigos que los habían
perseguido. Había algo revolucionario en su mentalidad, algo que
estremecía al mundo pagano por su contraste con las normas aceptadas.
Es imposible explicar la victoria de la Iglesia sin reconocer que una
fuerza previamente desconocida se había introducido en la historia.
Manuel Lasanta
Con la “conversión” de Constantino, muchos paganos se
bautizaron sin ser verdaderamente cristianos, y con ellos penetró en la
Iglesia la idea pagana de Dios, que llevó a la primera herejía seria: el
arrianismo. Al entrar las masas paganas en la Iglesia sin apenas
catequesis, poco a poco se fue considerando a Dios de una forma
platónica, es decir, como causado en sí mismo, tan inefablemente
exaltado que fue puesto a una distancia infinita de su creación. Por eso
era necesario interponer algún ser intermedio para efectuar la
comunicación con su mundo. Ese ser era el Hijo o Logos, que fue creado
como un Dios de segundo rango para este propósito. Pero como el Hijo es
él mismo una criatura, queda claro que existe la misma dificultad con
respecto a él mismo. La diferencia entre Dios y la criatura ha de ser
siempre infinita. Si pues, Dios es demasiado exaltado para crear al
Hijo, se necesita un nuevo ser para llenar el abismo entre Padre e Hijo;
otro para llenar el abismo entre Dios y el nuevo ser, y así ad infinitum.
Las tendencias subordinacionistas ya estaban presentes en la Iglesia a
través de muchos pensadores anteriores, pero fue Arrio quien les dio
expresión explícita, sacando sus consecuencias lógicas. Por ejemplo,
Orígenes había hablado del Hijo en el sentido de que ocupaba una
relación secundaria con el Padre, en tanto que al mismo tiempo defendía
su generación eterna y su identidad de esencia con Dios. Así pues, era
inevitable que estas dos tendencias acabaran entrando en conflicto. Si
la identidad de la naturaleza con el Padre se mantenía, había que
conceder divinidad plena y verdadera al Hijo, y los elementos
subordinantes, en lo que afectaban al conflicto con esta concepción,
tenían que ser eliminados. Si, por el contrario, se seguía absolutamente
la postura subordinacionista, el resultado lógico era la doctrina de
Arrio.
Arrio (+336) era un destacado presbítero de Alejandría, que tuvo una
discusión con su obispo Alejandro (+328) en el año 318, por causa de un
sermón que éste último predicó sobre la divinidad de Cristo, y que Arrio
negaba.
La cuestión fundamental que abordó el obispo Alejandro era cómo
podemos creer en un solo Dios y aceptar al mismo tiempo la divinidad de
Cristo. Arrio, que por entonces tenía sesenta y tres años de edad,
replicó diciendo que sólo el Padre es eterno y verdadero Dios. Padre e
Hijo no pueden ser iguales, porque el término “Hijo” significa que tuvo
un comienzo, es decir, hubo un momento cuando el Verbo o Cristo no
existió. Arrio pensaba que así facilitaría la comprensión de la fe
cristiana a los paganos, acostumbrados a creer en semidioses.
La disputa que empezó en el año 318 entre Alejandro y Arrio fue local
al principio, afectando únicamente a la Iglesia local de Alejandría,
pero se extendió con rapidez por todo el Oriente y se convirtió en uno
de los mayores conflictos del siglo IV.
Arrio, con su pálida faz y su larga cabellera de asceta, con su
poética imaginación y su voz y estatura autoritarias, era una
personalidad impresionante. Era un hombre alto, enjuto, ascético en
hábito y vestido y una curiosa práctica de contorcerse mezcla de astucia
y vanidad. No obstante su aparente suavidad, era un hombre de pasiones
fuertes y vehementes. Tenía numerosos seguidores y poseía muchos
admiradores, de manera especial entre las influyentes vírgenes
consagradas. Era hombre devoto y erudito, discípulo de un mártir muy
reverenciado, Lucio (muerto en el año 312), obispo de Antioquía. Arrio
quiso explicar el misterio de la encarnación en términos de la filosofía
helenística contemporánea y, al hacerlo, desfiguró la tradición
apostólica. Enseñaba que si el Padre engendró al Hijo, entonces era
preciso imaginar una época en que el Hijo no existía, y así colocó a
Cristo en una posición intermedia entre el Creador y la creación. Arrio
creía devotamente en Jesús como el Salvador y Mesías de la humanidad,
pero teológicamente subordinaba completamente el Hijo al Padre. Citaba
varios textos de los evangelios en apoyo de su argumento acerca del
Logos encarnado, en cuanto a que no era igual a Dios, a quien Jesús
denominaba su Padre. En resumen, Cristo era una criatura, la mejor de
todas, pero criatura.
El arrianismo se hallaba en abierta contradicción con la afirmación
fundamental de la fe acerca de que la reconciliación entre Dios y la
humanidad y la redención del mundo no se realizaron ni por medio de un
mensajero enviado de los cielos, ni por un hombre santo o profeta
elevado a una esfera superior después de realizar su tarea, sino por el
propio autor todopoderoso del universo, que era la única fuente indivisa
de todos los seres.
Desde los tiempos apostólicos la Iglesia se oponía resueltamente a
cualquier idea de creadores o divinidades subordinadas al supremo Dios,
doctrina común de las escuelas gnósticas. La enseñanza evangélica de que
Dios es amor se basa en la creencia de que en la persona de Jesús, que
nació, fue crucificado y ha resucitado, el propio Dios ha compartido la
misma naturaleza humana para reconciliarse el mundo y dar su compañía a
su creación. Arrio, dando la enseñanza de un Cristo inferior, envolvía
al Creador del universo en impenetrable misterio, y privaba a los
miembros de la Iglesia de esa seguridad de que Dios amaba a los seres
humanos y se cuidaba de ellos verdaderamente, que era esencial para la
doctrina ortodoxa.
El obispo Alejandro llamó a Arrio a su presencia y lo invitó a
retractarse de sus tesis, a lo que Arrio se negó. Por el contrario,
contraviniendo los usos disciplinares, Arrio desafió a Alejandro y buscó
el apoyo de Eusebio de Cesarea y Eusebio de Beirut, que para entonces
ya estaba al frente de la poderosa sede de Nicomedia. Alejandro
respondió con la convocatoria de un sínodo en Alejandría de cien obispos
egipcios y libios en el año 320, que exigieron a Arrio la conformidad
con una confesión de fe. Ante su negativa, la asamblea excomulgó a Arrio
y sus seguidores, entre ellos los obispos Teonas de Marmática y Segundo
de Ptolemais. Esta condena sólo aventó la controversia. Los
sentimientos se hicieron muy vivos en ambos lados, y cada bando
procuraba fortalecerse pidiendo el apoyo de otros obispos. En resumen:
la Iglesia pronto estuvo trastornada. Arrio orientó la disputa a una
rivalidad personal con Alejandro, y esto le animó a mantener una
extremada posición, engendrando animosidad.
Cuando Arrio comenzó a componer canciones populares incorporando sus
ideas, Alejandro le expulsó del clero y le obligó a salir de Alejandría.
Arrio emigró entonces a Palestina y más tarde a Nicomedia, donde halló
muchos simpatizantes, no necesariamente como propagador de principios
heréticos, sino como víctima de un tratamiento autocrático.
En el año 324 Constantino se había convertido en el único gobernante
del imperio. Durante el período de guerras civiles y rivalidades
políticas esperaba disfrutar de imperturbable tranquilidad y, por lo
tanto, era particularmente sensible a cualquier disturbio, especialmente
entre los cristianos, a quienes inquietaban dos desavenencias por
aquella época. La primera estaba relacionada con la fecha en que se
debía celebrar la Pascua; la segunda, era la disputa entre Alejandro,
obispo de Alejandría, y su erudito y elocuente presbítero, Arrio.
Constantino, que temía ver quebrantada la unidad del cristianismo (el
cemento sobre el cual pretendía construir su nuevo imperio) estaba
profundamente preocupado por este inesperado acontecimiento, ya que él
consideraba que sus causas eran cosa de poca monta, y escribió con
urgencia tanto al obispo Alejandro como a su presbítero Arrio,
rogándoles que se comportaran mutuamente con tolerancia y comprensión.
Cuando esto falló envió a Osio, obispo de Córdoba, para arreglar la
disputa, pero éste también fracasó.
Para poner rápidamente fin a estos dos conflictos y mostrar su
benevolencia a la Iglesia, Constantino convocó un Concilio de obispos de
todas las partes de su dominio, e incluso de fuera de sus fronteras. La
idea del Concilio le fue probablemente sugerida por Osio (+358), que
actuó como consejero suyo en materias eclesiásticas y desempeñó una
importante función en los preparativos del Concilio. Constantino delegó
en Osio para que hiciera investigaciones preliminares sobre la disputa
alejandrina, y su firme posición contra Arrio influyó sobre la primera
política de Constantino en esta controversia teológica.
La costumbre de decidir los asuntos en asambleas de los jerarcas de
la Iglesia procedía de los tiempos apostólicos. Bajo la persecución, los
cristianos habían seguido celebrando similares consultas siempre que
les era posible y sus decisiones obligaban moralmente a todas las
Iglesias representadas. África del Norte y Roma habían celebrado tales
sínodos a intervalos regulares; aunque éstos fueron menos frecuentes en
el Oriente. Sin embargo, el Concilio universal convenido por el
emperador era distinto de los precedentes porque tenía facultades de
legislar tanto para la Iglesia como para el imperio, ya que sus decretos
eran reconocidos como leyes y normas obligatorias que debían ser
cumplidas so pena de ser castigados aquellos que no lo hicieran.
Al tiempo de la apertura del Concilio se habían formado tres bandos.
1) Primero estaba el bando de Atanasio, el único partido sin ambigüedad.
El Hijo, a su modo de ver, era de la misma esencia que el Padre (Dios
verdadero). Atanasio enfatizaba que ninguna criatura, sino sólo Dios,
podía unirnos con Dios, por lo tanto era necesaria una verdadera
encarnación para conseguir la redención. Además, al enseñar la divinidad
de Cristo decía apelar al testimonio colectivo de la Iglesia, la fe
universal (católica). 2) En el polo opuesto estaba el partido arriano,
donde la distinción entre Padre e Hijo era llevada al extremo. Su punto
de partida era el término “Hijo”, que implicaba la prioridad del Padre.
El Hijo, por tanto, era un ser creado: la primera y más grande de las
criaturas, y fue traído a la existencia para que por su medio el mundo
fuera hecho. No era eterno; no era de sustancia divina, era mudable,
esto es, podía pecar, etc. 3) Intermedio entre estos dos bandos estaba
el partido semiarriano o subordinacionista, que se distinguía de
Atanasio por su rechazo del término “de la misma sustancia”. Había entre
ellos una sección imbuida de doblez, los eusebianos (porque su líder
era Eusebio de Nicomedia), cuyas ideas eran arrianas, pero hacían uso de
toda clase de subterfugios para disimular su opinión y empleaban
métodos mezquinos e intrigantes contra sus oponentes. Decían ser
bíblicos, y pedían que sólo se usaran términos bíblicos.
Pero también había otro sector, más numeroso, subordinacionistas en
tendencia, cuya objeción principal era que la expresión “de la misma
sustancia (naturaleza)” tenía raíces valentinianas y sabelianas
indeseables. En los últimos estadios de la controversia, este partido,
repelido por el arrianismo evidente de algunos de sus aliados, se acercó
a los ortodoxos y finalmente aceptó su fórmula, aunque todavía sin una
unidad de miras total.
El Primer Concilio Ecuménico es uno de los grandes jalones en la
historia de la Iglesia. A las órdenes del emperador y a expensas del
Estado se reunieron –presididos por Osio- en mayo o junio del año 325
varios centenares de obispos en Nicea, pequeña ciudad cercana a
Nicomedia, que era entonces la capital. La mayoría de los obispos vino
de Asia Menor, Palestina, Siria y Egipto. Además de los obispos –unos
300- había una multitud de presbíteros y diáconos, que engrosaron la
asistencia hasta los dos mil participantes. Dos presbíteros
representaban a Silvestre (+335), el anciano obispo de Roma; África del
Norte también envió a Ceciliano de Cartago, y cuatro o cinco obispos
vinieron de fuera del imperio. Fue una asamblea impresionante: algunos
de sus participantes eran famosos por su erudición; otros, por su
santidad; otros llevaban las señales de la tortura que sufrieron durante
la reciente persecución. Constantino dispensaba a éstos últimos
muestras de especial respeto.
El líder del bando ortodoxo fue el diácono Atanasio de Alejandría,
que era el asesor de su obispo Alejandro. El predominio geográfico
impuso el griego como lengua de los debates. Los arrianos decididos eran
pocos. Incluso los eusebianos eran apenas una veintena. Para comprender
la importancia de lo que estaba sucediendo, recordemos que varios de
los presentes habían sufrido cárcel, tortura o exilio poco antes, y que
algunos llevaban en sus cuerpos las marcas de su confesión. Muchos se
conocían sólo de oídas o por correspondencia, pero ahora, por primera
vez, podían tener una visión física de la universalidad de su fe. Y
Constantino era el autor del milagro, el Moisés que los introducía a la
nueva y exuberante situación.
La personalidad del emperador dominó todo el Concilio. Constantino
tenía cincuenta y un años de edad, y se hallaba en la cumbre de su
gloria y poderío. Su solemne entrada impresionó tanto a los obispos, que
Eusebio le comparó a un ángel de Dios. Vestido de púrpura, adornado de
oro y piedras preciosas, caminando majestuoso entre los padres
conciliares puestos en pie, tomó asiento en un trono de oro macizo no
sin antes indicar a los obispos que también se sentaran. Eusebio de
Cesarea, que describe la escena con minuciosidad, reproduce el discurso
que Constantino pronunció (en latín y en griego) en el que conminaba a
los presentes a no poner en peligro la paz y los bienes de los que ahora
disfrutaban: “Durante algún tiempo mi principal deseo fue disfrutar
del espectáculo de vuestra presencia unida, y ahora que se ha cumplido
este deseo me siento obligado a dar gracias a Dios, el Rey universal… No
os demoréis, queridos amigos, no os demoréis, ministros de Dios y
fieles siervos del que es nuestro Señor y Salvador común: empezad a
eliminar las causas de esa desunión que existe entre vosotros y acabad
con la confusión y la controversia abrazando los principios de la paz…
Mediante tal conducta agradaréis al Supremo Dios y me haréis a mí un
magnífico favor, que soy siervo como vosotros”.
Esta amistosa arenga, acompañada de los regalos que hizo a los
obispos, no pudo por menos que producir un abrumador impacto sobre
personas que recientemente habían sido expuestas a la furia de la
persecución. Eusebio, describiendo el banquete imperial, al que fueron
invitados los obispos antes de su partida, llegó a decir que era “una imagen del Reino de Cristo”.
El emperador era un astuto estadista que poseía una segura percepción
de la diferencia esencial entre imperio e Iglesia. Estaba resuelto a
dominarlos, pero se daba cuenta de que no se podía aplicar a ambos la
misma política. Era autócrata, pero no monarca sin leyes. Gobernaba un
Estado legalmente organizado con un Senado que codificaba los decretos
imperiales y era responsable de su ordenada aplicación. Así pues,
Constantino edificó sus relaciones con la Iglesia sobre una base legal
familiar.
Los Concilios, a juicio de Constantino, habían de realizar la misma
función que el Senado romano, y sus procedimientos eran similares: los
obispos, igual que los senadores, se sentaban en círculo alrededor del
trono del emperador, formulaban respuestas a las preguntas que hacía el
soberano y, si las aprobaba, estas discusiones se convertían en leyes.
Pero había una diferencia: los senadores actuaban en su propio derecho, y
se tomaban sus resoluciones mediante el voto mayoritario; el veredicto
de los obispos era únicamente válido si lo inspiraba el Espíritu Santo,
cuya señal era la unanimidad. Sobre este punto Constantino se desvió de
la práctica senatorial y así hizo posible que la Iglesia retuviese su
propio carácter. En los Concilios ecuménicos, los obispos podían
repetir, por lo tanto, las palabras que sirvieron de prólogo a la
resolución del primer Concilio celebrado en Jerusalén en el año 52. Los
apóstoles y los responsables de la Iglesia hicieron entonces esta osada
declaración: “Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros”. Estaban seguros de ser guiados porque hablaban con el mismo corazón y la misma mente.
Idéntica fórmula se utilizaba en los Concilios ecuménicos. La función
del emperador consistía únicamente en dar sanción a los decretos
aprobados por la asamblea y en apoyarlos con el poder del Estado. De
esta manera, legitimaba políticamente lo que se había decidido por
consenso en dichos Concilios, dándoles fuerza de ley. Tal era el plan de
la administración eclesiástica concebido por Constantino y fue una
notable realización que hiciese posible la íntima colaboración entre el
imperio bizantino, y más tarde el ruso y sus Iglesias.
En aquel ambiente de euforia conciliar, los obispos empezaron a
discutir los muchos temas que había que resolver. El primer problema, la
fecha de la Pascua, se arregló fácilmente en Nicea; abandonando el
cómputo judío para la fijación de la fecha y acordando que su
celebración tuviera lugar en la misma fecha en todas las iglesias,
utilizando como referencia a Roma para Occidente y Alejandría para
Oriente.
Pero el segundo problema, la disputa de Alejandro con Arrio, resultó
de más difícil solución. Un Credo propuesto por el obispo Eusebio de
Nicomedia, portavoz de los arrianos, fue rechazado con horror: el Credo
fue literalmente hecho pedazos cuando la asamblea oyó que el Hijo era
una criatura. “¡Blasfemia, mentira, herejía…!”. Entonces la
actitud de la asamblea cambió; mientras muchos obispos querían tratar el
caso con la mayor suavidad posible, ahora la mayoría estaba convencida
de que era necesario condenar las doctrinas expuestas por Eusebio de
Nicomedia. La dirección del partido medio fue asumida por Eusebio de
Cesarea, el cual presentó un Credo que él dijo haber aprendido cuando
era catecúmeno; pero éste, también, a pesar de la gran influencia de
quien lo proponía y del apoyo del emperador, fue rechazado a causa de la
ambigüedad de sus expresiones.
La mayoría de los obispos encontró defectuosa la doctrina de Arrio,
pero varios miembros del Concilio criticaban también la excomunión de
Arrio por Alejandro como severa y precipitada, y, por lo tanto, no se
hallaban dispuestos a condenarlo abiertamente. Después de un largo
debate, en el que el diácono Atanasio (+373) reveló su percepción
teológica y su ardor por la ortodoxia, la mayoría aceptó una nueva
fórmula preparada por Osio y apoyada por Atanasio. Definía con mayor
exactitud que hasta entonces la igualdad del Padre y el Hijo. Se
introdujo en el Credo la palabra griega homoousios (de la misma
sustancia) y fue aprobada por el Concilio. En ese momento, la mayoría
del Concilio se dio cuenta que la fórmula de que el Hijo era “de la
misma sustancia” que el Padre (era consustancial) expresaba exactamente
aquello que creían, y excluía ambigüedades por medio de las cuales el
partido eusebiano procuraba evadir la fuerza de los otros términos.
Constantino, que no apoyaba la fórmula y que estaba asesorado por su
consejero Eusebio de Cesarea, al ver que se conseguía unanimidad, echó
su influencia en la balanza y se redactó un nuevo Credo a base del de
Eusebio, siendo su aceptación obligatoria por decreto imperial.
Únicamente dos obispos se negaron a firmar dicha declaración y
apoyaron a Arrio. Eusebio de Nicomedia y otros firmaron el Credo, pero
no los anatemas, y fueron expulsados más tarde. Su obstinada oposición
suscitó este problema crucial: ¿se podía desconsiderar a tan pequeña
minoría y proclamar la inspiración del Espíritu Santo sobre la reunión, o
se debía dispersar el Concilio sin llegar a una decisión obligatoria?
No sabemos qué alternativas sugirieron al emperador. Ni sabemos quién
tuvo la última palabra en este asunto, pero sí sabemos lo que al final
hizo Constantino, y su acción tuvo consecuencias trascendentales para
toda la historia de la Iglesia. Ordenó la exclusión de los disidentes; y
entonces los restantes obispos promulgaron unánimemente sus decretos en
nombre del Espíritu Santo. No se molestaron los obispos refractarios, y
no se ha registrado ninguna protesta contra esta intervención. Por
aquella época, probablemente parecía que Constantino había encontrado
una simple y práctica salida a un dilema insoluble, pero en realidad
había establecido un peligroso precedente de intimidación. Una vez
aceptada la fuerza como legítima, se podrían cometer en lo sucesivo
nuevos actos de crueldad y persecución en nombre del Príncipe de la Paz.
Constantino, exaltado por su victoria, despachó a los obispos a sus
respectivas diócesis, no sin antes agasajarlos con un opíparo banquete.
En su carta dirigida a todas las iglesias, elogió las realizaciones del
Concilio y ordenó a los cristianos que recibiesen sus decretos “con
toda voluntariedad como mandamientos verdaderamente divinos y los
considerasen como un don de Dios; pues todo lo que se determina en la
santa asamblea de los obispos se ha de considerar como indicativo de la
voluntad divina”. Constantino confiaba en que la “unanimidad”
conseguida en Nicea terminaría con la nociva disputa; pero los
acontecimientos disiparon pronto este optimismo. El Concilio, en vez de
lograr la tranquilidad dentro de la Iglesia, provocó una explosión de
hostilidades teológicas sin precedente, que mantuvo a los cristianos en
un estado de febril actividad durante más de medio siglo.
Además de esta decisión tan importante sobre la divinidad de Cristo,
el Concilio también gestionó algunos problemas. Los padres nicenos
elaboraron un código de conducta (sintetizado en veinte cánones) para
una Iglesia salida de las persecuciones y en trance de organización y
adaptación a la nueva situación imperial. Se decidió excluir del clero a
los “lapsi” ordenados ilegalmente y de la comunión, durante diez años, a
los fieles que hubiesen apostatado (sólo se les daría la eucaristía en
su lecho de muerte). Se acordó, con condiciones, reconciliar a los
seguidores de Novaciano, a los del partido de Pablo de Samosata y a los
melicianos, si bien Melicio fue privado del sacerdocio. El Concilio
procuró remediar las deficiencias de organización interna de la Iglesia
reforzando la figura del obispo, del Sínodo y del principio de
jerarquía. También se aceptó el modelo civil de las ciudades, reforzando
las tres principales del imperio: Roma, Alejandría y Antioquía. Se
declaró imprescindible la aprobación del arzobispo metropolitano para la
validez de la ordenación episcopal. Asimismo, se prescribía que habían
de ser dos o tres, como mínimo, los obispos que interviniesen en la
consagración de un colega. Como instancia de apelación frente a la
sentencia injusta de un obispo se instituía el sínodo semestral. Los
padres conciliares hicieron incompatible el ministerio con la usura y el
oficio militar. Por último, como hemos visto, se abandonó el cómputo
judío para la fijación de la Pascua y se acordó que su celebración
tuviera lugar en la misma fecha en todas las iglesias.
En el Concilio, la mayoría de los obispos repudió el arrianismo, pero sólo a unos cuantos le agradaba la palabra homoousios,
asociada en sus mentes con la doctrina previamente condenada de Pablo
de Samosata, que borró la distinción entre Padre e Hijo. No obstante, la
intervención de Constantino en apoyo de esta expresión la impuso en la
asamblea. Tan pronto como los obispos regresaron a casa, empezaron a
lamentarse de su decisión, pues tenían que afrontar la tarea de explicar
a su gente la razón de la aceptación de un Credo con una palabra
carente de autoridad bíblica, e introducida primeramente por los
herejes.
Además de esta dificultad, había otra, relacionada con la
terminología del Credo. Hasta entonces los cristianos habían utilizado
los credos bautismales que, en términos positivos, afirmaban su creencia
en la Trinidad y en Jesús como su Salvador. El Credo niceno introdujo
nuevos elementos de especulación que constituyeron materia de
controversia entre los teólogos. Contenía, por ejemplo, las siguientes
referencias al Logos encarnado: “Y los que dicen que no existió en
otro tiempo, o que no existió antes de su generación, y que cobró
existencia de la nada, o los que afirman que el Hijo de Dios es de otra
sustancia o esencia o fue creado o es alterable o mudable, son
anatematizados por la Iglesia católica (universal)”.
Estas acusaciones reflejaban los debates teológicos del Concilio, y
muchos cristianos no podían entender su importancia. Por lo tanto, la
mayoría de los obispos trataba de archivar el nuevo Credo y de adherirse
a sus confesiones de fe locales y tradicionales. Unos cuantos
repudiaron abiertamente la fórmula nicena, y Constantino los desterró y
sustituyó por hombres que obedecían al Concilio. Esta acción fue el
inicio de las controversias en la Iglesia. La hostilidad estalló entre
los obispos, que se acusaban unos a otros de herejías. Estas
incriminaciones condujeron a sus víctimas hacia la desgracia y el
destierro. En defensa propia, el clero expulsado apeló al emperador,
alegando su ortodoxia y denunciando a sus rivales.
Se formaron partidos teológicos y chocaron en numerosas asambleas
episcopales, convocadas para restaurar la paz. El principal punto de
discusión era el término homoousios. La resistencia era
psicológicamente explicable, pues esta palabra se impuso prematuramente
en Oriente, pero teológicamente el término expresaba la fe tradicional
y, por lo tanto, los defensores rehusaban toda concesión, e incluso tal
alternativa como homoousios (de similar sustancia), sugerida
como componenda, fue rechazada por los que apoyaban el Concilio Niceno.
Muchos obispos preferían el destierro al cambio de una sola vocal.
Así pues, la decisión del Concilio, lejos de poner punto y final a la
controversia, fue sólo el comienzo de la misma. La batalla fue
transferida ahora a la Iglesia en su conjunto, y siguió fortunas
cambiantes durante medio siglo más, hasta el Concilio de Constantinopla
en el año 381. Hasta entonces el único modo de ganar un debate era la
fuerza del argumento de la fe, pero como Constantino pensaba que la
Iglesia debía ser “el cemento del imperio”, el Estado comenzó a utilizar
su poder para aplastar las diferencias que surgían en la comunidad
cristiana. La Iglesia cosechó el fruto de una imprudente concesión a los
emperadores, al darles el poder de intervenir en los asuntos
eclesiásticos. El resultado fue que muchos contendientes, en lugar de
tratar de convencer a sus opositores, trataron de convencer al
emperador. Pronto el debate teológico descendió al nivel de la intriga
política.
Constantino, dándose cuenta de la futilidad del debate, fue haciendo
volver a los obispos desterrados y utilizó todos los medios para
restaurar la paz en la Iglesia; pero fracasó, pues era mucha la
disensión. De hecho, Constantino se fue alejando cada vez más de los
acuerdos de Nicea y, al mismo tiempo, por su vinculación al arrianismo
gracias a sus consejeros Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea, hizo
volver a los obispos desterrados. Su evolución no fue producto de una
reflexión personal, sino del fiasco que le supuso Nicea, donde sólo
apoyó a la mayoría porque entre ella estaban las sedes de mayor
prestigio, y de la consiguiente necesidad de repararlo mediante el
perdón de los clérigos excomulgados. Para tal fin se deshizo del ahora
obispo Atanasio, campeón de la fe nicena, y que había sucedido a
Alejandro. Celebró un sínodo en Tiro (335), que excomulgó a Atanasio y
rehabilitó a Arrio. Eusebio de Cesarea, que se esmera con parangonarlo
con el de Nicea, reproduce la carta del césar a los padres sinodales
instándoles a superar desavenencias y a cumplir escrupulosamente sus
edictos. Constantino les pidió también que se sirvieran del transporte
oficial y marchasen a Jerusalén, donde son agasajados con suntuosos
banquetes en la consagración del templo del Santo Sepulcro.
Constantino murió finalmente el 22 de mayo de 337, domingo de
Pentecostés, tras ser bautizado a la fe arriana por Eusebio de
Nicomedia. Si en el pasado hubo reyes que soñaron igualarse a los doce
dioses del Olimpo, él fue enterrado en la iglesia de los Doce Apóstoles
como el apóstol decimotercero.
Constantino representa el modelo eclesiológico de “cristiandad”. Esta
exaltación hizo que muchos de sus detractores, que percibieron en su
obra una quiebra irreparable de la espiritualidad evangélica, criticaran
a toda una caterva de ambiciosos que acudía a la Iglesia en busca de
promoción social o de prebendas clericales. Sin embargo, hay que
subrayar que nada de esto supuso la cristianización del imperio ni de
las creencias paganas populares, que simplemente fueron barnizadas por
el mensaje cristiano. De hecho, el propio Constantino hizo bien poco
para evitar la ejecución de sus enemigos –y parientes cercanos-, como
Licinio (su cuñado), Crispo (su hijo) y Fausta (su esposa), cuyas
muertes fueron decisión personal suya.
Los sucesores de Constantino
En septiembre de 337 los tres hijos de Constantino se repartieron el
imperio tras masacrar en Constantinopla a los familiares que considerabn
potenciales competidores. De hecho, ellos tuvieron aún menos éxito que
su padre; careciendo de su magnanimidad y visión, y conduciéndose como
pequeños tiranos, apoyaban a sus obispos favoritos y perseguían a los
que odiaban. Algunos de estos emperadores fueron ortodoxos, y otros
arrianos, mientras que otros contemporizaron y favorecieron la
componenda doctrinal.
Constancio –hombre de espíritu estrecho y despótico-, débil e
irresoluto, herramienta en manos de intrigantes, avivó la crisis arriana
e impuso una fórmula herética, descrita en frse memorable de Jerónimo: “El mundo entero gimió y se despertó arriano”. Constancio incluso superó a su padre en la obsesión por lograr la paz eclesiástica, y si aquél seproclamó “obispo de los de fuera”, él se hizo llamar “obispo de los obispos”, responsable supremo de Iglesia e imperio.
Constancio estaba convencido de que su voluntad era canon de verdad, y
por eso se hizo rodear de una corte de obispos con los que debatía
temas teológicos (más como entretenimiento que como reflexión
espiritual) y que constituyeron una especie de sínodo palaciego (el
llamado “synodos endemoussa”) que durante diez años, hasta su
muerte en 361, elaboraría diversos credos que serían ratificados, sin
oposición, en una serie de sínodos. Este “synodos endemoussa” (sínodo doméstico)
originado en la costumbre de muchos obispos de acudir a la corte
imperial para tratar los asuntos más variados, permaneciendo allí
durante largos períodos, acabó siendo un sínodo de obispos “residentes”.
El influjo del emperador sobre estos sínodos se hizo cada vez mayor y, a
partir de Justiniano, adquirieron un carácter institucional. Fue éste,
sin lugar a dudas, uno de los decenios más negros de la historia
eclesiástica. Los pocos espíritus íntegros que osaron plantar cara al
despotismo teológico del emperador, como Atanasio de Alejandría, Hilario
de Poitiers y Osio de Córdoba, no dudaron en identificarlo con el
anticristo. Hilario escribía apenado: “El emperador no nos azota, sino que nos acaricia el vientre… no nos decapita, sino que nos mata el alma con su oro”. Se hizo famosa la frase de los monjes del desierto ante la ambición del degradante episcopado: “Huye del obispo como del diablo”.
Pero la muerte inesperada del emperador, en noviembre de 361, frustró
las perspectivas de triunfo del arrianismo y puso de relieve el
desprestigio de sus partidarios como enemigos de la libertad
eclesiástica y sumisos servidores del cesaropapismo.
En el sínodo de Sirmium (357) fue redactada una fórmula de fe por
Valente, Ursacio y Germinio, actualizando las tesis de Arrio y
prohibiendo los términos ousía, homooúsios y homoioúsios,
con la justificación de que carecían de fundamento bíblico. Esta
fórmula, a pesar de que liquidaba a Nicea, consiguió adhesiones
significativas, como las de Potamio de Lisboa, Osio de Córdoba (deseoso
de volver a la Bética), el papa Liberio y Eudoxio de Antioquía, que
firmaron una confesión arriana. Pero la Galia, África y el oriental
Basilio de Ancira, protestaron.
Constancio comprendió que debía alcanzar un consenso que excluyese
tanto a los arrianos extremos como el nicenismo de Atanasio. A estos
efectos dispuso la celebración de un gran concilio, similar al de Nicea,
para aprobar un nuevo Credo. La falta de consenso entre el episcopado
oriental sobre la ciudad que debía albergar la asamblea, hizo prosperar
la decisión de reunir dos asambleas por separado, una en Oriente y otra
en Occidente. Tras la conclusión de sus sesiones, sendas legaciones de
una y otra se encontrarían para poner en común los acuerdos. En ese
sentido, Constancio ordenó la redacción de un texto preparatorio a una
comisión en la que figuraba el que, a la postre, sería el campeón de la
vuelta a la fe nicena, Basilio. El resultado fue un credo de compromiso
que recogía una síntesis de la proposición de Basilio y del Símbolo de
Sirmium de 357; pero, en realidad, con la fórmula consensuadade que “el Hijo es semejante al Padre en todas las cosas, como dicen y enseñan las Escrituras”, se omitía toda referencia a la “ousía” y se proponía el “homeísmo”.
El sínodo occidental se reunió en Rímini. Constancio envió al prefecto
Tauro con el encargo de supervisar los debates e imponer la aceptación
de la fórmula homea. Bajo presiones y amenazas, la asamblea, que, en un primer momento, se negó a abandonar las posiciones y el vocabulario niceno (homooúsios), acabó suscribiendo el credo datado. El sínodo oriental se desarrolló en Seleucia, en medio del enfrentamiento entre homeos, homeusianos y anomeos.
El emperador estuvo representado por Leonas, quien no pudo evitar el
fracaso, de ahí que Constancio les ordenara suscribir la declaración
occidental de Rímini.
Entonces Constancio llamó a un sínodo en Constantinopla (360) para
sancionar el final de la disputa, abolir todos los credos anteriores y
prohibir crear otros nuevos. Aquello suponía la victoria del arrianismo,
el seguido después por los godos merced a la predicación de Ulfilas,
que estaba presente en Constantinopla. Los homeos depusieron a
los más significativos representantes de la ortodoxia y los reemplarazon
por sus partidarios. El resultado fue el control arriano de las
principales sedes de Oriente.
En 360, Constancio creía haber unido el imperio bajo la fe arriana
pero entonces murió repentinamente, y su sucesor, Juliano el Apóstata,
en nombre de la tolerancia, autorizó a regresar y practicar su culto a
los nicenos. La finalidad de esta medida era fomentar las disensiones y
disputas eclesiásticas para destruir la Iglesia desde dentro, como parte
de un plan general anticristiano. En Occidente, tras la vuelta de los
exiliados sólo Milán y Sirmium continuaron ocupadas por homeos. En
Oriente los distintos bandos se dirigieron al nuevo Augusto para
conseguir su favor. De resultas, Atanasio obtuvo permiso para regresar a
Alejandría.
Durante este período de batallas y confusiones teológicas, la figura
central fue Atanasio de Alejandría (+373), que ocupó su sede episcopal
durante cuarenta y seis años. Aunque físicamente era pequeño,
intelectualmente era un gigante, hombre de indomable valentía, con un
ardiente celo por la ortodoxia. Llegó a ser obispo a la edad de treinta y
seis años, y enseguida comenzó una campaña en defensa de la fe nicena.
Escribió libros y folletos y apeló en persona y por escrito a los
emperadores, pidiéndoles que defendieran a los ortodoxos y castigaran a
los herejes. Libró la batalla en Egipto y fuera de sus fronteras,
creándose enemigos y atrayéndose incondicionales. Fue cuatro veces
desterrado por edictos imperiales, pasó casi quince años en tierra
extranjera, pero sobrevivió a sus enemigos, incluyendo a dieciséis
emperadores, con la mayoría de los cuales se mantuvo en continuo
conflicto.
En realidad, Atanasio dio vida a un nuevo tipo de líder cristiano.
Era un dignatario que exigía obediencia y cuyo influjo rivalizaba con el
de los gobernadores civiles. Era beligerante y tan distinto de sus
humildes predecesores como distinta era la Iglesia postnicena de la
comunidad cristiana bajo la persecución. Atanasio ha sido a menudo
representado como el salvador de la ortodoxia, pero hay que reconocer
que en ningún momento se desvió la mayoría de su fe tradicional. El
disturbio que siguió al Concilio no fue causado tanto por una apostasía,
sino más bien por la introducción de la compulsión en la comunidad
cristiana. El propio Atanasio fue grandemente responsable de ello.
Las consecuencias de Nicea
A primera vista parece desconcertante el contraste entre la Iglesia antes y después de
Nicea. Durante sus tres primeros siglos, la comunidad cristiana había
gozado de unidad y concordia y había ganado la batalla contra el
imperio. A mediados del siglo IV, la misma Iglesia perdió de súbito su
armonía y se dividió en facciones hostiles. Los cristianos que se habían
negado a obedecer las órdenes imperiales invocaban ahora el arma
secular para cerrar los templos rivales y arrestar a su clero. La causa
principal de esta transformación fue la abrupta fusión de Iglesia e
imperio. La vida de la comunidad cristiana antes de Nicea se había
basado en la libertad, y el ser miembro de la Iglesia implicaba
sacrificio. Nicea alteró estas condiciones, convirtiendo a la Iglesia en
cuerpo privilegiado. El Estado se encargó de la protección de su unidad
y ortodoxia. Los que infringían sus reglas habían de ser castigados
como delincuentes civiles. La confesión de fe, que hasta entonces había
sido un secreto revelado únicamente a los iniciados, no sólo se hizo
pública, sino que se llegó a defender tan vigorosamente, que cualquier
clérigo que se atrevía a desviarse de ella se hallaba sujeto a severas
penas. Los líderes de la Iglesia, que hasta entonces habían disfrutado
de autoridad puramente moral, se veían transformados en funcionarios
imperiales con poderes de coerción que para algunos eran irresistibles.
Los menos escrupulosos se portaban como tiranos. El obispo Jorge, por
ejemplo, enviado a Alejandría en el año 357 para sustituir a Atanasio,
trató tan cruelmente a los que se negaban a reconocerle, que su propia
feligresía lo expulsó de la ciudad. Pero, incluso hombres como Atanasio,
recurrieron a la fuerza. El papa Silvestre de Roma, el prudente Osio,
el ardiente Atanasio, el erudito Eusebio, renunciaron a la libertad de
la Iglesia a cambio de la protección del imperio. Y la sorprendente
rendición se hallaba relacionada con la creciente tensión emocional que
se centraba en Egipto, especialmente en Alejandría. Esa gran ciudad de
extremos se hallaba siempre dispuesta a apoyar alguna nueva causa con
entusiasmo salvaje.
En el siglo IV se revolvió la ciudad en una fiera reacción contra la
licencia sexual que anteriormente prevalecía entre sus habitantes. Las
formas más austeras de automortificación excitaban la admiración
general; el sexo era considerado como degradante; la virginidad se
elogiaba como la principal virtud cristiana. Un gran número de hombres y
mujeres abrazaron una vida consagrada al celibato. La tensión emocional
en que vivían muchos de ellos se refleja bien en la vida de Antonio
(+356), cuyas tentaciones, descritas por Atanasio, impresionaron
grandemente a los cristianos de todo el mundo.
Esta acentuación de la virginidad se desequilibró tanto, que
proporcionó un favorable fundamento para la apasionada explosión del
culto al dirigente, que ha sido siempre una de las características de la
mentalidad egipcia. La cabeza de la comunidad cristiana en el valle del
Nilo adquirió una posición única: no sólo era considerado como superior
a todos los demás obispos locales, sino que se convirtió en objeto de
devoción desconocido en otras partes de la Iglesia. Era el héroe popular
de los cristianos egipcios, su oráculo y campeón de su nacionalismo.
En esta atmósfera es lógico que también se volvieran apasionadas las
disputas doctrinales. Los asuntos teológicos se debatían en calles y
mercados con un entusiasmo habitualmente reservado para el deporte o la
política. Los partidarios de una escuela de teología ofendían a sus
oponentes y elogiaban a sus propios líderes, como inspirados por Dios o
como si fuesen infalibles. Esta hostilidad verbal, una vez aceptada como
compatible con el cristianismo, desembocaría en diversos actos de
violencia. La tolerancia y la moderación eran calificadas de traición a
la verdad. El celo dogmático eximió a los cristianos de la caridad y el
perdón. La intervención del Estado era bien recibida por las partes
contendientes. Así, Egipto desempeñó un papel al abrir las puertas de la
Iglesia al uso de la fuerza secular. La Iglesia que superaba a todas
las otras en el ejercicio del ascetismo y en el culto del dirigente fue
también la primera que renunció a su libertad.
Por lo tanto, es significativo que el mismo suelo africano se
convirtiera en escena de dos cismas desastrosos en la Iglesia: el cisma
donatista, que acabaría por minar eventualmente el cristianismo de
África del Norte, y el cisma de los monofisitas, que puso en manos del
Islam la mayor parte del oriente cristiano.
Juliano el Apóstata
Juliano fue el primo y sucesor de Constancio, quien había hecho matar
a toda su familia con el fin de asegurars el trono imperial. Juliano,
llamado el “Apóstata”, simpatizaba con la filosofía y odiaba el
cristianismo de su pariente Constancio, de modo que pretendió restaurar
la perdida gloria del paganismo.
Juliano cursó los estudios de filosofía en Atenas, donde estaba la
escuela más famosa de esta materia, y donde lo conoció Basilio de
Cesarea.
En Atenas, donde Juliano se iniciaba en las antiguas religiones de
misterio, fue llamado por Constancio para gobernar las Galias. Nadie
esperaba que Juliano fuese un buen gobernante, pues se había pasado la
vida entre libros y filósofos, y en todo caso los recursos que
Constancio le dio eran harto escasos. Pero Juliano sorprendió a todos.
Su administración de las Galias fue sabia y eficiente, y en sus campañas
contra los bárbaros se mostró hábil general y se hizo popular entre sus
soldados.
Todo esto no era completamente del agrado de su primo Constancio,
quien pronto empezó a temer que Juliano conspirase contra él y tratara
de arrebatarle el trono. Luego, la tensión fue aumentando entre ambos
parientes. Cuando Constancio, en preparación para una campaña contra los
persas, ordenó que buena parte de las tropas que estaban en las Galias
se dirigieran hacia el Oriente, esas tropas se sublevaron y proclamaron a
Juliano “Augusto” –es decir, emperador supremo-. Constancio no
podía hacer nada de momento, pues la amenaza persa era seria. Pero tan
pronto como ese peligro se disipó, marchó a enfrentarse con Juliano.
Cuando la guerra parecía inevitable, Constancio murió, y Juliano no tuvo
mayores dificultades en marchar a Constantinopla y adueñarse de todo el
imperio. Era el año 361.
La primera acción de Juliano fue vengarse de los principales
causantes de sus infortunios, y de los que habían tratado de mantenerlo
alejado del poder durante su exilio. Con este propósito se nombró un
tribunal que supuestamente debía ser independiente, pero que de hecho
respondía a los deseos del nuevo emperador, y que condenó a muerte a sus
peores enemigos.
Juliano no podía aceptar que el paganismo fuera perdiendo su antiguo
lustre tras el advenimiento de Constantino, y trató de instaurar una
reforma total del paganismo. Con ese propósito ordenó que todos los
objetos y propiedades que hubieran sido tomados de los templos debían
ser devueltos. Pero además empezó aorganizar y sustentar el sacerdocio
pagano en una jerarquía similar a la de la Iglesia cristiana. Por encima
de los sacerdotes de cada región había archisacerdotes, que a su vez
estaban bajo el pontífice de la provincia, mientras que por encima de
todos estaba el sumo pontífice, que era el propio emperador. En esta
jerarquía, los sacerdotes debían llevar una vida ejemplar, ocupándose,
no sólo del culto, sino también de las obras de caridad. Resulta claro
que, a pesar de sus sentimientos anticristianos, buena parte de la
reforma pagana de Juliano se inspiraba en el ejemplo del Evangelio.
Al tiempo que promulgaba estas leyes, Juliano se ocupaba de retaurar
el culto pagano. Con este propósito organizaba sacrificios masivos de
toros y otros animales; pero Juliano se percataba de que su reforma no
era tan popular como él hubiera deseado. Las gentes se burlaban de los
sacrificios, a veces al mismo tiempo que participaba en ellos. A pesar
de que Juliano nunca persiguió a la Iglesia, sí intentó dificultar su
extensión y la ridiculizaba. También quiso reconstruir el templo de
Jerusalén, no por simpatía hacia los judíos, sino porque pensaba que así
contradecía a los cristianos que pretendían que la destrucción del
templo fue el cumplimiento de profecías del Antiguo Testamento.
Pero cuando dirigía sus tropas en una campaña contra los persas, fue
alcanzado por una lanza enemiga y murió. Se cuenta que sus últimas
palabras fueron. “¡Venciste, Galileo!”
A Juliano le sucedió el general Joviano, cristiano, pero inexperto en
teología, lo cual dio una nueva oportunidad a los partidos
eclesiásticos para ganar su influencia. De resultas, Atanasio obtuvo
permiso para regresar a Alejandría. Pero fue Melecio de Antioquía el que
demostró mayor habilidad al lograr el apoyo de Joviano a un nicenismo
renovado: en un sínodo reunido en su ciudad (363) propuso una fórmula de
fe que, en su pretensión de acabar con las divisiones, representaba un
significativo avance: afirmaba que los Padres habían interpretado que homooúsios significaba que el Hijo había sido engendrado de la ousía del Padre, es decir, hacía una exégesis homeusiana de
la consustancialidad del Credo niceno (sin afirmar la divinidad del
Hijo y soslayando la cuestión del Espíritu Santo) que asumían ahora los
que habían suscrito el Símbolo de Constantinopla. Sin embargo, el
desencuentro entre Melecio y Atanasio (que ocupaban las sedes orientales
de Antioquía y Alejandría) dificultó por años el triunfo niceno en
Oriente, pues Atanasio apoyaba a Paulino, el líder del nicenismo
tradicional antioqueno.
En el esfuerzo unificador destaca Basilio, partidario de Melecio, que evita emplear el término de la discordia (homooúsios), y partiendo de la teología homeusiana,
argumenta en categorías aristotélicas la fe de Nicea: las relaciones de
reciprocidad le permitían afirmar la coeternidad de Padre e Hijo, y la
lógica le presta una concepción de la causalidad que soslaya la sucesión
cronológica, según la cual existía una jerarquía entre el Hijo,
engendrado y posterior, y el Padre, engendrador y anterior.
Occidente estaba entonces presidido por el papa Dámaso, que se negaba
a reconocer a Melecio como obispo de Antioquía, y dio cartas de
comunión a la pequeña iglesia antioquena de Paulino al que identificaba
con el nicenismo tradicional. Tras sucesivas cartas entre Basilio y
Dámaso, se alcanzó un acuerdo que fijaba las bases para la unión de las
dos partes del imperio. Occidente sancionaba así el nicenismo
evolucionado que había construido Basilio. En contrapartida, Roma
afirmaba su condición de instancia suprema de apelación para la Iglesia
de Oriente.
La reacción cismática: el donatismo
Ya hemos visto la reacción pagana a la Cristiandad de Constantino con
Juliano el Apóstata. Ahora vamos a observar la reacción cismática: el
donatismo.
No todos los cristianos se sentían satisfechos con el nuevo estado de
cosas que resultaba de la política religiosa de Constantino. Unos, como
los monjes, se retiraron al desierto; pero otros sencillamente
declararon que el resto de la Iglesia se había corrompido. De los muchos
grupos que adoptaron esta actitud, el más numeroso y duradero fue el
donatismo.
El donatismo surgió de la cuestión escabrosa de los caídos. Después
de cada período de persecución violenta, la Iglesia tenía que
enfrentarse a la cuestión de qué hacer con los que habían sucumbido a
las amenazas del imperio, y ahora pedían volver a la comunión eclesial.
En el siglo III esto produjo en Roma el cisma de Novaciano, y en Cartago
Cipriano tuvo que defender su autoridad como obispo frente a quienes
sostenían que eran los confesores los que tenían la exclusividad de
admitir a los caídos. De hecho, todavía en las condiciones del siglo
III, Cipriano había podido esperar de los miembros de su congregación
fueran “santos/consagrados”, pero en el tiempo que nos ocupa lo
más probable era que dichos hermanos se codearan con el terrateniente
de la localidad. Por eso, en el siglo IV, la cuestión recobró particular
importancia en la misma región de Cartago.
Allí la gran persecución de Diocleciano había sido más violenta, y
producido más apóstatas que en cualquier otra parte del imperio. Hubo
obispos que entregaron a las autoridades sus copias de las Escrituras,
para evitar mayores calamidades sobre sus congregaciones; otros
entregaron libros heréticos, haciéndoles creer que se trataba de la
Biblia; pero otros obispos y laicos sucumbieron a la presión del Estado y
adoraron a los dioses. De hecho, el número de estos últimos fue tan
grande que se cuenta que hubo días en que las gentes no cabían en los
templos paganos. Por otra parte, no faltaron cristianos que se
mantuvieron firmes en la fe, y que por causa de ello sufrieron cárceles,
torturas y muerte.
Como en otros casos anteriores, los confesores que lograron
sobrevivir se mostraron rigurosos con los que habían seguido otro
camino. Entre estas personas a quienes los confesores rigoristas
condenaban estaban los obispos que habían entregado las Escrituras, pues
–decían los confesores- si alterar una tilde de la Biblia es un pecado,
cuánto peor será entregarla para que sea destruida. Así se empezó a dar
a algunos obispos el título ofensivo de “traditores” (literalmente “entregadores”).
En esto estaban las cosas cuando, poco después de cesar la
persecución, el episcopado importantísimo de Cartago quedó vacante. El
diácono Ceciliano fue electo obispo. Pero esta elección no contaba con
la simpatía popular, y pronto, en una reunión de 70 obispos, fue electo
otro obispo rival en el 312, Mayorino. En estas elecciones hubo por
ambas partes intrigas y maniobras que no es necesario reseñar aquí.
Baste decir que cada uno de los partidos tenía suficientes razones para
decir que el proceder de sus contrarios había sido, a lo menos,
irregular. Cuando Mayorino murió poco después de ser electo obispo, sus
partidarios eligieron como sucesor a Donato de Casa Negra, quien dirigió
la política de sus seguidores durante cuarenta años. Por esa razón sus
seguidores recibieron el nombre de “donatistas”.
Naturalmente, el resto de la Iglesia no podía tolerar esta situación,
pues sólo era posible reconocer como legítimo a un obispo en Cartago, y
no a dos que se disputaban el cargo. Pronto el obispo de Roma, y varios
otros de las ciudades más importantes del imperio, declararon que
Ceciliano era el verdadero pastor, y que Mayorino –y después Donato-
eran usurpadores. Constantino siguió la misma pauta, y envió
instrucciones a sus representantes del Norte de África para que
reconocieran sólo a Ceciliano y los que estaban en comunión con él. Esto
tenía importantes consecuencias prácticas, pues Constantino estaba
promulgando legislación a favor de los cristianos, tales como la
excención de impuestos para los ministros. Sólo quienes estaban en
comunión con Ceciliano podrían gozar de tales beneficios –así como de
los donativos que Constantino estaba haciendo a la Iglesia.
La causa del cisma surgió porque, según los donatistas, uno de los tres obispos que habían consagrado a Ceciliano era “traditor”
–es decir, había entregado las Escrituras- y por tanto esa consagración
no era válida. Ceciliano y los suyos respondían diciendo, primero, que
el obispo en cuestión no era ningún traditor, y, segundo, que
aunque lo fuese su acción de consagrar a Ceciliano era todavía válida.
Luego, aparte de la cuestión de si ese obispo u otro habían flaqueado,
estaba la cuestión doctrinal de si una ordenación hecha por un obispo
indigno era válida o no. Los donatistas afirmaban que la validez de tal
ordenación dependía de la dignidad del obispo. Ceciliano y los suyos
respondían que la validez de los sacramentos no depende de la dignidad
de quien los administra, pues en ese caso estaríamos dudando
constantemente sobre si nuestro bautismo fue válido o no, o si
verdaderamente estamos recibiendo la comunión, ya que nos es imposible
saber a ciencia cierta el estado del corazón del ministro que nos ofrece
el sacramento. Si los donatistas tenían razón, esto quería decir que
Ceciliano no era verdaderamente obispo, y que por tanto todos los que
eran ordenados por él eran falsos ministros, cuyos sacramentos no tenían
validez. Por eso, si algún miembro del partido de Ceciliano decidía
unirse a los donatistas, éstos le hacían rebautizar. Pero si un
donatista se unía al otro bando éste aceptaba su bautismo, sobre la base
de que el sacramento es válido por indigno que sea quien lo administre.
En el 313, los donatistas recurrieron a Constantino para que los
obispos galos mediaran en una solución al problema. En octubre de aquel
mismo año, se reunieron en Roma varios obispos galos e italianos, bajo
la presidencia del obispo de la ciudad, Milcíades, decidiendo a favor de
Ceciliano. Los donatistas apelaron a la autoridad de un sínodo que se
celebró en Arlés n el 314 y que, también, les deparó un adverso
resultado.
Estas eran, en pocas palabras, las cuestiones teológicas que se
debatían. Pero cuanto más nos adentramos en los documentos de la época, y
leemos entre líneas, nos percatamos de que había otras causas que se
revestían de argumentos teológicos.
De hecho, los dos bandos pronto se dividieron según grupos sociales y
geográficos. En Cartago y la región al este de esa ciudad –la región
que se llamaba “África proconsular”– Ceciliano tuvo bastantes
seguidores. Pero al oeste, en la región de Numidia, el donatismo era
poderosísimo. Esto se relaciona al hecho de que durante varias
generaciones la Numidia se había sentido explotada por los elementos en
Cartago que participaban del comercio y otros contactos con Italia.
Numidia –y más al oeste Mauritania- veía el producto de sus cosechas
vendido a Roma, y se percataba de que buena parte de los beneficios de
este comercio se quedaba en Cartago y alrededores, mientras que en
Numidia y Mauritania la situación económica era onerosa. A esto se
añadía el hecho de que en las comarcas más explotadas había un fuerte
elemento no romanizado que conservaba sus costumbres e idioma
ancestrales, y que veía en Roma y en todo lo que fuese latino una fuerza
extranjera y opresora. Al mismo tiempo, en la ciudad de Cartago había
una clase social compuesta por hacendados, comerciantes y oficiales del
ejército, completamente latinizada, que era la que más se beneficiaba
del comercio con Italia, y la que veía con más simpatía la necesidad de
mantenerse en buenas relaciones con el resto del imperio y de la
Iglesia. Pero aun en la misma Cartago –y más todavía en las zonas
rurales del África proconsular- había una numerosa clase baja cuyos
sentimientos eran semejantes a los de los numidios y mauritanos.
Mucho antes del advenimiento de Constantino, el cristianismo había
logrado gran número de seguidores en Numidia y entre las clases bajas
del África proconsular –y, en menor grado, en Mauritania- Estas gentes
habían visto en su nueva fe una poderosa fuerza que ni siquiera el
imperio podía quebrantar. Al mismo tiempo, un número menor de gentes de
la clase latinizada de Cartago había abrazado el cristianismo. Esto
introdujo en la Iglesia las fricciones que también existían en el resto
de la sociedad.
Pero en esa época las gentes de clase alta que se unían a la
comunidad cristiana se veían obligadas, en cierta medida, a romper
muchos de sus vínculos con el imperio, y por tanto las tensiones
internas de la Iglesia no eran insoportables.
La situación cambió con Constantino, porque ahora ser cristiano
estaba bien visto por las autoridades. Se podía ser buen romano y
cristiano a la vez. Y las clases latinizadas empezaron a convertirse en
masa. Para otras personas de la misma esfera social que se habían
convertido antes, esto era positivo, pues su decisión anterior se
hallaba ahora confirmada por otras personas de importancia. Pero para
los cristianos de clase baja lo que sucedía era que la Iglesia se estaba
corrompiendo. Todo lo que ellos detestaban del imperio se metía ahora
en la Iglesia. Pronto los poderosos, los que dominaban la política y la
economía, vendrían también a sacar tajada de la Iglesia. Era necesario
oponerse, recordando a los advenedizos que cuando ellos estaban todavía
adorando a sus dioses ya los pobres y supuestamente ignorantes numidios,
mauritanos y otros, conocían la verdad.
Todo esto puede verse en las distintas etapas del conflicto.
Ceciliano fue electo con el apoyo de las clases latinizadas de Cartago. A
su elección se opusieron las clases bajas del África proconsular y casi
todo el clero y el pueblo de Numidia.
Casi antes de haber recibido un informe detallado acerca del
conflicto, Constantino decidió que el partido de Ceciliano era la
Iglesia legítima. Lo mismo decidieron los obispos de las grandes
ciudades latinas –y a la postre también las griegas.
Por su parte, los donatistas no vacilaron en aceptar el apoyo de los numidios que sucumbieron durante la persecución.
Esto no quiere decir que el donatismo fuera desde sus orígenes un
movimiento político. Los primeros donatistas no se oponían al imperio,
sino al “mundo” –aunque para ellos las prácticas del imperio eran características del mundo-.
En varias ocasiones trataron de persuadir a Constantino de que había
juzgado mal al apoyar a Ceciliano. Y todavía en época de Juliano tenían
esperanzas de que las autoridades les hicieran justicia.
Así las cosas, hacia el año 347, el partido de Ceciliano recurrió a
la violencia. Un comisionado imperial, el conde Macario, enviado por
Constante, aterrorizó África, conduciéndola a la sumisión a la gran
Iglesia imperial. Fue una acción alabada por los católicos y Macario
quedó como “agente de una tarea santa”: las rasgadas vestiduras del cristianismo africano habían sido por él “remendadas decente y rápidamente”. Pero el cisma no se podría volver a curar si no era a base de más fuerza. En Numidia, la “época de Macario” quedó en la memoria de los donatistas como la “época de Cromwell”
quedaría en las mentes de los irlandeses. Su solución, basada en la
fuerza, fue sólo transitoria. El corto reinado del pagano Juliano el
Apóstata (361-363), reavivó el conflicto, al renovar su tolerancia a los
donatistas.
Al autorizar Juliano la vuelta de los desterrados, Parmeniano (+391)
reorganiza el movimiento donatista y coloca al sector católico en una
postura minoritaria y débil de la que sólo saldrá a finales del siglo IV
con Agustín de Hipona que, no obstante, muy posiblemente no se hubiera
alzado con el triunfo de no contar con el apoyo militar del emperador.
Tras el sínodo de Cartago del 404, Honorio promulgó en el 405 un edicto
contra los cismáticos.
Pero alrededor del año 340 había aparecido entre los donatistas el bando de los circunceliones –palabra que se deriva del latín “circumcellas”, que quiere decir “alrededor de las capillas o almacenes”-.
Los circunceliones eran mayormente campesinos numidios y mauritanos de
ideas donatistas que seguían prácticas terroristas. Sus cuarteles se
encontraban en las tumbas de los mártires, donde había tanto una capilla
como amplios graneros, y es por esto que recibieron su apodo. Los
circunceliones llevaban su fe hasta el fanatismo. Para ellos no había
fin más glorioso que el martirio, y ahora que el imperio no perseguía a
los cristianos, los circunceliones que morían peleando contra los
poderosos se consideraban también mártires. En algunos casos, el deseo
de ser mártires llegaba a tal punto que había suicidios en masa,
saltando de lo alto de un precipicio.
El impacto de los circunceliones fue enorme. A veces los dirigentes
donatistas de las ciudades los condenaron y trataron de separarse por
completo de ellos. Pero en ocasiones, cuando el donatismo organizado
necesitaba una fuerza de choque, acudió a los circunceliones. En todo
caso, llegó el momento en que las haciendas más apartadas tuvieron que
ser abandonadas por temor a ellos. Los viajes por el interior del país
se hicieron imposibles para la gente rica; y en más de una oportunidad
los circunceliones llegaron hasta el borde mismo de importantes
ciudades. El crédito sufrió y el comercio se paralizó.
Frente a esta situación, las autoridades romanas apelaron a la
fuerza. Hubo persecuciones, intentos de persuadir, grandes matanzas y
ocupación militar. Pero todo fue en vano. Los circunceliones
representaban un descontento popular profundo, y el movimiento no pudo
ser extirpado. Como veremos más adelante, poco después los vándalos
invadieron la región, y con ello terminó el dominio latino sobre ella.
Pero aún bajo los vándalos el movimiento no desapareció. En el siglo VI
el imperio bizantino de Oriente conquistó la región, pero los
circunceliones no desaparecieron. No fue sino después de la conquista
del Norte de África por los musulmanes, en el siglo VII, que el
donatismo y los circunceliones dejaron de existir. Ya se habían podido
quitar de encima la bota romana; pero, ¿a qué precio?
En conclusión, el donatismo –y en particular los circunceliones- fue
una reacción extrema a las nuevas circunstancias producidas por la
Cristiandad de Constantino.
El debate teológico entre los disidentes y la Iglesia oficial tenía
que ver formalmente con la cuestión de la restauración de los caídos; en
realidad, había otras causas que se reevestían de argumentos
teológicos, como diferencias sociales, políticas y económicas entre los
bandos en conflicto. Pero, sobre todo, se trataba de una lucha entre dos
formas de cristianismo. Mientras algunos recibieron el nuevo orden con
los brazos abiertos, y otros protestaron yéndose al desierto, los
donatistas rompieron con la Iglesia institucionalizada que se había
aliado con el imperio.
La protesta monástica: la marcha a despoblado
A mediados del siglo III la persecución contra los cristianos era tal
que muchos de ellos se vieron obligados a retirarse a despoblado. A
principios del siglo IV la situación empeoró, de modo que aquellos que
se habían retirado permanecieron a campo abierto por un periodo mayor.
Se acostumbraron tanto a vivir allí que establecieron una morada
permanente, lejos de la sociedad desgarrada por el odio. Cuando cesaron
las persecuciones, este llegó a ser un estilo de vida inseparable de su
fe, y muchos de ellos no podían concebir una vida libre de
perseguidores, de modo que se convirtieron en perseguidores de ellos
mismos. En lugar de la “sangre del martirio”, con la que terminaba una
lucha con hombre violentos, se sometían ellos mismos al “martirio de la
conciencia”, que consistía en la lucha contra los demonios. En lo
sucesivo las montañas se convirtieron en morada de ermitaños, y
gradualmente también de comunidades organizadas de monjes.
Durante casi trescientos años la Iglesia vivió con la amenaza de la
persecución Todo cristiano sabía que algún día podía ser llevado ante
los tribunales y afrontar la alternativa de apostatar del Señor Jesús.
¿Cómo podía uno seguir siendo cristiano cuando la Iglesia ahora se unía a
los poderes mudanos, y el lujo y la ostentación se adueñaban de altares
y asambleas?
Antes de Constantino ya hubo cristianos que se sentían llamados a un
estilo de vida diferente. En las cartas paulinas aparecen las “viudas” y las “vírgenes”
que, como célibes, dedicaban todo su tiempo y recursos a la Iglesia. El
gran teólogo Orígenes organizó su vida en forma muy semejante. El
futuro monaquismo se nutrió de las palabras paulinas en el sentido de
que los célibes se podían dedicar mejor al Señor y a su Reino.
La palabra “monje” viene del griego “monachós”, que quiere decir “solitario”. El término “anacoreta” quiere decir “retirado” o “fugitivo”;
es decir, los monjes eran cristianos que se marchaban a despoblado para
vivir alejados de una Iglesia que cada vez se confundía má con el
imperio.
No sabemos a ciencia cierta quién fue el primero de ellos, pero los
dos más famosos que se disputan este título fueron Pablo (cuya vida
escribe Jerónimo) y Antonio (cuya vida escribe Atanasio). De hecho, el
monaquismo no fue la invención de un individuo concreto, sino más bien
un éxodo en masa, un contagio inaudito que afectó al mismo tiempo a
millares de personas.
De Antonio sabemos por Atanasio que era hijo de padres acomodados y
que heredó una suma que le permitía vivir holgadamente. Sin embargo,
hacia el año 270, con unos veinte años, oyó en la liturgia las palabras
de Jesús al joven rico: “Ve, vende todo lo que tienes, da el dinero a los pobres, y Dios será tu tesoro; luego ven y sígueme” (Mc 10,21).
Entonces repartió sus bienes entre los pobres y se retiró al desierto.
Pero allí se encontró no sólo con Dios, sino también consigo mismo. Y
experimentó una rebelión en su interior. Por decirlo de una forma
moderna, tuvo que confrontarse con sus “sombras”. A veces se sentía
atraído por los placeres que había dejado atrás, otras se arrepentía de
vender sus bienes y marchar al yermo. Pero confiaba en Dios y aguantó.
Un día sale de allí un hombre “enamorado deDios”, como lo describe
Atanasio. Tenía alrededor de cincuenta años cuando se internó todavía
más en el desierto pero tampoco allí permanece solo.
Por el año 300 vemos ermitaños por todas partes. Muchos son
discípulos de Antonio; otros se han hecho monjes sin depender de él. La
aspiración de encontrar a Dios en la soledad del monacato era tan fuerte
que por todas partes surgen grutas y celdas, a cierta distancia unas de
otras. Los monjes eran los nuevos mártires, los verdaderos testigos de
Cristo. Eran los exponentes de la nostalgia original de Dios que hay en
todos. De hecho, aquellos Padres del desierto fueron como los psicólogos
de su tiempo. En la soledad observaban y analizaban pensamientos y
sentimientos, de los que el domingo, al reunirse para la liturgia,
trataban con el abad. Dialogaban sobre sus experiencias, su estilo de
vida y su ruta hacia Dios. Entre ellos hubo guías que hicieron una
anticipación del coloquio que luego desarrolló la psicoterapia.
Desde las más alejadas ciudades acudían innumerables fieles a pedir
consejo. Algo parecido a como tantos buscadores peregrinan hoy a oriente
buscando un gurú. La Iglesia sabía que en el desierto vivían cristianos
que no se doblegaban ante los favores imperiales y que hablaban de Dios
con autenticidad. Para entonces algunos viajeros cuentan que había más
gente en el desierto que en muchas ciudades.
En el año 323 el abad Pacomio fundó un monasterio en el desierto de
Egipto. Fue la primera comunidad cenobita (“vida común”) de monjes, y su
hermana María fundó varias comunidades de monjas. Así surgieron grandes
monasterios de hasta más de mil monjes rígidamente organizados. Pacomio
dio un paso adelante. Además de la administración y dela oración, puso
bajo supervisión el refugio, la ropa, la dieta y el trabajo de los
monjes. Habitualmente vivían en dormitorios espaciosos. Se puede decir
que con este sistema el monasticismo era más fácil al vivir los monjes
juntos y asociarse unos con otros. La nostalgia por la primitiva Iglesia
de Jerusalén, donde “todos eran de un solo corazón y una sola alma, y lo tenían todo en común” (Hch 4,32ss),
los inspiraba. Algunos cultivaban pequeños huertos, la mayoría se
sustentaba tejiendo cestas y esteras que luego vendían a cambio de un
poco de pan y aceite. Mientras tejían un cesto con juncos y paja,
recitaban un salmo, elevaban una plegaria o memorizaban una porción del
Evangelio. Su dieta era frugal, un poco de pan, queso, aceite, legumbres
y fruta. Sus posesiones no eran más que el rasón necesario, los
instrumentos de oración y lectura y una estera para dormir. Unos a otros
se enseñaban de memoria libros enteros de la Biblia y dichos de los
Padres antiguos, que llamaban “joyas de sabiduría”. A pesar de que todos
participaban del trabajo manual, nadie se consideraba superior a nadie.
La norma fundamental era el servicio mutuo, de tal modo que aun los
superiores, a pesar de la obediencia que debían recibir, estaban
obligados a servir a los demás. El propio Pacomio, que era el abad o
archimandrita, daba ejemplo ocupándose de las labores más humildes.
Aquella vida del desierto no se acoplaba bien con la nueva jerarquía
eclesiástica, cuyos obispos residían en palacios y gozaban del favor del
Estado. Muchos pensaron que lo peor que le podía pasar a un monje era
ser ordenado obispo, pero siempre había comunidades cristianas que
pedían se les enviara algún monje para dirigirlas, por eso a veces un
obispo iba al desierto y e llevaba a algún monje para ordenarlo. Hubo
incluso monjes a los que hubo que atar a la silla para ordenarlos.
Desgraciadamente, también hubo monjes orgullosos que pensaron que sus
vidas mostraban un nivel de santidad más elevado que el de los
eclesiásticos, y que eran ellos y no los obispos, quienes habían de
decidir en qué consistía la ortodoxia. Como muchos de estos monjes eran
rudos, se convirtieron en peones fáciles de manipular por otros.
Aquellas gentes eran personas muy comunes, de vidas virtuosas. No
eran inteligentes ni famosos, pocos de ellos podían leer las Escrituras,
por lo que tenían que aprenderlas de memoria. No eran clérigos ni
estaban interesados en las cuestiones eclesiales. Incluso las liturgias
eran vistas como un tanto mundanas debido a la pompa que se iba
imponiendo en ellas; además: si sólo se rezaba a esas horas, decían
ellos, no estás orando verdaderamente. Una auténtica persona de oración
la tiene constantemente en el corazón. Sin embargo, los relatos de sus
vidas son parte de la literatura cristiana más influyente. La mayoría de
esos escritos consiste en una serie de consejos para recordar y vivir, e
historias relacionadas con determinados monjes. En los textos se los
llama “amma” o “apa” (madre o padre espiritual) como señal de respeto,
aunque el título no indicaba ninguna posición oficial. Los “staretzs”
(guías espirituales) nunca juzgaban o sermoneaban, ni enseñaban desde
una posición de poder. Ante todo aprendían a amar no desde sus
necesidades o deseos, sino desde el amor de Cristo. Quiens los cnocieron
dicen que por ellos el mundo era conservado, que tal como el árbol
fabrica oxígeno para purificar la atmósfera, así estos orantes eran
árboles del espíritu.
La jornada monástica estaba divididaen tres períodos de ocho horas:
uno para rezar, unos para descansar y otro para trabajar. El trabajo
busca un triple objetivo: asegurar el sustento, ayudar a los compañeros y
evitar los malos pensamientos que acechan la conciencia, especialmente
cuando se está ocioso. La artesanía monástica ha sido siempre de una
calidad excepcional y continúa estando muy solicitada. Del mismo modo,
las obras de la literatura clásica cristiana se han conservado gracias a
las copias realizadas en los talleres monásticos.
Que el monasticismo tomara este rumbo fue obra de Basilio (+378).
Vivió en soledad algún tiempo en su finca de Ponto con otros miembros de
su familia, donde escribió su conocida obra Ascética, que se
convertiría en la inspiración del monasticismo posterior. Recomendaba a
los monjes que se reunieran en grupos organizados, de acuerdo con la
naturaleza gregaria humana: “El ser humano es un ser dócil y social,
y no salvaje y solitario. Ya que no hay que caracterice más nuestra
naturaleza que el asociarnos unos con otros y el necesitarnos unos a
otros” (Normas Generales 3, I). De acuerdo con esto, los monjes
deberían volver del desierto a las ciudades y fundar allí cenobios
filantrópicos. El mismo Basilio volvió a Cesarea y organizó un grupo de
instituciones de beneficencia, que más tarde recibieron en su honor el
nombre de basilios. La dirección estaba en manos de los monjes, llamados “padres de los huérfanos”.
El cenobio podría considerarse como la forma final del monasticismo,
pero no es así. Si bien en un primer momento mitigó el yugo de los
ascetas, más tarde sin embargo lo hizo más difícil de soportar. Por este
motivo surgió en la Edad Media una tendencia dirigida a un modo de vida
menos estricto: la vida idiorrítmica. En los monasterios
idiorrítmicos la administración, indumentaria, oración y hasta la
residencia permanecían comunes. A los monjes se les permitía la
propiedad privada, que no podía superar ciertos límites. La vida idiorrítmica se puede considerar un retorno al sistema comunal de la laura, mientras que también es una combinación de los modelos eremita y comunal.
Estos cuatro tipos de monasticismo van paralelos a lo largo de los
siglos. Dentro de la tradición eremítica surgieron variaciones extrañas e
interesantes, adoptando en ocasiones formas extremas. Los confesores se
encerraban durante muchos años en sus celdas, comunicándose con el
mundo exterior únicamente mediante carta, y para recibir su exigua
ración de comida. Los estilitas vivían en pilares semidestruidos. Los
“locos” por Cristo viajaban de un lado a otro ostentando su locura por
humildad.
Cuando los primeros ascetas se retiraban del mundo al desierto
buscaban alejarse de muchos bienes mundanos: matrimonio, riqueza y
actividad independiente. El celibato no admitía grados, sino que era
absoluto -aunque entre los monjes celtas sí hubo grados-. En la pobreza,
sin embargo, hubo la modificación reseñada antes en relación a la vida
idiorrítmica. Pero incluso en este caso la pobreza se mantuvo en su
esencia, pues la propiedad de los monjes idiorrítmicos jamás alcanzaba
para llevar una vida cómoda. Por último, la obediencia, ya sea a un abad
o al padre espiritual, el apa, constituía una inquietud primordial para
los monjes. El espíritu egoísta e independiente representaba el mundo
secular, por ello debía ser eliminado por completo. Es decir, el joven
asceta debía renunciar a su mala voluntad por Dios en la persona de su
guía espiritual, para transformarla en una buena voluntad. Este punto
queda reflejado de modo pintoresco por una anécdota en la que un apa,
deseando poner a prueba el progreso de su discípulo, le preguntó si veía
los cuernos –que no existían- de una bestia de carga que pasaba en ese
momento; y contestó sin titubeos: “Sí, los veo, apa”.
En la época posterior a Basilio llegó a ser inconcebible un
monasterio que no tuviera un espacio para huéspedes, hospital y escuela.
El monasterio del Pantocrator de Constantinopla, fundado en el siglo
XII, disponía de hospital con médicos para hombres y mujeres, y cuya
organización fue la base de los actuales hospitales. Estaba dividido en
cuatro secciones: médica, quirúrgica, ginecología y enfermería de ojos y
oídos.
Pero además de la actividad, hay un estadio superior en la escala de
la perfección monástica: la contemplación (theoria), el esfuerzo por la
comunión directa con Dios. Esta diferenciación de las actividades de los
monjes se encuentra ya en una frase de Gregorio el Teólogo: “Preferirás
actividad o contemplación. Contemplación es la ocupación de los
perfectos, acción pertenece a muchos. Ambas son buenas; elige la que se
ajuste a ti”.
El silencio ha sido condición indispensable para el asceta en su
búsqueda de la perfección. Por silencio se entiende paz y armonía
interior, y la relativa quietud exterior a través de la cual se eliminan
las pasiones. Este estado fue llamado en el último período brillante de
la teología mística bizantina “hesicasmo”.
El silencio estaba unido inseparablemente a la ascesis. Los esfuerzos
de los primeros monjes en esta dirección adoptaron la forma de un
silencio balbuceante y permanente cuando las circunstancias lo
requerían. Se dice que el apa Primen afirmó: “Quien habla por el
amor de Dios actúa bien; y quien permance en silencio por el amor de
Dios actúa también correctamente” (Dichos de los Padres, 721). En
cualquier caso, el elemento del silencio, si bien no predominara
excesivamente en el pensamiento monástico, recibió más tarde un mayor
énfasis por su conexión con la oración jaculatoria de invocación del
Nombre, que cristalizó en la breve oración “Kirye eleison”, repetida sin cesar.
En la segunda mitad del siglo IV, los monjes se pasaron unos a otros
los dichos de los Padres antiguos. Esas frases eran como aguijones que
avivaban y estimulaban, y pronto empezaron a circular recopilaciones.
Los apotegmas fueron escritos por Evagrio (+399), griego y teólogo culto
que estudió con los Padres Capadocios, pero huyó de Constantinopla y se
hizo monje en Egipto. Adoctrinado por un padre antiguo, Evagrio llegó a
ser un solicitado guía. Sus escritos fueron las enseñanzas de los
monjes. Famosa fue su frase: “Teólogo es quien ora, y quien ora es teólogo”.
Su discípulo Juan Casiano (+435), consiguió que su sabiduría hesicasta
llegase hasta nosotros. Fundó dos monasterios en Marsella e influyó
grandemente en Benito de Nursia.
De hecho, los apotegmas de Evagrio y Casiano y las Reglas de Basilio y
Benito han llegado a ser el texto oficial para todos los que hoy
también quieren ser monjes.
En Grecia se formaron fuertes centros de monasticismo, entre los que
destacó el monte Athos desde el siglo XI, que a partir de entonces
recibió el calificativo de “Montaña Sagrada”.
Pero hay que tener presente que la vida monástica no pertenecía a la
estructura esencial de la Iglesia, que vivió sin monjes hasta el siglo
III. De modo que no es impensable que pueda llegar el día en que la
Iglesia subsista de nuevo sin ellos. Y, por doloroso que resulte, nada
esencialmente grave sucedería.
El monacato fue una fuerza impactante que influyó profundamente en la
historia. Pero después de la catársis del desierto, los espirituales
enseñaron una nueva y definitiva interiorización: “Entra en tu alma y encuentra allí a Dios, a los ángeles y el Reino” (Macario el Grande).
La nueva conciencia alcanza su plenitud en la caridad cósmica de los
santos (san Isaac). Cuando Simeón el Estilita ató su pie a una cadena
para reducir sus movimientos a lo estrictamente necesario, el patriarca
Melecio le hizo notar que es perfectamente posible lograr la inmovilidad
mediante la sola voluntad. Juan Mosco describe a un joven monje que no
duda en frecuentar tabernas, pero mantiene un corazón puro y provoca la
envidia de un viejo monje que había pasado cincuenta años en Escete y no
había logrado la misma pureza. Bajo la influencia pedagógica de la
Iglesia se reconoce la enseñanza evangélica: en adelante los actos de
amor superan las explosiones ascéticas. El abad de un gran monasterio
decía: “Después de 40 años el sol jamás me vio comer”. Un simple monje le respondió: “Sin embargo, a mí el sol nunca me ha visto enfadado”.
La ascesis de Isaac el Sirio llama la atención por su gran aprecio del
ser humano y de la creación. Llegados a este nivel, el monje puede
incluso regresar al mundo y volver a su ciudad, pues ha adquirido la
caridad que lo contempla todo con ojos puros. Decía Serafín de Sarov: “Abre tu celda y recibe al mundo con la alegría de la Pascua”.
El monaquismo occidental
El monaquismo fue un fenómeno típicamente oriental, cuyos centros más
importantes estaban en Egipto, Siria y, algo más tarde, en Capadocia.
Los monjes que había en Occidente no hacían sino imitar lo aprendido u
oído de sus compañeros del Oriente. Pero el monaquismo oriental no podía
adaptarse al resto de Europa Occidental. Aun aparte de las diferencias
del clima, que impedía que los monjes occidentales llevasen la misma
vida que los del Egipto, había marcadas diferencias en cuanto al modo de
ver la vida cristiana y la función del monaquismo en ella. La primera
de estas diferencias provenía del espíritu práctico que los romanos
habían dejado como su legado a la Iglesia Occidental. El cristianismo
latino no veía con buenos ojos los excesos de los anacoretas orientales.
El propósito de la vida ascética, como el de toda práctica atlética, no
es destruir el cuerpo, sino hacerlo cada vez más capaz de enfrentarse a
toda clase de pruebas. Por tanto, el ayuno hasta la emaciación, o la
falta de sueño por el sólo propósito de castigar el cuerpo, no eran bien
vistos en Occidente.
Además, como parte de ese espíritu práctico, buena parte del
monaquismo occidental tenía el propósito, no sólo de lograr la propia
salvación, sino también de llevar a cabo la obra de Dios. Muchos de los
monjes occidentales utilizaron la disciplina monástica como un modo de
prepararse para la tarea misionera. Tales fueron el celta Columba y
Agustín de Canterbury, así como miles de monjes que siguieron la pauta
trazada por ellos. Otros monjes occidentales trataron de oponerse a las
injusticias y crímenes de su tiempo. Símbolo de ellos es Telémaco, el
monje que a principios del siglo V se lanzó a la arena del circo romano y
detuvo un combate de gladiadores. La multitud enfurecida, y
supuestamente cristiana, lo mató. Pero a partir de esa fecha, y en
respuesta a la acción de Telémaco, los combates en el circo fueron
prohibidos por el emperador Honorio. Otra diferencia entre el monaquismo
oriental y el occidental es que éste último nunca sintió la enorme
atracción hacia la vida solitaria que dominó buena parte del monaquismo
oriental.
Por último, el monaquismo occidental rara vez vivió en la tensión
constante con la iglesia jerárquica que caracterizó al monaquismo
oriental, sobre todo en sus primeros tiempos. Hasta el día de hoy, en
las iglesias orientales el monaquismo sigue su propio curso, prestándole
poca atención a la vida de la iglesia en general, excepto cuando algún
monje es requerido para ser hecho obispo. En Occidente, por el
contrario, la relación entre el monaquismo y la jerarquía eclesiástica
ha sido muy estrecha. Excepto en los momentos en que la corrupción
extrema de la jerarquía ha llevado a los monjes a tratar de reformarla,
el monaquismo ha sido el brazo derecho de la jerarquía eclesiástica. Y
en más de una ocasión los monjes han reformado la jerarquía, o la
jerarquía ha reformado un monaquismo decadente.
En cierto modo, el monaquismo occidental encontró su fundador en
Benito de Nursia. Antes de él hubo muchos monjes en la Iglesia
Occidental, pero sólo él logró darle al monaquismo latino un sabor
propio, de suerte que a partir de él el monaquismo no fue ya algo
importado de Oriente, sino una planta autóctona.
Benito de Nursia
Al final del primer período de efervescencia monástica, dos siglos
después de san Antonio, aparece Benito, nacido en la pequeña aldea
italiana de Nursia, alrededor del año 480. A fin de colocar su vida en
el marco de los principales acontecimientos de la época, recordemos que
el bárbaro Odoacro depuso al último emperador de Occidente en el 476, y
que para el año 493, cuando Benito comenzaba su adolescencia, toda
Italia estaba en manos ostrogodas. Aquel mundo era un mundo
problemático, desgarrado e incierto. No conocía seguridad ni protección,
y la Iglesia sufría casi tantos problemas como los poderes seculares,
pues sucesivas invasiones de bárbaros habían comenzado a desmembrar el
imperio. A mediados de siglo, los hunos causaban estragos en el norte de
Italia y Roma era saqueada de nuevo. También la Iglesia estaba
desgarrada, no sólo sufriendo guerras y desórdenes políticos, sino
dividida teológicamente por la cuestión de la gracia, una de las grandes
preocupaciones del siglo V.
Los tiempos de Benito fueron tanto política como eclesiásticamente
movidos. El primer período de Benito coincidió con el tiempo en que
gobernó Teodorico (+526). Los ostrogodos eran arrianos y la Iglesia
estaba dividida. Los círculos allegados a los bizantinos nombraron un
antipapa en contra del papa Símaco (+514), lo cual condujo a un cisma
entre Roma y Bizancio. Cuando los bizantinos incrementaron su influencia
en Italia, el rey Teodorico se tornó más duro contra los católicos.
Durante el período del emperador Justiniano (+565), las tropas
bizantinas al mando de Belisario conquistan Roma. Entre 535 y 553,
Italia se ve azotada por la guerra, hasta que, por último, los godos son
derrotados definitivamente. Los papas son nombrados y depuestos
alternativamente por el emperador bizantino y por el rey ostrogodo. Una
gran desorientación reina en la Iglesia romana. Muchos fieles no saben a
quién atenerse. El emperador Justiniano disuelve en 529 la escuela de
los filósofos en Atenas, precisamente el mismo año en que, según la
tradición, Benito funda el monasterio en la cumbre de Montecasino. A
partir de 533 reina por algunos años la paz. Sin embargo, a partir de
568, los longobardos invaden Italia y destruyen todos los monasterios
que hallan a su paso devastador. En 587, Montecasino es reducido a
cenizas y los monjes deben huir a Roma. Es así como el obrar de Benito
coincide con una época intranquila.
La familia de Benito pertenecía a la vieja aristocracia romana, y es
de suponer que en su juventud presenció las tensiones entre católicos y
arrianos que caracterizaron aquella época en Italia. Muy joven marchó a
Roma a estudiar artes liberales, aunque abandonó sus estudios y marchó
de la ciudad para permanecer unos dos años en Affile y después en
Subiaco.
Alrededor de los veinte años, Benito se retiró a vivir en soledad a
una cueva en el flanco de una montaña próxima a Subiaco, rodeada por un
maravilloso paisaje de salvaje belleza, donde llevó un régimen de vida
muy ascético. Allí estuvo solo por tres años; únicamente se relacionaba
con un monje vecino que le proveía de pan, pero que guardaba el secreto
de su localización.
Tres años permanece Benito en la cueva apartado de todo ser humano.
Es como si debiese nacer de nuevo en Dios a fin de poder erguirse como
un hombre nuevo. Pasados tres años, Benito celebra la resurrección. En
ocasión de la fiesta de Pascua acude a él un sacerdote. Había recibido
en una visión el encargo de buscar a Benito y compartir con él su
alimento. El sacerdote visita al ermitaño y habla con él sobre la vida
espiritual. Después, le invita a comer con él: “Levántate y tomemos alimento, porque es Pascua”. Benito replica: “Sé que es Pascua, porque he sido digno de verte”.
Tras tres años de soledad y ascética, Benito se alegrar de poder
compartir la mesa con otra persona. Ha pasado por la escuela de la
soledad, se ha conocido a sí mismo con todos sus abismos y peligros y
está ahora en condiciones de encontrarse con otro ser humano sin
prejuicios y abiertamente. Así como Jesús resucitó al tercer día, así
celebra Benito la resurrección después de tres años. Se ha convertido en
un hombre nuevo. Renacido se encuentra con los pastores que le toman
por un animal salvaje a raíz de las pieles que viste. Pero habla con
ellos, y ellos mudan “sus instintos de fiera por la gracia de la
devoción”, presentando un claro paralelismo con el nacimiento de Jesús.
Los pastores anuncian el nacimiento del nuevo Benito.
Durante aquella época, nos narra su biógrafo Gregorio Magno, se
sintió sobrecogido por una gran tentación carnal. Una hermosa mujer a
quien había visto anteriormente se le presentó ante la imaginación con
tal claridad que Benito no podía contener su pasión, y llegó a
plantearse abandonar su vida monástica. Entonces narra Gregorio que “recibió
una repentina iluminación de lo alto, y recobró el sentido, y al ver
unas zarzas y ortigas se desnudó y se lanzó entre las espinas y el fuego
de las ortigas. Después de dar allí varias vueltas, salió todo llagado…
A partir de entonces… nunca volvió a ser tentado de igual modo”.
Sin embargo, tales excesos no serían característicos del joven monje,
para quien la vida monástica no consistía en destruir el cuerpo, sino
en hacerlo instrumento apto para el servicio a Dios.
Pronto la fama de Benito fue tal que un numeroso grupo de monjes se
reunió a su alrededor. Benito los organizó en grupos de doce. Después de
algunos años, probablemente en el 528 o 529, abandonó el valle y,
acompañado de algunos monjes, marchó hacia el sur.
Este fue su primer intento de organizar la vida monástica, aunque
tuvo que ser interrumpido cuando algunas mujeres disolutas invadieron la
región y tentaban a los monjes. Benito se retiró entonces con sus
monjes a Montecasino, importante macizo montañoso que se eleva en los
Apeninos centrales, que era un lugar tan apartado que todavía quedaba
allí un bosque sagrado, y los habitantes del lugar seguían ofreciendo
sacrificios en un antiguo templo pagano dedicado a Apolo. Lo primero que
hizo Benito fue ponerle fin talando el bosque, derribando el altar y el
ídolo del templo y dedicando el lugar a san Martin.
Gregorio indica como la razón de la partida de Benito de Subiaco a
Montecasino el enfrentamiento con un envidioso sacerdote llamado
Florencio. Algunos historiadores suponen que Benito había desarrollado
otro concepto de vida monacal y que ésa es la razón por la que cambió de
lugar.
En Montecasino permanece Benito hasta el día de su muerte, el 21 de marzo de 547, según se cree.
En Montecasino organizó una comunidad monástica para hombres, cerca
de otra que fundó para mujeres su hermana Escolástica. Allí su fama fue
tal que venían a visitarlo gentes de todas partes. Entre estos
visitantes se encontraba el rey ostrogodo Totila, a quien Benito
reprendió diciéndole: “Haces mucho daño, y más has hecho. Ha llegado el momento de detener tu iniquidad… Reinarás por nueve años y al décimo morirás”.
Y, según señala su biógrafo, Gregorio Magno, Totila murió, como lo
había predicho el monje, durante el décimo año de su reinado.
Pero la fama de Benito no se debe a sus profecías, ni a su práctica
ascética, sino a la Regla que en el año 529 le dio a la comunidad de
Montecasino, y que pronto se volvió la base de todo el monaquismo
occidental.
La vida de Benito, tal como Gregorio la presenta, se centra en
asombrosos milagros y encuentros con demonios, gran parte de lo cual
resulta excesivo y poco edificante para el lector moderno. No obstante,
deshacernos de ello de forma apresurada supondría perder la oportunidad
de encontrar otra dimensión de nuestra comprensión de la vida de Benito.
Puesto que el interés del autor no reside en la cronología y los
hechos, otorga al relato una gran proximidad con la manera de narrar que
tiene la Biblia; de esta manera la trama se desarrolla de acuerdo con
el motivo de la travesía. Al exponer Gregorio la vida de Benito, ésta se
percibe como una búsqueda, una peregrinación situada entre angostos
pasos de montaña y amplias llanuras que, al final, conducirán a Benito a
la cumbre. No obstante, hay algo más. Gregorio quería que sus lectores
descubrieran en Benito un ejemplo del modo que Dios tiene de actuar en
la vida humana. Se ejemplifica así la ley de la paradoja, según la la
cual la fecundidad procede de lo que a primera vista parece estéril, y
la vida surge de la muerte.
A pesar de todo, el Benito descrito por Gregorio todavía se nos
escapa como persona. La fuente que en última instancia nos desvelará su
personalidad es su obra maestra, su Regla.
La Regla de san Benito
Tanto el objeto como el lenguaje de la Regla de Benito la distinguen
de otras reglas monásticas similares, siendo tal peculiaridad el hecho
que más cosas nos revela acerca de su autor. La reflexión académica en
torno al grado de originalidad de la Regla es algo que no nos incumbe
aquí. Se ha dedicado una inmensa cantidad de esfuerzos a una cuestión
que resulta de suma importancia para los estudiosos, pero que sería
irrelevante al propio Benito, pues él mismo se sentía complacido al
tomar lo bueno de la herencia monástica existente, asimilarlo y
colorearlo con su propia experiencia personal. En su entorno descubrió
diversos tipos de vida monástica con sus propias tradiciones y logros.
Existían formas que daban libertad al desarrollo personal y la vida de
soledad; otras subrayaban el valor de una vida corporativa en comunidad.
Él unificó estas diversas corrientes.
El impacto de esta Regla no se debe a su extensión, pues cuenta sólo
con setenta y tres breves capítulos, que pueden leerse en una o dos
horas. Ese impacto se debió más bien a que, de forma concisa y clara, la
regla ordena la vida monástica de acuerdo al temperamento y necesidades
de la Iglesia Occidental.
“Ya es hora de despertarnos del sueño, y con los ojos abiertos a la luz divina, escuchemos atónitos… corred mientras tenéis luz”.
Esta urgente llamada a despertar, a escuchar, a actuar, la dirigía
Benito a sus monjes de Montecasino. La frase está tomada de la Regla,
una forma de vida estructurada que contempla paulatinamente todos los
elementos fundamentales: el culto, el trabajo, el estudio, la
hospitalidad, la autoridad y las posesiones, en la medida en que venían
exigidos por una vida en comunidad de acuerdo con los tres votos
benedictinos de obediencia, estabilidad y “conversatio morum”.
Después de mil quinientos años no ha perdido frescura o actualidad. Ya
desde el comienzo mismo del prólogo, el planteamiento es sumamente
amplio: “Me dirijo ahora a ti, quienquiera que seas”. Diversas
imágenes se suceden unas a otras en tanto que en su excitación Benito se
dirige a sus oyentes ora como reclutas del ejército u obreros del
taller de Dios, ora como peregrinos en camino o alumnos de una escuela.
Cada uno ha de escuchar la llamada de forma distinta; no a todos les
atraerán las mismas cosas. No obstante, hay algo que todos compartimos.
El mensaje debe ser escuchado en el momento presente, hay que levantarse
y abandonar la apatía. La Regla cuestiona los presupuestos de acuerdo
con los que vivimos y contemplamos algunas de las preguntas
fundamentales que todos enfrentamos. ¿Cómo desarrollamos a plenitud
nuestro propio ser? ¿Dónde podemos hallar curacion y crecer
íntegramente? ¿Cómo nos relacionamos con quienes nos rodean? ¿Y con la
naturaleza? ¿Y con Dios? Si pensamos en todas las alienaciones que
debemos resolver –esas que descubrimos en el relato del Génesis sobre la
caída: respecto a los demás, respecto al entorno natural y respecto a
Dios-, el punto de partida continúa hallándose en las propias
alienaciones.
Los conocidos temas que pueden escucharse siempre en conferencias y
reuniones, en sermones y reflexiones, son también los de la Regla:
raíces, pertenencia, comunidad, plenitud, compartir, espacio, escucha,
silencio… la sensación de que la gente necesita amar y ser amada para
llegar a ser plenamente humana, el hecho de que necesitan un lugar al
que pertenecer; de que necesitan libertad, pero a la vez deben aceptar
la autoridad.
La gran innovación de la Regla es su nueva comprensión de las
relaciones entre los miembros de la comunidad. El ideal primitivo había
consistido fundamentalmente en que el novicio encontrase a un hombre
santo, un padre espiritual, y le solicitase aprender de él, siendo el
monasterio un grupo de gente reunida en torno a un sabio. Las reglas
anteriores otorgaban un poder inmenso al abad, pero Benito cambia este
patrón de autoridad casi exclusivamente vertical subrayando las
relaciones fraternas entre los monjes, que son hermanos llamados a
amarse mutuamente.
Los monasterios del siglo VI, tal como se desarrollaron en vida de
Benito, eran pequeños y sencillos, pensados para un grupo de doce
personas, y todas las actividades cotidianas reflejaban el trabajo de
una familia numerosa. El monasterio consistiría en un pequeño edificio
de una sola planta, alrededor del cual se situarían talleres, cobertizos
y cuadras. Ni el dormitorio, ni el refectorio, ni el oratorio tenían
por qué ser amplios o complicados. El claustro será cosa del futuro. La
pequeña comunidad reunida allí como una familia cristiana para vivir,
trabajar y orar juntos probablemente tenía pocas necesidades, pues en su
mayoría eran hombres sencillos, siendo los menos sacerdotes e
intelectuales. El día estaba distribuido de acuerdo con el “opus dei”,
la obra de Dios, el objeto de la vida monástica; es decir, el rezo del
Oficio Divino diario. El resto del tiempo estaba totalmente ocupado con
tareas domésticas o agrícolas, el estudio y la lectura, amén de dos
comidas y las horas de sueño. Aquí hallamos hombres que viven unidos
para servir a Dios y salvar sus almas, que acogían con gusto a quienes
acudían a ellos, pero felices de ignorar en gran medida el mundo que se
extendía más allá de sus muros.
Benito comprende la vida espiritual del monje como un camino. Él
invita a cada monje a tomar ese camino de transformación. Para Benito,
se trata de un camino de salvación, un camino en el que el individuo
llega a alcanzar la salud y la integridad. Vida espiritual significa,
para Benito, estar en camino. En ese camino hay que afrontar fatiga y
esfuerzo. Y ese camino necesita métodos para avanzar. Así, Benito
describe el camino con la imagen del “arte espiritual” (“ars
sipiritales”). En el capitulo 4 de su Regla nos presenta las
herramientas del arte espiritual con las cuales se avanza. Con la
expresión “arte espiritual”, Benito traduce el concepto griego de
“áskesis”. Ascética designaba para los griegos el trabajo
artístico sobre un objeto, como también el ejercicio corporal y la
formación intelectual. En la filosofía estoica significaba ejercitarse
en la virtud. En el arte espiritual, el monje trabaja sobre su cuerpo,
su alma y su espíritu con las herramientas que Benito le ofrece a fin de
que salga a relucir cada vez más la figura originaria y única que Dios
se ha hecho de él. Benito menciona las herramientas del arte espiritual y
el taller en el que se practica ese arte: “Pero el taller donde
hemos de trabajar incansablemente en todo esto es el recinto del
monasterio y la estabilidad en la comunidad” (4,78). Por tanto, el
monasterio es un taller en el que se trabaja espiritualmente, en el que
se forma y se hace surgir la figura del verdadero monje cristiano.
El camino interior propiamente dicho que ha de recorrer el monje se
describe en el capítulo 7 de la Regla, dedicado a la humildad.
Inicialmente, este hecho suena desalentador, ya que la humildad no es
precisamente algo que nos resulte fascinante y atractivo. En ese
sentido, Benito presenta al monje la imagen de la escala de Jacob, que
lleva al cielo. Huyendo de su hermano Esaú, Jacob sueña en Betel con
esta escala. En la parte superior de la escala está Dios, que le
promete: “Mira que yo estoy contigo; te guardaré por dondequiera que
vayas y te devolveré a este solar. No te dejaré hasta haber cumplido lo
que te he dicho” (Génesis 28,15).
La escalera que va al cielo ha sido vista siempre en la Iglesia
antigua como imagen de la contemplación. Desde tiempos inmemoriales, los
autores espirituales han interpretado el camino espiritual como un
ascenso hacia Dios. Ahora bien, la paradoja cristiana consiste en que
ascendemos hacia Dios en cuanto descendemos a nuestra propia realidad.
Sólo aquél que se encuentra a sí mismo encontrará a Dios. Sin un
encuentro honesto consigo mismo sólo encontraremos nuestras propias
proyecciones, pero no al Dios verdadero. Benito interpreta el subir y
bajar de los ángeles en la escena de la escala de Jacob de la siguiente
manera: “Por la altivez se baja y por la humildad se sube” (7,7). La palabra humildad, del latín humilitas, proviene de humus,
que significa tierra. Sólo quien tiene el coraje de asumir su propia
condición de tierra, su humanidad, ascenderá en la contemplación hacia
Dios. En esta imagen, Benito resume la experiencia del monacato
primitivo tal como lo describe Evagrio Póntico. De camino hacia Dios nos
encontramos con nuestros propios lados oscuros, con los peligros que
nos amenazan, con nuestras pasiones y deseos, con las necesidades y
emociones. El que se encumbra a sí mismo quisiera pasar por alto su
realidad psíquica. Realizando un bypass espiritual, quisiera
utilizar a Dios para eludir su propia realidad. Pero, después, termina
en un callejón sin salida. No llegará a Dios, sino sólo a las imágenes
que él se ha dibujado de Dios y de sí mismo.
Benito interpreta la escala hacia el cielo de una forma muy personal: “La
escala erigida representa nuestra vida en este mundo. Pues, cuando el
corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo. Los dos largueros
de esta escala son nuestro cuerpo y nuestra alma, en los cuales la
vocación divina ha hecho encajar los diversos peldaños de la humildad y
de la observancia para subir por ellos” (7,8s). Los largueros son
el cuerpo y el alma; el espíritu ya está salvado, pero ahora hay que
salvar el alma y el cuerpo. En el camino espiritual, el cuerpo es tan
importante como el alma. Con cuerpo y alma debemos ponernos en ruta
hacia Dios. Cuerpo y alma interactúan recíprocamente.
Ahora bien, Dios ha insertado en el cuerpo y en el alma doce peldaños
de humildad y disciplina que nos quebrantarán, como él quebrantó a
Jacob en Peniel. La humildad es más la actitud interior. La disciplina
designa el ejercicio concreto. La palabra disciplina proviene del latín: dis-cipere,
con el significado de tomar en las manos, desmembrar. Disciplina
significa que tomamos la vida en nuestras propias manos. La vida
espiritual es también un hacer, un luchar utilizando un método
determinado. Los primitivos monjes decían: “Quien lucha sin método lucha en vano”.
Y vida espiritual significa que asumimos la responsabilidad por nuestra
propia vida. No basta con lamentarse por las heridas que hay en la
propia historia de vida. Podemos dar forma a nuestra vida, cogerla y
plasmarla de tal forma que corresponda a la imagen original que Dios
tiene de nosotros.
Al leer el capítulo de Benito sobre la humildad deberíamos tener en
cuenta la tradición de los Padres de la Iglesia. Esa interpretación nos
preserva de ver en la humildad una degradación del ser humano que lo
haga despreciable. Al mismo tiempo, ello impide que comprendamos la
humildad como una virtud ética. La humildad es para la Iglesia antigua
esencialmente una actitud religiosa en la que el cristiano imita a
Cristo en su kenosis o vaciamiento, y se hace semejante a él. A la vez
es el requisito de la contemplación. Así pues, Benito ve el ejercicio de
la humildad como “imitación de Cristo”, como un crecer en progresiva
unión y semejanza con Cristo. Al mismo tiempo, la ve como camino de
ejercitación en el amor perfecto, en el llegar a la unión con Dios en la
contemplación. Este amor perfecto (caritas; 7,67ss) se caracteriza por
el amor a Cristo y por el goce en la práctica de las virtudes,
entendiéndose aquí virtud no en sentido moral sino como una
fuerza humana regalada por Dios. En consecuencia, la humildad lleva al
ser humano al goce de su vitalidad, de su fuerza, de su vida configurada
por el Soplo de Dios. La meta de la senda de la humildad no es, por
tanto, la humillación de la persona, sino su exaltación, su
transformación por el Soplo divino que le impregna, y su gozar de esta
nueva calidad de vida.
En ningún otro capítulo de su Regla cita Benito tantas veces la
Sagrada Escritura como en su capítulo sobre la humildad. Él comienza su
enseñanza espiritual, que nos ha de llevar a través de la humildad al
amor, con las palabras de Jesús: “La divina Escritura, hermanos, nos
dice a gritos: ‘Todo el que se ensalza será humillado y el que se
humilla será ensalzado’” (7,1; Lucas 18,14). Por consiguiente, la
intención de Benito en su capítulo sobre la humildad es cumplir la
palabra de Jesús y crecer en la asemejación a su actitud. No hay que
comprender aquí el discurso de la humillación de sí mismo en sentido
moralizante, como si debiésemos achicarnos y pensar sobre nosotros en
pequeño. Hay que comprenderlo más bien en sentido psicológico: el que se
identifica con grandes ideales se verá inevitablemente confrontado con
sus lados oscuros, se verá obligado a encarar su humanidad, su humus.
Y con frecuencia caerá de bruces, porque se ha encaramado muy arriba.
Pero quien desciende a su propia realidad, a los abismos de su
inconsciente –como diría hoy la psicología profunda-, a la oscuridad de
sus sombras, a la impotencia de su propia aspiración, quien toma
contacto con su humanidad y condición terrena, asciende hacia Dios.
Ascender a Dios es la meta de todo camino espiritual. La paradoja de una
espiritualidad que parte desde abajo, tal como la describe Benito en su
capítulo sobre la humildad, consiste en que ascendemos hacia Dios
precisamente a través del descenso a nuestra realidad humana. El fariseo
de la parábola, que deposita toda su confianza en sí mismo y en sus
logros morales, desprecia a la gente que no puede alcanzar tales logros.
Se coloca por encima de los demás y, en consecuencia, será humillado,
será confrontado por Dios con sus lados sombríos. Y el recaudador, que
deposita su confianza en Dios, que se reconoce a sí mismo en su
humildad, se entrega a la misericordia de Dios y, por ello, será erguido
y exaltado por Dios. De ese modo, en su capítulo sobre la humildad,
Benito quisiera introducirnos en la esencia del mensaje de Jesús, que
desenmascara la infatuación de los fariseos y promete a los pecadores la
misericordia y la salvación de Dios.
Comparada con los excesos de algunos monjes de Egipto, la Regla es un
modelo de moderación en lo que se refiere a la práctica ascética.
Benito dice a sus lectores que: “se trata de constituir una escuela para el servicio del Señor. En ella no esperamos instituir nada grave ni áspero”.
En consecuencia, a través de toda la Regla rige un espíritu práctico y a
veces hasta transigente. Así, mientras muchos de los monjes del
desierto se alimentaban sólo de agua, pan y sal, Benito establece que
sus monjes han de comer dos veces al día, y que en cada comida habrá dos
platos cocidos y a veces otro de legumbres o fruta. Además, cada monje
recibirá un cuarto de litro de vino al día. Todo esto, naturalmente, se
hará sólo cuando no haya escasez, pues de haberla los monjes deberán
contentarse con lo que haya, sin quejas ni murmuraciones. De igual modo,
mientras los monjes del desierto trataban de dormir lo menos posible, y
de que su sueño fuese incómodo, Benito prescribe que cada monje tendrá
un lecho, una manta y una almohada. Al distribuir las horas del día
separa entre seis y ocho para el sueño.
Tal vez una anécdota que Gregorio narra sobre Benito pueda ofrecernos
una pista. Un ermitaño de nombre Martín había decidido encadenarse a la
pared de su cueva. Cuando Benito se enteró le envió el siguiente
mensaje: “Si de verdad eres un siervo de Dios, no te ates con cadenas de hierro; deja que Cristo sea la cadena que ate”.
Benito nos orienta hacia Cristo. Es tan simple como eso. Cristo es el
comienzo, el camino y la meta. La Regla constantemente se trasciende a
sí misma yendo a Cristo.
Aun en su moderación, hay tres elementos en los cuales Benito se
muestra firme. Son los tres votos: la estabilidad o permanencia, la
fidelidad al monasticismo (conversatio morum) y la obediencia. Aunque
los consideremos individualmente, descubriremos temas comunes y
conexiones subyacentes. Existe una lógica interna por la cual
constantemente se iluminan, profundizan y apoyan unos en otros. Juntos
se convierten en una gran afirmación, y en la necesidad de profundizar
en el sentido del bautismo y el misterio de la muerte y resurrección de
Cristo.
La permanencia quiere decir que los monjes no deben andar vagando de
un monasterio a otro. Al contrario, según la Regla cada monje ha de
permanecer el resto de su vida en el mismo monasterio en que hizo su
profesión, a menos que por alguna razón el abad lo envíe a otro lugar.
Esto lo ordenó Benito para poner remedio a una situación en la que había
quienes se dedicaban a ir de monasterio en monasterio, disfrutando de
su hospitalidad por algún tiempo hasta que comenzaba a exigírseles que
llevasen junto a los demás las cargas del lugar, o hasta que empezaban a
tener conflictos con el abad o con otros monjes.
Entonces, en lugar de aceptar su responsabilidad, o de resolver esos
conflictos, se iban a otro monasterio, donde pronto surgían los mismos
problemas. La permanencia fue una de las características de la Regla que
más hicieron sentir su impacto, pues le dio estabilidad a la vida
monástica.
El voto de estabilidad es absolutamente fundamental, pues plantea la
cuestión del compromiso y la fidelidad, que curiosamente tanto preocupa
justo a quienes no se les pide asumir la profesión solemne que se les
exige a los novicios benedictinos. Lo que ellos imaginan lo describe
gráficamente la Regla: “A quien acaba de llegar para ingresar a la vida monástica no se le debe admitir fácilmente”, por eso el aspirante debe perseverar llamando cuatro o cinco días. A continuación se le advierte de “todas las dificultades y asperezas por las cuales se llega a Dios”. Pasados dos meses, a quien promete perseverar en su estabilidad se le lee la Regla íntegramente y se le dice: “Esta es la ley bajo la cual quieres servir. Si puedes cumplirla, entra; pero si no puedes, vete libremente”.
Si continúa manteniéndose firme, se le lleva de regreso al noviciado y,
seis meses después, se le examina otra vez, y de nuevo cuatro meses más
tarde. La frase que se emplea constantemente es: “Si todavía se mantiene firme”.
Sólo entonces se presenta ante toda la comunidad y hace su promesa en
un documento escrito que se deposita solemnemente sobre el altar. Una
vez que decide aceptar la Regla, ya no es libre para abandonar el
monasterio o zafarse de la Regla.
La estabilidad monástica significaba aceptar a la comunidad
particular: su lugar y sus personas, éstas y no otras, como el camino
que nos conduce hacia Dios. La persona que se confina en un edificio y
dentro de unas pocas hectáreas de terreno está diciendo que la
satisfacción y la plenitud no consisten en el cambio permanente, que la
verdadera felicidad no necesariamente se halla en otro lugar lejos de
este lugar y de este momento.
La obediencia es otro de los pilares de la Regla. La primera palabra de la Regla es “escucha”.
Desde el principio, el objetivo del discípulo consiste en escuchar
atenta y cuidadosamente esa Palabra de Dios que no es sólo mensaje, sino
acontecimiento y encuentro. Se trata del comienzo de un proceso de
aprendizaje que dura toda la vida; de tal manera que todo el monasterio
es considerado como una escuela de servicio al Señor, un lugar y una
estructura que fomente el diálogo entre el maestro y el discípulo, para
lo cual resulta fundamental la capacidad de escuchar. El simple término “obsculta”
es rico de significados, pues conlleva una forma de escuchar
caracterizada por la reverencia, la disposición y la humildad. No sólo
supone escuchar la Palabra de Dios, sino escuchar también a muchos otros
niveles, a la Regla, al abad y a los hermanos. Probablemente hoy día,
más que nunca, estamos en condiciones de apreciar cuán amplio puede ser
dicho ejercicico. La forma en que nos hemos familiarizado con lo que
pomposamente se conoce como comunicación no verbal ha llevado a la
escucha desde la limitada esfera de oír palabras al ámbito mucho mayor
de la percepción de signos, especialmente corporales y gestuales, y no
sólo en los demás, sino también en nosotros mismos.
Escuchar atentamente, con todo nuestro ser, cada instante del día, es
una de las cosas más difíciles del mundo, y sin embargo resulta
esencial si queremos encontrar a Dios. Si dejamos de escuchar aquello
que consideramos difícil, probablemente pasemos al lado de Dios sin ni
siquiera percibirlo. Ahora bien, es nuestra obediencia la que demuestra
que hemos prestado cuidadosa atención.
La palabra obediencia deriva del latín “oboedire”, de la misma raíz que “audire” (escuchar).
Por tanto, obedecer significa escuchar y actuar de acuerdo con lo
escuchado, o, en otras palabras, procurar que la escucha alcance su
cometido. No estaremos atentos si no estamos dispuestos a actuar según
lo escuchado. Si escuchamos y no actuamos en consecuencia, los sonidos
simplemente han zumbado en nuestros oídos, dando la impresión de que en
absoluto les hemos prestado atención.
Por eso puntualiza Benito: “Conviene que los discípulos la
tributen de buen grado, ya que ‘Dios ama al que da con alegría’. No
obstante, si el discípulo obedece de mala gana y murmura, no solamente
con sus labios sin también en su corazón, aunque cumpla lo mandado, ya
no será aceptado por Dios, el cual ve que su corazón murmura. Por tanto,
no obtendrá premio alguno; al contrario, incurre en el castigo del
murmurados si no se enmienda y da satisfacción” (5,16-19). Benito
no acepta el hecho de que no prestemos atención a las personas que nos
han interrumpido y desbaratan todos nuestros planes, pero tampoco que
nuestro corazón esté furioso y nuestra plácida sonrisa no sean más que
una fachada tras la que escondemos la ira.
Lo que Benito espera lo expresa en el prólogo de forma casi lírica: “Ensanchando el corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios” (Pról 49). Así
pues, la obediencia gira realmente en torno al amor. Es nuestra amorosa
respuesta a Dios, la cual queda completamente invalidada por una
respuesta que esconde murmuraciones: “Apartarse del proceder del mundo y no anteponer nada al amor de Cristo” (4,20s).
El fruto de la obediencia llevada a cabo de esa manera es la libertad interior. Las palabras “El bien de la obediencia”
abren el capítulo 71 de la Regla, que trata de la obediencia entre
hermanos. Esa simple expresión indica que no es algo negativo, una
restricción, sino algo positivo que nos llevará hacia Dios. La
convicción que Benito puso al comienzo de la Regla le acompaña hasta el
final, pues vamos a Dios por el camino de la obediencia.
En ese sentido, al comienzo del prólogo afirma Benito: “De ese
modo, esforzándote en obedecer regresarás a Aquél de quien te habías
alejado a causa de tu desidia a la hora de obedecer. Por lo tanto, me
dirijo ahora a ti, quienquiera que seas, que renuncias a tu propia
voluntad para servir al rey verdadero, Cristo el Señor, blandiendo las
potentísimas y excelentes armas de la obediencia” (Prólo 2-3). Y justo al final se refiere a “monjes de vida santa y obediente” (73,6), es decir, que actúan “compitiendo en el obedecerse mutuamente” (72,6).
Al abad todos le deben obediencia “sin demora”. Esto quiere
decir, no sólo que se le ha de obedecer, sino también que se ha de hacer
todo lo posible porque esa obediencia sea de buen grado. Las quejas y
murmuraciones están prohibidas. Si en algún caso el abad ordena a un
monje alguna cosa imposible, éste le expondrá con respeto las razones
por las que no puede cumplir con lo ordenado. Pero si aún después de tal
explicación el abad insiste, el monje tratará de hacer de buena gana lo
mandado.
En los dos capítulos sobre el abad y en el capítulo sobre el
mayordomo, Benito desarrolla importantes principios de conducción. No en
vano su Regla fue utilizada en la Edad Media como libro de educación
para los hijos de los príncipes. Y también en la actualidad, los
ejecutivos buscan inspiración para sus tareas de conducción en la
sabiduría de la Regla. Muchas personas con responsabilidad económica
sienten que los modelos de conducción, en su incesante cambio, tienen
una vida muy efímera. Están ansiosos de encontrar principios sólidos y
una dimensión espiritual en el trato con las personas y las cosas.
Antes de dar indicaciones sobre cómo debe desempeñar el abad su
liderazgo, Benito describe cómo debe estar constituido, e indica que el
abad “sea desinteresado, sobrio, misericordioso y haga prevalecer
siempre la misericordia sobre el rigor de la justicia, para que a él lo
traten de la misma manera. Aborrezca los vicios, pero ame a los
hermanos” (64,9ss; Santiago 2,13). “No sea agitado ni inquieto, no sea
inmoderado ni terco, no sea envidioso ni suspicaz, porque nunca estará
en paz” (64,16).
Todas estas cualidades presuponen que el abad posee un buen
conocimiento de sí mismo. Pues sólo si tiene el valor de mirar sus
propias sombras y de reconciliarse con ellas podrá ser misericordioso,
estará libre de envidias y de suspicacia. Quien no se conoce a sí mismo
proyecta sus sombras sobre los demás. Tiene que estar siempre atento,
desconfiando de que los demás no se permitan vivir lo que él se ha
prohibido. El que se reconoce a sí mismo emprende con serenidad la tarea
de conducción. Ser “desinteresado” (“caste”) y “sobrio”
supone que el abad es interiormente claro, que su pensamiento no se
enturbia por las emociones, amargura y susceptibilidad. Si se conoce a
sí mismo se hará permeable y claro. Y eso es benéfico para la
conducción.
Pero la actitud más importante para el liderazgo es la recta medida, la virtud de la discretio, que significa la recta medida y el don del discernimiento de los espíritus: “En
lo que se relacione con las cosas divinas como con las seculares, tome
el abad sus decisiones con discernimiento y moderación, pensando en la
discreción de Jacob cuando decía: ‘Si fatigo mis rebaños sacándolos de
su paso, morirán en un día’. Recogiendo estos testimonios y otros que
nos recomiendan la discreción, madre de las virtudes, ponga moderación
en todo” (64,17ss; Génesis 33,13). Por el don de la discretio,
el abad hará justicia a débiles y fuertes. Éstos desarrollarán aún más
su fortaleza, y los débiles no serán desanimados sino alentados a vivir
la suya propia. La discretio no debe confundirse con laxitud o rigorismo, pues es el arte de despertar la vida y capacidades escondidas en cada uno.
En el capítulo 2 de su Regla Benito describe la discretio como el arte de hacer justicia a cada uno. Dice sobre el abad: “Sepa
también cuán difícil y ardua es la tarea que emprende, pues se trata de
almas a quienes debe dirigir y son muy diversos los temperamentos a los
que debe servir. Por eso tendrá que halagar a unos y convencer a otros;
y conforme al modo de ser de cada cual y según su grado de
inteligencia, deberá amoldarse a todos y lo dispondrá todo de tal manera
que, además de no perjudicar al rebaño, pueda alegrarse de su
crecimiento” (2,31s).
Se ve aquí con claridad que el don del discernimiento tiene como
condición el conocimiento de los corazones. El abad debe conocerse bien a
sí mismo y a sus hermanos a fin de poder decidir lo que va en bien de
cada uno, lo que fomenta su vida y lo que le sobreexige. De ese modo
podrá adecuar sus propias reacciones a la capacidad y al carácter de
cada uno y entrar así en relación con cada uno en forma personal.
En este contexto Benito utiliza diferentes imágenes para cada uno de
los diferentes comportamientos. El abad debe ser un padre para los
monjes. El padre es el que fortalece a cada uno, el que le da un fuerte
respaldo, el que les inspira valor para asumir también un riesgo y para
cometer errores. El padre es aquel en quien uno puede apoyarse, al que
siempre se puede acudir cuando no se sabe cómo seguir adelante. El abad
es un maestro. No debe enseñar otra cosa que lo que está en la
Escritura. Por ello, debe conocer bien a Cristo a fin de anunciarlo con
sus palabras y con su comportamiento. El abad es un pastor. Como tal,
apacienta su rebaño para que se satisfaga y esté protegido de los
enemigos. Es decir, debe dar a sus monjes alimento espiritual para que
avancen en el camino interior. Y debe prestar atención a que los lobos
no irrumpan en el rebaño. El abad es un médico. La tarea de médico se
refiere sobre todo a los hermanos difíciles, que viven al margen de sí
mismos y de su verdad. Benito recuerda al abad las palabras de Jesús: “No
necesitan médico los sanos, sino los enfermos. Por tanto, como un
médico perspicaz, recurrirá a todos los medios” (27,1s; Mateo 9,12). “No
se olvide de que aceptó la misión de cuidar espíritus enfermizos, no la
de dominar tiránicamente a las almas sanas” (27,6). A Benito no le
importa en primer lugar la obediencia y la disciplina sino la curación
de la persona herida. Él cuenta con que también ingresan en el
monasterio hombres enfermos. El abad no es un tirano, pues el mismo
título de “abad” quiere decir “padre”. Como padre o pastor de las almas
que se le han encomendado tendrá que rendir cuentas de ellas. Por eso su
disciplina no será muy severa, pues su propósito no es mostrar su
poder, sino traer a los pecadores de nuevo al camino recto.
Aun con todo su cuidado terapéutico, el abad no debe permitir que el
mal se extienda sin más, pues, de lo contrario, el mal determinaría y
arruinaría a toda la comunidad. Dice Benito al abad: “No encubra los
pecados de los delincuentes, sino que tan pronto como empiecen a
brotar, arránquelos de raíz con toda su habilidad” (2,26). El que
conduce debe tomar a menudo decisiones desagradables. Tiene la tarea de
reconvenir individualmente a los suyos, de reprenderles y amenazarles
también con las consecuencias que se siguen de un comportamiento lesivo
para la comunidad. Al mismo tiempo, sin embargo, debe exhibir también el
otro lado de la conducción: el alentar, el acercarse amablemente a cada
uno.
Para gobernar el monasterio, el abad contará con “decanos”, y éstos
serán los primeros en amonestar secretamente a los monjes que de algún
modo incurran en falta. Si tras dos amonestaciones no se enmiendan, se
les regañará delante de todos. Los que aún después de tales
amonestaciones perseveren en sus faltas, serán excomulgados. Esto quiere
decir, no sólo que se les excluirá de la comunión, sino también que
serán expulsados de la mesa común y de todo contacto con los hermanos.
Si aún después de esto alguien persiste en sus faltas, ha de ser
azotado. El próximo paso ha de ser dado con gran dolor, como el cirujano
que amputa un órgano, pues consiste en la expulsión del monasterio.
Pero aun esa expulsión no le cierra todas las puertas al monje
recalcitrante, pues todavía, si se arrepiente, puede ser recibido de
nuevo en el monasterio. Y si vuelve a caer y hay que expulsarlo de
nuevo, y se arrepiente, se le recibirá otra vez, hasta tres veces.
Después de esto, ya no tendrá más oportunidad y el monasterio le será
velado.
La moderación caracteriza todos los aspectos de la vida en la
comunidad. Si ha de corregirse a alguien, se advierte al abad que lo
haga con prudencia y amor, “no sea que por raspar demasiado la herrumbre se quiebre la vasija”,
y se le recuerda que el rebaño puede morir si se le dirige con rigidez y
la vasija puede romperse si se le raspa con brusquedad.
Gregorio, al describir la Regla como “notable por su discreción”,
sin duda tenía en mente esta sabia proporción entre los medios y los
fines, de tal modo que, aun manteniendo los más altos ideales, muestra
una tierna e incluso divertida paciencia con la debilidad humana. Cuando
os reunáis para orar –dice Benito a sus monjes- y comencéis con el Gloria,
hacedlo muy lentamente, porque algunos pueden llegar tarde, y aunque
hay establecida una sanción por llegar tarde, tratad de dar a todos el
mayor número de oportunidades para evitarla. Esta es la moderación que
muestra una afectuosa permisividad con la fragilidad humana. Una
conocida frase resume esta idea: el abad “pondrá moderación en todo para que los fuertes deseen más y los débiles no huyan”, un nivel de exigencia que no alarme a los débiles y a la vez suponga un reto para los fuertes.
Como vemos, esta Regla no fue escrita para santos venerables como los
Padres del Desierto, sino para seres humanos débiles y falibles. Quizá
en esto esté el secreto de su éxito.
La Regla parte de la condición humana tal como es, y no de un falso
idealismo. La mención que Benito hace de los miembros más problemáticos
de la comunidad tiene un aire de realismo. Algunos son obstinados y
apagados, indisciplinados e inquietos, otros negligentes y desdeñosos
(por supuesto también los hay obedientes, dóciles y pacientes). Los hay
necios y perezosos, descuidados y atolondrados, y algunos que siempre
están medrando, sumamente conocidos en cualquier grupo. Conocemos
perfectamente el panorama. No obstante, así somos, y somos exactamente
el tipo de personas a los que Benito trataba de guiar hacia Dios. La
Regla ofrecerá sin cesar una oportunidad para que cada individuo crezca
en santidad según su propio ritmo y estilo. La Regla está ideada para
las personas, la comunidad existe para el individuo y no al revés.
Justamente en las secciones que a primera vista parecen más pasadas de
moda –las instrucciones a los sirvientes, al mayordomo, al portero,
etc.- es donde, de hecho, podemos percibirlo con mayor claridad. Nos
encontramos con meticulosas disposiciones sobre los detalles de la vida
comunal, y descubrimos qué firmeza, discreción y humanidad muestra
Benito. Presenta cómo la vida comunitaria bien organizada posibilita el
crecimiento del individuo, sabiendo que un estilo de vida ordenado
fomenta la santidad más fácilmente que uno desorganizado. Sin embargo,
nunca confunde el orden público con la santidad individual. Insiste en
que las cosas se hagan de tal manera que provoquen la menor irritación o
molestia posible a los demás, porque reconoce las exigencias de la
privacidad y los derechos del individuo.
El resultado de todo ello es el respeto de la Regla por cada persona
individual, quienquiera que sea, independientemente de su aspecto,
educación o habilidades profesionales. Esto destruye la farsa de que una
persona puede ser superior a otra o tener un mayor valor. Sin ser
revolucionario o subversivo, Benito desafió los presupuestos de su época
y cuestionó gran parte de lo que se aceptaba generalmente en la
organización de la sociedad. Un hombre nacido libre no ha de recibir un
rango superior al de un esclavo (2,18); se ha de prestar cuidado y
atención especialmente a los pobres, porque la tendencia natural es la
de reverenciar a los ricos (53,15); la dignidad sacerdotal en sí misma
no constittuye un derecho para poseer un estatus especial (60); la edad
no determinará el rango automáticamente, y los más jóvenes han de ser
escuchados con seriedad, porque “a menudo el Señor revela lo que es mejor al joven” (3,3).
Hay una hermosa pincelada respecto a la acogida de los monjes que los
visitan (pues, en el fondo, aquellos que se dedican a lo mismo son
quienes pueden representar la mayor amenaza) y la insistencia a que se
queden con ellos para que otros puedan aprovecharse de su presencia,
porque “en todas partes se sirve a un solo Señor” (61,10).
La espiritualidad enraizada en la tierra de Benito se muestra en la
fe en Cristo presente en el hermano. Para Benito la fe no es algo
abstracto. Su preocupación no es la ortodoxia sino la fe en la verdad.
Que creamos en Dios se concretiza para Benito en la pregunta acerca de
si creemos también en el ser humano, si podemos creer que Cristo nos
sale al encuentro en cada persona.
Dos son las formas en que Benito concretiza esta fe en la presencia
de Cristo en el hermano. Por un lado debemos escuchar a nuestros
semejantes porque Cristo nos habla precisamente a través suyo. El abad
debe pedir la opinión de todos, “porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor” (3,3).
Por tanto, Cristo puede comunicar al abad a través de cualquier hermano
qué es lo mejor para él y para la comunidad. Por esa razón el abad debe
escuchar con mucha atención lo que Cristo quiere decirle precisamente a
través de los más jóvenes. Similar es la situación que se da con el
huésped que visita el monasterio y encuentra algo para criticar. También
en este caso hará bien el abad en tomar en serio la crítica. Pues, tal
vez, el Señor ha enviado al huésped precisamente para llamar la atención
del abad sobre ciertas cosas que ha ignorado, en la ceguera y rutina
del ejercicio habitual de su función.
Benito ha desarrollado en su Regla lo que recibió de la tradición del
monacato primitivo. Allí, el tema de “Cristo en el hermano” está
tratado sobre todo desde la perspectiva del prójimo difícil. Justamente
en el que me causa problemas, en aquél con quien tengo fricciones, debo
reconocer a Cristo, mi médico. Pues, como dice el adagio de los Padres,
si alguien me ofende, sólo me revela la enfermedad que ya está en mí. Yo
no reaccionaría ofendido si el otro no me asestara el golpe
precisamente donde está mi herida. Tal vez la herida parezca cicatrizada
sólo en forma superficial. El otro golpea allí mismo y me la hace
sentir nuevamente. En ese caso sería importante mirar mi herida y
exponérsela a Cristo para que la sane.
La sección de la Regla dedicada a la forma de trato es, en realidad,
un breve tratado de urbanidad, esa anticuada virtud que asume que se
debe ser cortés y correcto con todo el mundo. Las afectuosas formas de
saludar que revelan caridad y estima no son más que, como a menudo
sucede en la Regla, expresión práctica de un mandamiento bíblico: “Apresuraos para honraros mutuamente” (63,17; Romanos 12,10).
Por lo tanto, los hermanos benedictinos conviven como iguales,
compartiendo el mismo vestido, la misma comida, las mismas posesiones,
y, más aún, participando igualmente del trabajo comunitario. Resulta tal
vez algo difícil apreciar el extraordinario logro que esto suponía en
tiempos de Benito. El trabajo, poco estimado, se ha convertido en un
motivo de unión entre los monjes, un puente entre los miembros de las
clases educadas y gobernantes, que lo despreciaban, y los esclavos, que
fuera de los muros del monasterio tenían que llevarlo a cabo. El respeto
por las personas y el respeto por el trabajo que hacen y las cosas que
utilizan están interrelacionados y se profundizan mutuamente. Si la
Regla afirma que los útiles de jardinería son tan dignos de atención
como los vasos sagrados, entonces se sigue que quienes hacen uso de
ellos, son dignos del mismo respeto.
En el caso del mayordomo o ecónomo, Benito enumera primeramente sus
cualidades. Debe ser sabio y maduro, sobrio, no altivo, no exaltado, no
injurioso sino temeroso de Dios. Es interesante que, del encargado de la
economía, Benito exija la reverencia a Dios. Él muestra que el trato
con las cosas de este mundo requiere de una profundidad espiritual. Esto
culmina en la conocida frase que dice: “Considere todos los objetos y bienes del monasterio como si fueran los vasos sagrados del altar” (31,10).
También lo mundano es santo. Temor de Dios significa que tome en serio
la realidad de este mundo. Algunos monasterios se empobrecen porque su
espiritualidad no toma en serio el mundo, porque huyen a un paraíso de
cartón, intacto de espiritualidad y lleno de ilusiones que pasa por alto
el mundo cotidiano. Pero el temor de Dios se muestra en el mayordomo
del monasterio sobre todo en el respeto por cada uno. Benito sabe del
peligro de ejercer poder con el dinero, de enrostrar a los cofrades de
su dependencia económica. Para el mayordomo, la exigencia más imortante
es que no entristezca a ningún hermano: “No contriste a los
hermanos. Si algún hermano le pide, quizá, algo poco razonable, no le
aflija menospreciándole, sino que se lo negará con humildad, dándole las
razones de su denegación” (31,6s).
De ese modo, el temor, respeto o reverencia a Dios conduce al respeto
ante los demás. Cada cual merece respeto, pues toda persona lleva en su
profunda interioridad la imagen de Dios, y especialmente también merece
respeto la persona difícil y con necesidades exageradas. El mayordomo o
ecónomo no debe moralizar ni juzgar, no debe hacer reproches cuando
alguien le expresa un deseo. Debe tomar a cada uno en serio pero
respetar también sus propios límites y los límites de sus posibilidades
económicas.
Benito ve la tarea de conducción del ecónomo como un servicio: “El que presta bien sus servicios, se gana una posición distinguida” (31,8; 1 Timoteo 3,13). La palabra latina para servidor es “servus”, que designa originariamente al corredor que trae al comandante la información del campo de batalla. Servir
significa, por tanto, mantener al corriente la comunicación, procurar
que todos los que trabajan mantengan buena comunicación, que el flujo de
información alcance por igual a todos. Buena información es un
requisito para un trabajo provechoso. Servidor, en griego, se dice “diákonos”.
La palabra designa al servidor de la mesa, es decir, el camarero. El
servidor es el que hace posible que los demás se alimenten.
Benito amonesta al mayordomo reiteradamente a que brinde un trato
amigable a cada hermano y no lo trate con desprecio. La meta de su
conducción es “que nadie se perturbe ni disguste en la casa de Dios” (31,19).
La tristeza arrastra a la persona hacia abajo. Enturbia su pensamiento.
Crea una atmósfera de pesadez y depresión que todo lo arrastra hacia
abajo, que impide la vida. Benito habla aquí de la casa de Dios, un
espacio en el que las personas se saben aceptadas y amadas, un espacio
en que entran en contacto con su alma, con la profundidad de su
creatividad y fantasía. Si el mayordomo sirve por su tarea de conducción
a la casa de Dios, despertará vida en los monjes. Ellos irán a su
trabajo con fantasía y amor. De ese modo el trabajo redundará en su
edificación, se convertirá en terapia para su cuerpo y su alma.
Pero el mayordomo debe cuidar también de sí mismo: “Vigile sobre su propia alma” (31,8).
Debe prestar atención a sus sentimientos, a su cuerpo, a sus sueños. Si
en su trabajo se amarga y endurece, algo habrá que no está ya en orden
en su persona. Entonces irradiará también a su alrededor agresividad e
insatisfacción. Si se siente ajetreado, se odiará a sí mismo y odiará a
sus hermanos. El mayordomo reconoce en sus sentimientos si, con su
conducción, está prestando servicio a la vida o la está impidiendo, si
está al servicio de Dios o a su propio servicio. Si contempla su trabajo
como obra propia, se desengañará fácilmente ante los límites de sus
colaboradores. Ya no será permeable para el espíritu de Jesús. Por ello
es tan decisiva la atención que preste a su propia alma a fin de que su
tarea siga siendo una tarea espiritual y no se convierta en una pura
actividad administrativa que sólo persigue el éxito y la imposición de
los propios objetivos. El mayordomo sólo podrá tener buen trato con sus
colaboradores si lo tiene también consigo mismo. Por esa razón, debe
contar con ayudantes “para que le ayuden, y así pueda desempeñar su oficio sin perder la paz del alma” (31,17). La paz del alma, la ecuanimidad (aequo animo)
es un requisito para una conducción fructífera. El mayordomo podrá
estar en armonía consigo mismo sólo si sus motivos son puros y si acepta
sus propias limitaciones y se deja ayudar por otros.
Otra característica fundamental de la Regla era su insistencia en el
trabajo físico, que ha de ser compartido por todos. Salvo en casos muy
especiales de dotes excepcionales para una clase de trabajo, o de
enfermedad, todos han de turnarse en las distintas ocupaciones. Así, por
ejemplo, habrá cocineros semaneros, que prepararán los alimentos
durante una semana. Tal ocupación no ha de ser vista con desprecio o
desagrado, sino todo lo contrario, y por ello Benito prescribe que cada
semana el cambio de grupo de cocineros se haga en el oratorio, y hasta
establece un breve rito para ello. Además, todos se turnarán en trabajar
en los campos y en todas las demás tareas necesarias para el
sostenimiento del monasterio.
La distribución de las tareas, sin embargo, ha de tomar en cuenta la
condición de los enfermos, ancianos y niños. Para ellos el rigor de la
Regla ha de mitigarse. Su trabajo no ha de ser pesado. Y los más débiles
recibirán carne, de la cual el resto de la comunidad ha de abstenerse.
La vida benedictina se ha descrito a menudo con la breve fórmula del siglo IX “ora et labora”:
ora y trabaja. Para Benito es importante un sano equilibrio entre
oración y trabajo. Pero sobre todo le importa una nueva teología del
trabajo. El espíritu benedictino del trabajo ha contribuido a plasmar en
forma decisiva la actitud de Occidente respecto del trabajo. Los
griegos veían el trabajo orientado al lucro como trabajo de esclavo. El
ideal es para el griego el ciudadano pleno que goza de libertad y
dispone de riqueza, que sirve al Estado sin desarrollar un trabajo
lucrativo y puede alegrarse de su dedicación al ocio. Los romanos
asumieron esa actitud negativa ante el trabajo. Para Cicerón, todo el
que trabaja por dinero se rebaja a la condición de esclavo. Agustín fue
el primer teólogo en desarrollar una ética cristiana del trabajo. El
trabajo es un mandamiento divino al ser humano. Sirve no sólo para
ganarse la vida, sino que es también un camino de perfeccionamiento
espiritual. Probablemente, la visión positiva de Benito ante el trabajo
depende de Agustín. Para Benito el trabajo es un camino espiritual para
encontrar a Dios y encontrarse a sí mismo, para abrirse a Dios y a los
demás y para dejarse tomar por Dios a su servicio.
El trabajo tiene para Benito tres significados: sirve a que los
monjes se ganen por sí mismos su sustento. Ello conduce a la libertad
interior y a una correcta mesura en el trato con las cosas. El que se
gana por sí mismo lo necesario no se hace dependiente de benefactores.
Al mismo tiempo, siente también la fatiga de la vida humana. El segundo
significado del trabajo reside en el servicio a los demás. El trabajo
sirve al bien y a la salvación del ser humano. Es expresión del amor al
prójimo. Y finalmente, a través del trabajo se debe glorificar a Dios.
El trabajo tiene un significado espiritual. Es un test que prueba si
realmente nos abrimos a Dios en la oración o sólo giramos en forma
narcisista en torno a sí mismos. Y el trabajo es un lugar importante
para el conocimiento de uno mismo. En el trabajo nos encontramos a
nosotros mismos; en él se expresa nuestra alma. Si trabajamos en forma
caótica, en ello se muestra el caos del alma. Si estamos paralizados en
el impulso, ello es un signo de que necesitamos demasiada energía para
el mantenimiento de la propia economía anímica. Las faltas en el trabajo
permiten inferir fallos en la estructura de nuestra alma.
Benito expresa su visión del trabajo en la frase: “Para que en todo sea Dios glorificado” (57,9; 1 Pedro 4,11: 1 Corintios 10,31).
Este lema se encuentra en el capítulo sobre los artesanos. En la
determinación de los precios para los productos de artesanía del
monasterio no debe infiltrarse la avaricia. Hay que venderlos un poco
más baratos “para que en todo sea Dios glorificado” (ut in omnibus glorificetur Deus).
Las letras iniciales de las palabras, u.i.o.g.D., se encuentran
inscritas en todas las obras benedictinas: al comienzo de los libros y
cartas, en los edificios y portales. Todo lo que se realiza se hace para
gloria de Dios. En el trabajo, la persona participa en la obra creadora
de Dios. Así, puede hacer que en las obras de su arte o de su oficio
brille la belleza que Dios ha hecho resplandecer en su creación. En todo
lo que se realiza se glorifica a Dios, que es propiamente el Creador de
todas las cosas.
¿Cómo debe estar configurado el trabajo para que glorifique a Dios?
En el capítulo sobre los artesanos, Benito señala tres actitudes: la
humildad, la obediencia y el desprendimiento. La humildad indica que el
artesano (en la Regla se utiliza el término “artifex”, que designa
también al artista) esté en contacto con lo que realiza. No debe
utilizar su trabajo para presentarse a sí mismo, para mostrarse a sí
mismo y demostrar su valor. Sólo si en el trabajo nos olvidamos de
nosotros mismos y nos insertamos totalmente en lo que hacemos, ese
trabajo dará fruto. Entonces, será expresión de nuestra oración. En
nuestro trabajo seremos entonces permeables para la fuerza creadora de
Dios. Muchas personas se agotan tan rápidamente en su trabajo porque
asocian al mismo segundas intenciones. Quieren dar prueba de sí mismos. O
bien, trabajan sólo a partir de sus propias fuerzas. Pero la fuente de
la propia fuerza se agota rápidamente. Así, la humildad exige que yo
descienda a través de todas mis emociones y mis segundas intenciones y
tome contacto con la fuerza interior, con la fuente del soplo del
Espíritu Santo. Si trabajo a partir de esa fuente interior, podré
trabajar mucho sin agotarme en ello. Pues la fuente del Espíritu Santo
es inagotable.
El segundo requisito para que el trabajo glorifique a Dios es la
obediencia. Ésta no quiere decir solamente que realicemos nuestro
trabajo en obediencia respecto del abad, sino que, en el trabajo,
prestemos atención a aquello que quiere cobrar forma en él, que
escuchemos a las personas con las que trabajamos. El trabajo es,
esencialmente, trabajo en común. Al observar muchas empresas y negocios,
en los que se trabaja mucho por cierto, vemos que no hay fruto. Falta
el escucharse mutuamente. La comunicación y la información son
requisitos esenciales para un trabajo efectivo. El trabajo en común sólo
se logrará si los que trabajan en común se escuchan mutuamente y
escuchan a aquel que tiene la responsabilidad de conducir al equipo. Al
mismo tiempo, el trabajo en común exige escuchar las necesidades reales
de las personas. Si el trabajo ha de servir al hombre, debemos prestar
atención a los hombres y sus más profundos anhelos.
El tercer requisito para la dimensión espiritual del trabajo es la
libertad interior. Los monjes no deben caer en el vicio de la codicia o
la avaricia. Y en su trabajo deben seguir siendo honestos y no
permitirse fraude alguno. Benito recuerda aquí el fraude de Ananías y
Safira en Hechos 5. Ambos vendieron un terreno y trajeron el dinero a
los apóstoles. Pero guardaron una parte para sí y lo sisaron a la
Iglesia, haciendo como si donaran la totalidad de la suma a la
comunidad. Igual que el diablo se metió en Adán y Eva en la creación
natural, también se metió en la Iglesia en las personas de Ananías y
Safira. Pero cuando el apóstol Pedro descubrió su mentira, ambos cayeron
fulminados y murieron.
Si los monjes, en las gestiones de venta, sólo piensan en sí mismos y
quieren reservar algo para sí, ello conduce a la muerte del alma: hay
algo en su alma que se muere. Pierden su libertad y transparencia
interior. La codicia lleva a la pérdida de libertad. Se vive centrado en
aquello que se quiere poseer. El acto de vender, sin embargo, tiene
algo que ver con el desprendimiento. Nos alegramos de la obra realizada
y, al mismo tiempo, nos desprendemos de ella. Por supuesto que merece un
precio justo. Pero el resultado del trabajo no debe servir para tener
cada vez más. De otro modo, contraemos una adicción. Caemos en
dependencia de lo que obtenemos. La ganancia exterior consume la
ganancia interior del trabajo. Con la libertad interior, Benito pretende
crear las condiciones para que los monjes tengan alegría en su trabajo y
se entreguen de lleno a él sin especular con el impacto que han de
causar ni con el monto de la ganancia.
El ora et labora no designa sólo una sana coexistencia y una
medida equilibrada para ambos polos de nuestra vida. Se refiere aún más
a la relación que debe existir entre oración y trabajo. En el trabajo
se trata de las mismas actitudes que en la oración. En la oración no nos
centramos en nosotros mismos sino que nos abrimos a Dios. En la oración
reconocemos que nuestra vida está al servicio de Dios y que todo
nuestro actuar debe glorificarle. También en el trabajo se trata de
llegar a ser libre de nuestras propias necesidades y ponernos al
servicio de Dios. No trabajamos para nosotros, sino para Dios y los
demás. Si nos cansamos en un duro trabajo, precisamente el cansancio
puede llegar a ser un lugar donde experimentar a Dios. Ese cansancio se
siente con gusto. En él percibimos a Dios en nuestro cuerpo. En medio de
ese cansancio reina entonces una profunda paz. No es un agotamiento que
nos vacía sino un cansancio que nos transmite un sentimiento de
satisfacción. El trabajo ha de ser servicio a los demás. Ellos quisieran
confiar en la solidez de nuestro trabajo. De ese modo, en el trabajo se
manifiesta si, en forma narcisista, giramos en torno a nosotros mismos o
somos libres para abrirnos a los demás y a Dios, y la vida brote con
fuerza y sea fecunda.
Benito enseña una adecuada interpenetración entre oración y trabajo.
La oración incesante se practica también durante el trabajo. En medio
del trabajo continúa la oración interior. El monje no piensa siempre en
Dios pero, en el fondo de su alma, está arraigado en Dios. En su
interior sabe de la presencia de Dios. Del mismo modo como en un día
soleado trabajamos más a gusto que en un día lluvioso sin que por ello
estemos pensando permanentemente en el sol, así también en el trabajo
nos rodea la cercanía salvadora y amorosa de Dios. La presencia de Dios
es el espacio en el que trabajamos. Ella deja su impronta en nuestro
trabajo. La oración interior nos recuerda una y otra vez el amor de Dios
que está presente.
Benito conoce también la oración como una saludable interrupción del
trabajo. Se interrumpe una y otra vez el trabajo no sólo por la oración
de las horas, sino también por el toque de cada hora que nos recuerda a
Dios, y por los caminos y paseos que se hacen en el claustro, que está
lleno de la presencia de Dios. Esas pequeñas y saludables interrupciones
abren el cielo por encima de nuestro trabajo. Ellas interrumpen el
círculo vicioso emocional de la ofensa, el enfado, el estrés y la
tristeza, y nos remiten a Dios. La mirada dirigida hacia Dios, el
Eterno, relativiza los conflictos, el enojo, la decepción. Nos señalan
hacia lo auténtico y verdadero. De ese modo, en medio del ajetreo,
podemos volver a la serenidad, en medio del acaloramiento, experimentar
frescura. Si tenemos más espacio para la oración, por ejemplo en la hora
del mediodía o al anochecer, reflexionaremos en la oración sobre el
trabajo y reconoceremos dónde nos hemos dejado llevar por el enojo y el
ansia de poder y dónde hemos comprendido realmente el trabajo como
servicio a los demás. Por tanto, la oración nos desvela las motivaciones
que operan en nuestro trabajo. Al mismo tiempo, en la oración podemos
ejercitarnos en la actitud apropiada ante el trabajo. Esta actitud es la
misma que en la oración: servicio, apertura, respeto por las personas y
las cosas, humildad, obediencia, amor, claridad, desprendimiento.
El trabajo es interrumpido por la oración. Y desemboca en la oración.
En la oración podemos desprendernos del trabajo. Hemos laborado lo
mejor que podíamos. Ahora, dejamos la reflexión sobre el trabajo y la
entregamos a Dios. En sus manos dejamos lo que él quiera hacer de
nuestro trabajo. Nos prohibimos caer en las cavilaciones acerca de si
todo lo que hemos hecho, dicho y decidido ha sido correcto. Nos
desprendemos de ello y confiamos en que, en Dios, nuestro trabajo está
en buenas manos y que él completará lo que hemos comenzado con nuestra
labor. Hoy en día hay mucha gente que no puede desconectarse de su
ocupación. El trabajo las persigue hasta en el sueño. Están bajo el
dominio de su trabajo. La oración, en cambio, nos descarga de ese
trabajo. Para nosotros es siempre una prueba importante si en la oración
vespertina aún pensamos en el trabajo. Entonces el trabajo está
ocupando demasiado espacio. Cuando notamos tal cosa, procuramos entregar
conscientemente a Dios nuestro trabajo y desprendernos de todas las
preocupaciones en la oración. Eso nos dará mucha libertad y paz
interior.
El tercer voto benedictino es la “conversatio morum”, que
expresa la idea de continuidad y perseverancia, de fidelidad al cambio
realizado y al necesario cambio continuo. El contrapunto esencial a
permanecer fiel se encuentra en estar constantemente avanzando.
Sencillamente se trata del voto de apertura.
La expresión conversatio morum tiene un aire arcaico y los
intentos por traducirlo a las lenguas modernas son rara vez exitosos.
Por medio de ella el novicio se compromete a vivir la vida monástica de
acuerdo con la Regla, siendo obediente y perseverante con el proceso de
transformación en el seguimiento de Cristo, que dura toda la vida. La
realidad que expresa es tan antigua y tan novedosa como el Evangelio
mismo, y sus exigencias, en su sentido definitivo, no sólo se refieren
al monje. Conversatio significa responder total e íntegramente a la palabra que Cristo nos ha enviado a todos: “¡Ven y sígueme!”.
Descubrir que la propia vida ha de abrirse por completo a la
posibilidad del cambio (pues la vida cristiana empieza por la
“metanoia”) exige no un cumplimiento estático de la Regla, sino una
respuesta franca y libre a los desafíos con los que Dios nos hará
enfrentarnos. Si el voto de estabilidad es el reconocimiento de la total
fidelidad y fiabilidad de Dios, el voto de la conversatio morum
reconoce su imprevisible carácter, que se opone a nuestro amor por la
comodidad y la seguridad. Significa que tenemos que vivir
provisionalmente, preparados para responder a la novedad allí donde y
como pueda aparecer. Aquí no existe seguridad alguna, no es posible
aferrarse a pasadas certezas. Más bien, podemos esperar ver cómo los
ídolos que hemos escogido se quiebran sucesivamente. Supone una
constante renuncia. De hecho, se trata, como ocurre tan a menudo en la
Regla, de la puesta en práctica de las exigencias bíblicas, en este caso
de las palabras del apóstol Pablo: “Olvidando lo que queda atrás,
me lanzo de lleno a la consecución de que está delante y corro hacia la
meta, hacia el premio al que Dios me llama desde lo alto por medio del
Mesías Jesús” (Filipenses 3,13). Una actualización de los votos lo denomina sencillamente voto de apertura.
Si nos detenemos a reflexionar un momento sobre el concepto benedictino de conversatio morum,
el más misterioso de los votos, el de apertura, se puede interpretar
como el compromiso con la completa transformación interior de uno u otro
tipo –el compromiso de ser una persona totalmente nueva-. Tal vez sea
esta la meta de la vida monástica, y que independientemente del lugar
donde se trate de llevar a cabo, sigue siendo lo esencial.
En definitiva, se trata ni más ni menos que del compromiso con la
llamada de Cristo a seguirle, cualesquiera que sean sus consecuencias.
Lo cierto es que supondrá morir, y no simplemente hablamos de la muerte
al final del camino, sino de las pequeñas muertes en vida cotidiana, la
muerte que da la vida, las pérdidas que producen un nuevo crecimiento.
En el prólogo encontramos un relato vocacional, un camino y una meta.
El Señor pregunta a voz en grito su llamada para de nuevo preguntar: “¿Quién es el hombre que ama la vida y desea ver días felices?”. Si lo escuchamos y nuestra respuesta es “sí”,
entonces Dios en su amor nos mostrará el camino de la vida, y
comenzaremos nuestro viaje hasta que al final (después de haber
compartido los sufrimientos de Cristo, pues no es un camino fácil) nos
haga partícipes del Reino. “No abandones enseguida, lleno de temor, el camino de salvación”, dice Benito al final del prólogo, “porque
éste no puede comenzar sino con un inicio estrecho. Mas cuando
progresamos en la vida monástica (conversatio) y en la fe, con el
corazón ensanchado corremos por el sendero de los mandamientos de Dios
con el dulzor inefable del amor. De este modo, no apartándonos nunca del
magisterio divino y perseverando en su doctrina en el monasterio hasta
la muerte, participaremos mediante la paciencia en los sufrimientos de
Cristo, a fin de merecer también ser partícipes de su Reino” (Pról.
15-16, 48-50). Y las triunfantes palabras finales de la Regla son: “Llegarás. Amén”.
Nos encontramos ante algo dinámico. Descubrimos el verdadero alcance de
los sentimientos de apremio de Benito cuando, al citar el evangelio
joanico tratando de animar al comienzo del camino, ha cambiado el
término original “caminad” por “corred”, de modo que ahora el mensaje se convierte en: “Corred mientras tenéis luz, para que no os envuelvan las tinieblas de la muerte” (Pról. 13; Juan 12,35). Al final, hablará de “quienquiera que seas, ya que te apresuras a la patria celestial” (73,8). Lo que busca no es sencillamente la respuesta de la fe, sino de la acción, que ha de ser una acción urgente. “No se llega allí sin correr obrando el bien” (Pról. 22).
En el capítulo 5 insta a sus discípulos a que dejen a un lado sus
propias preocupaciones, renuncien a sus deseos, abandonen lo que estén
haciendo y tomen el sendero angosto que conduce a la vida (5,7-11).
Advierte de las dificultades y los obstáculos que coducen hasta Dios
(58,8), pero también promete que se “progresará cada vez más en el Señor” (62,4).
El voto de estabilidad suponía que no debemos huir del lugar en el
que nos estamos santificando, que hemos de permanecer firmes allí donde
hay que afrontar las cuestiones fundamentales. La obediencia nos empuja a
poner en práctica en nuestra vida la sumisión del propio Cristo, aun
cuando pueda llevar al sufrimiento y a la muerte. Y la conversatio
(apertura) significa estar dispuestos a retomar nuestras vidas y
comenzar de nuevo con un ritmo de crecimiento que no terminará hasta el
día de la muerte. Todo el tiempo de este camino está basado en la
paradoja evangélica consistente en perder y encontrar la vida. La
excesiva preocupación por mi crecimiento personal y espiritual resulta
desastrosa. El objeto de nuestras vidas no es la autorrealización,
aunque gran parte del pensamiento moderno que promueve el crecimiento
personal así lo afirme. Benito es implacable con la autorrealización que
se busca a sí misma. Nuestra meta es Cristo. Y solamente alcanceremos
ese objetivo por medio de un combate continuo. Aunque Benito no es un
quietista, sabe que la iniciativa parte de Dios. Nosotros respondemos y
nos convertimos en colaboradores suyos. Es muy importante descubrir que
buscar a Dios significa, de hecho, darle la oportunidad de que nos
encuentre. Buscar a Dios no es adquirir algo o sobresalir en algo, sino
progresar en esa dirección por medio de nuestra total dependencia de su
gracia. A lo largo de toda la Regla, normalmente en frases sucintas,
Benito nos recuerda la primacía de la gracia: “Con el auxilio divino”, “con la ayuda de Dios”, etc. Con su auxilio podemos enfrentarnos a cualquier cosa: “Roguemos
al Señor que ordene que su gracia venga en nuestra ayuda, para cumplir
lo que nuestra naturaleza por sí sola no puede” (Pról. 41). La
gracia de Dios no es un sustituto de nuestra actividad. La gracia
origina nuestras obras, las apoya y las lleva a plenitud. La expresión opus Dei,
que hoy en día se emplea para referirse al Oficio Divino, era en su
origen una descripción de toda la vida de los discípulos, la obra de
Dios, algo que no podemos hacer por nuestra cuenta, sino sólo con el
auxilio y el apoyo de Dios.
En el monasterio no dará preferencia alguna a los monjes procedentes
de familias ricas o poderosas. Aún más, si tales familias le envían algo
a su pariente, esto no se le será dado al monje, sino al abad, para que
disponga de ello según le parezca.
En los casos en que sea necesario establecer un orden de autoridad,
esto no se hará de acuerdo al orden del mundo exterior sino según el
nuevo orden del monasterio. El rico no tendrá más autoridad que el
pobre, pues en el monasterio todos son pobres. Ni tampoco tendrá
autoridad el anciano sobre el joven, pues en el monasterio la edad se
contará, no a partir del nacimiento carnal, sino a partir del momento en
que se entró a la vida monástica.
El voto de pobreza tenía un propósito distinto del de los monjes del
desierto. En Egipto, muchos abrazaban la pobreza como un modo de
renuncia individual. Para Benito, la pobreza individual es un modo de
establecer un nuevo orden colectivo. Mientras el monje ha de ser
absolutamente pobre, el monasterio sí ha de tener todo lo necesario para
la vida de la comunidad: vestidos, provisiones, objetos de labranza,
tierras, habitaciones, etc. Luego, la pobreza del monje es un modo de
unirlo aún más a la comunidad, al evitar que tenga de qué enorgullecerse
frente a ella. Si el monasterio carece de algo, el monje ha de aceptar
esa carestía. Pero lo ideal es que haya lo necesario para un régimen de
vida razonable. Por tanto el benedictino, en contraste con su congénere
del desierto, sufrirá necesidad sólo en casos extremos.
Pero esto no quiere decir que Benito proponga una vida muelle. Al
contrario, cada monje se esforzará por necesitar lo menos posible. Cada
monje ha de aportar a la comunidad todo lo que le sea posible, según los
límietes de su fuerza y salud. Pero la distribución no se hará sobre la
base de lo que cada uno aportó, sino según lo que necesite. Unos
recibirán más que otros. Así, los enfermos recibirán carne. Pero esto no
quiere decir que se prefiera a unos sobre otros, sino que se han de
tomar en cuenta las flaquezas de cada cual. “El que necesita menos,
esté agradecido y no se lamente; y el que necesita más, humíllese por su
debilidad, y no se gloríe en lo que ha recibido por misericordia”.
La jornada benedictina estaba equilibrada de acuerdo con la rítmica
sucesión de tres elementos: oración, estudio y trabajo. Cuatro horas de
cada día se dedicaban a la oración litúrgica, cuatro a la lectura
espiritual y seis al trabajo manual. Sin embargo, como es preciso
alimentar al intelecto, y alimentarlo por medio del aprendizaje y el
estudio, hay un tiempo para la lectio divina, para la lectura
orante de la Escritura y los Padres, y como también ha de haber un lugar
para el trabajo manual, éste se lleva a cabo en las tareas domésticas y
en el cuidado de los campos. De esta manera tenía que ser aquella
escuela: una vida equilibrada basada en la percepción de que cada uno de
esos tres elementos exige atención para que el ser humano integral sea
plenamente reconocido. El orden del monasterio asegura que cada elemento
recibe el espacio debido para que toda la comunidad funcione mejor; en
la vida cotidiana se pondrá de manifiesto que la relación adecuada entre
las partes garantiza el bien de todo el cuerpo.
Así, la idea de orden y equilibrio atraviesa la organización del monasterio. “Que todo se haga cuando corresponde… que cada uno ocupe su lugar”.
La santidad no debe convertirse en excusa para el desorden ni la
devoción en huida del trabajo. La recta ordenación de una institución,
la recta administración de sus bienes, el recto empleo del tiempo, el
recto respeto de sus miembros son significativos, pues se trata de los
cimientos firmes sobre los que descansa toda la estructura. La Regla ha
de crear el ambiente adecuado para que florezca una vida equilibrada.
La estabilidad, tal como la Regla la describe, era algo más profundo
que el mero no abandonar el lugar en que nos encontramos. Significa no
huir de uno mismo. Esto no supone cierta búsqueda o introspección
indulgente. Significa aceptación de la totalidad de cada hombre o mujer
como una persona plena que posee cuerpo, mente y espíritu, siendo cada
parte digna de respeto y exigiendo cada parte la atención que se merece.
El énfasis benedictino en la estabilidad no es un ejemplo de idealismo
abstracto; es plenamente realista. Reconoce la conexión de lo externo e
interno.
Aunque nos hemos detenido a considerar el régimen administrativo del
monasterio, para Benito la principal ocupación de los monjes debía ser
el Oficio Divino, la oración de las horas, pues la inquietud más
importante del monacato era la oración incesante. Cada día había horas
dedicadas a la oración privada, pero la mayor parte de las devociones
tenía lugar en el oficio común en el oratorio. Este culto se celebraba
diariamente ocho veces, siete de ellas durante el día y una en medio de
la noche, siguiendo las palabras del salmista: “siete veces al día te alabo” (16,1ss; Salmo 119,62). Y para la vela nocturna cita otro versículo del mismo Salmo: “A media noche me levanto para darte gracias” (16,4; Salmo 119, 64).
De ese modo, los monjes realizan en la oración comunitaria lo que la
Escritura describe como signo de auténtida piedad. Su oración es acorde
con la Escritura. Después Benito desarrolla una teología de la oración
de las horas en una única frase: “Por tanto, tributemos las
alabanzas a nuestro Creador en estas horas ‘por sus juicios llenos de
justicia’” (16,5; Salmo 119,62). La oración comunitaria de las
horas es alabanza al Creador. Es una acción que tiene su fin en sí
misma. No es en primer lugar intercesión sino alabanza. En la alabanza,
el monje aparta su mirada de sí mismo y de sus problemas y la dirige
hacia Dios, a saber, como el Creador. Dios no es en primer lugar el
Salvador, sino el Creador. En la liturgia debe ensalzarse la belleza de
la creación. Esto acontece cuando la belleza se expresa también en la
configuración de la liturgia, en el canto, en las posturas, en los ritos
y los símbolos. No se trata de la pregunta acerca de cómo le va al
monje en esa oración, sino de que Dios sea debidamente ensalzado. Esto
requiere dejar de lado la concentración en uno mismo. El camino
espiritual no es un camino narcisista, en el que el monje se encuentre
siempre sólo a sí mismo, sino un camino de liberación de sí mismo.
Benito retoma aquí la visión teológica del Antiguo Testamento en el
sentido de que la vida proviene de la alabanza, que sólo sabe vivir
verdaderamente el que ve más allá de sí mismo, el que es capaz de
admirar la belleza de Dios y de alabarla debidamente.
El segundo motivo de la oración es que alabamos a Dios “por sus juicios llenos de justicia”.
Se agrega aquí a la creación la vida concreta del monje y la vida de la
humanidad toda. Aquello que Dios decide sobre nosotros, sea el éxito,
el bienestar y la paz, sea enfermedad, desdicha y penuria, eso mismo es
justo, es correcto. El monje acepta en su oración la vida tal como es.
No elude los problemas de la vida cotidiana sino que, en el Oficio
Divino, los presenta ante Dios, dando gracias por ello (Colosenses
3,16s; 4,2; 1 Tesalonicenses 5,17s). Dios mismo le desafía con lo que le
sucede cada día. Esto no significa que el monje se declare de inmediato
de acuerdo con todo lo que sucede. Los Salmos luchan muy a menudo con
Dios. Le acusan cuando no aparta la desdicha, cuando permite que a los
malos les vaya bien y a los justos mal. Pero, al final de su lucha, el
orante del Salterio se declara siempre de acuerdo con Dios. Se entrega a
la voluntad de Dios. La oración del Oficio debe llevar al monje a
alcanzar cada vez más la consonancia consigo mismo y con su propia vida a
fin de que pueda reconocer en todo los justos designios de Dios.
El día monástico se empezaba a contar con la oración de medianoche,
que en realidad tenía lugar de madrugada, antes de rayar el día, y se
llamaba “vigilias” (después recibió el nombre de maitines).
Durante el día se oraba en las horas llamadas laudes, prima, tercia,
sexta, nona, vísperas y completas. Los orígenes de estas horas de
oración son diversos. Algunas de ellas se remontan a las costumbres
judías de la sinagoga, y hay indicios de que los primeros cristianos
continuaron observándolas (Hechos 3,1; 10,9). Otras son de origen
monástico. En todo caso, la forma que Benito les dio continuó usándose a
través de toda la Edad Media y, con ciertas modificaciones, hasta
nuestros días.
En esas horas de oración, la mayor parte del tiempo se dedicaba a
recitar los Salmos y a leer otros textos de la Escritura. Según la
Regla, los Salmos debían recitarse todos cada semana. Las otras lecturas
de la Biblia dependían de la hora de oración, el día de la semana y la
época del año, siendo la Pascua la encrucijada en donde confluye todo el
año litúrgico.
El resultado era que los monjes se sabían de memoria el Salterio, así
como muchas otras porciones de la Biblia. Por tanto, no es correcto
decir que en la Edad Media no se leía la Biblia. Al contrario, debido al
impacto del monaquismo benedictino, la mayoría de los monjes (y muchos
laicos devotos) de la Edad Media podían recitar la Biblia de memoria
durante horas.
La fiesta de Pascua era la encrucijada en donde confluían los
diversos tiempos litúrgicos. En el nivel más básico, es el punto focal
del año cristiano, el día que dicta el horario externo, de manera que
todos los tiempos dependen de él. La Pascua domina la vida litúrgica.
Determina la división del año. Es el centro en el que convergen otros
tiempos. El capítulo 15, titulado “En qué tiempos se dirá aleluya”,
muestra cómo la vida monástica está coloreada por el pensamiento de la
Pascua. En Cuaresma no se permite ningún aleluya; es el momento de la
penitencia y la preparación, pero nos abre a todo un diluvio de aleluyas
durante la Pascua. Cada domingo es el memorial del día de la
resurrección y la recitación de los aleluyas en ese día es un recuerdo
de Jesús resucitado. La Pascua influye incluso en las horas de comer. “Desde la santa Pascua hasta Pentecostés, coman los monjes a la hora sexta, y cenen al anochecer” (41,1). Todo se lleva a cabo en relación con la resurrección, incluso la comida del mediodía se convierte en una manera de celebrarla.
Sin embargo, ésa es meramente la manifestación externa de cómo la
Pascua es el centro de la vida cristiana. El misterio de la muerte y
resurrección de Jesús es el centro de todo, tanto para el individuo como
para la comunidad. Cada día hemos de vivir atrapados por ese gran
misterio. La vida monástica tiene el carácter cuaresmal de una sanación
global de las heridas del pecado. El monje espera “la Pascua santa con el gozo del deseo espiritual” (49,7).
Pero nadie puede eludir la pasión y la muerte que han de producirse
antes de la resurrección y que nos acercan a la completa autodonación de
Jesús en la cruz. No obstante, la conversatio nos obliga a contemplar la muerte como una sucesión de pequeñas muertes que marcan las etapas del camino.
En el capítulo 19, Benito describe la dimensión espiritual de la oración del Oficio. La llama “disciplina psallendi”,
la actitud durante el canto de los Salmos. El requisito fundamental
para la oración comunitaria de las horas es saber acerca de la presencia
de Dios. La oración tiene lugar ante los ojos mismos de Dios. El monje
benedictino debe estar totalmente orientado hacia Dios en todo. La
oración le coloca en relación con Dios y hace que esa relación se haga
viva. Después, Benito señala mediante tres versículos de los Salmos cuál
es la actitud que debe animar la oración comunitaria: “Servid al Señor con reverencia” (19,3; Salmo 2,11).
Esa reverencia o temor designa el estremecimiento profundo ante Dios.
La oración requiere tener el sentido para percibir al Dios trascendente,
al Dios que no sólo nos fascina sino ante el cual también nos
estremecemos de respeto y temor. Es lo “fascinante y tremendo” de que hablaba el teólogo evangélico Rudolf Otto. Por otra parte, añade Benito: “Cantadles salmos sabiamente” (19,4; Salmo 47,8). El adverbio latino para “sabiamente” es “sapienter”, que proviene de “sapere”,
saborear, gustar. Canta sabiamente los Salmos quien gusta y saborea las
palabras, quien las experimenta, vivencia y capta con todos sus
sentidos. La persona toda debe actuar en el canto de los Salmos y debe
ver, oír, gustar, oler y saborear todo lo que canta. En la salmodia, el
monje benedictino adquiere un agradable gusto por Dios. La realidad de
Dios impregna su cuerpo, su alma y su espíritu.
“Creemos que Dios está presente en todas partes, y que ‘los ojos del Señor vigilan en todo lugar’” (19,1; Proverbios 15,3).
Este sentido de la presencia constante de Dios es algo que Benito
procura que jamás olvidemos. La mirada de Dios está fija en nosotros,
nuestros pensamientos y acciones están totalmente abiertos a sus ojos,
siempre somos observados, en todas partes estamos a la vista de Dios
(7,10-13). Nuestra conciencia de la presencia de Dios debe ser la
realidad inmediata que sustenta todo lo demás.
Con la tercera cita del Salterio, Benito hace referencia a la
liturgia celestial, de la que los monjes participan en su oración
comunitaria: “En presencia de los ángeles te alabaré” (19,5; Salmo 138,1).
Los ángeles hacen referencia a la liturgia del cielo. En la oración de
las horas se abre una ventana hacia el cielo. No se trata de un mero
acto devoto de los monjes, sino de sumergirse en el eterno canto de
alabanza de los ángeles. Los monjes que han dejado esta tierra después
de haber vivido en el monasterio y de haber cantado allí las alabanzas
del Señor a lo largo de toda su vida, continúan ahora en el cielo su
cántico de alabanza a Dios. Y los monjes en la tierra participan de ese
canto eterno de alabanza. Los ángeles contemplan sin cesar el rostro de
Dios. De ese modo, son una imagen de la contemplación. La oración de las
horas quiere llevar al monje a la experiencia mística de Dios. Los
ángeles expresan su anhelo de ver y experimentar a Dios. Al cantar en
presencia de los ángeles, el monje se sabe rodeado por ellos. Y en los
ángeles se le acerca Dios mismo, a quien los ángeles ven día y noche.
“De pronto quedé bajo el poder del Soplo divino, y vi un trono
colocado en el cielo, y alguien sentado en el trono. El que estaba
sentado tenía el aspecto refulgente de una piedra de jaspe o un rubí, y
alrededor del trono había un arco iris que brillaba como una esmeralda. En círculo,
alrededor del trono, vi otros veinticuatro tronos, en los que había
sentados veinticuatro ancianos vestidos de blanco y con coronas de oro
en la cabeza. Del trono salían relámpagos, estruendos y truenos; y
delante del trono ardían siete antorchas de fuego que son los siete
espíritus de Dios. Delante del trono había algo parecido a un mar
sereno, transparente como el cristal.
En medio del trono, y a su alrededor, había cuatro seres
vivientes tachonados de destellos por delante y por detrás. El primer
viviente parecía un león; el segundo un toro; el tercero tenía aspecto
humano, y el cuarto era como un águila volando. Cada uno de los cuatro
seres vivientes tenía seis alas, cubiertas de ojos por fuera y por
dentro. Y día y noche decían sin cesar:
“¡Santo, santo, santo es el Señor,
Dios todopoderoso,
el que era y es y será!”
Cada vez que esos seres vivientes dan gloria y honor y acción de
gracias al que está sentado en el trono, al que vive por siempre jamás,
los veinticuatro ancianos se arrodillan ante él y le adoran, y arrojando
sus coronas delante del trono, dicen:
“Digno eres, Señor y Dios nuestro,
de recibir la gloria, el honor y el poder,
porque tú creaste todas las cosas;
por tu voluntad existen y fueron creadas.” (Apocalipsis 4).
“El Señor puso su mano sobre mí. Entonces vi que del
norte venía un viento huracanado; de una gran nube salía un fuego y un
zigzageo como de relámpagos, y a su alrededor había un fuerte
resplandor, como una nube nimbada. En medio del fuego brillaba
algo semejante al metal bruñido, y en el centro mismo había algo
parecido a cuatro seres con aspecto humano. Cada uno de ellos tenía
cuatro rostros y cuatro alas; sus piernas eran rectas, con pezuñas como
de novillo, y brillaban como bronce muy bruñido. Además de sus cuatro
caras y sus cuatro alas, aquellos seres tenían brazos humanos en sus
cuatro costados, debajo de sus alas. Las alas se tocaban una con otra,
de dos en dos. Al andar no se volvían, sino que caminaban de frente. Las
caras de los cuatro seres tenían este aspecto: por delante, su cara era
de hombre; por la derecha, de león; por la izquierda, de toro; y por
detrás, de águila. Las alas se extendían hacia arriba. Dos de ellas se
tocaban entre sí, y con las otras dos se cubrían el cuerpo. Todos
caminaban de frente, no se volvían al andar. Iban en la dirección en que
el poder de Dios los llevaba. El aspecto de los seres era como de
carbones encendidos, o como de algo parecido a antorchas que iban y
venían en medio de ellos; el fuego era resplandeciente y de él salían
relámpagos. Los seres iban y venían rápidamente, como si fueran
relámpagos.
Miré a aquellos seres y vi que en el suelo, junto a cada uno de
ellos, había una rueda. Las cuatro ruedas eran iguales y, por la manera
en que estaban hechas, brillaban como el topacio. Parecía como si dentro
de cada rueda hubiera otra rueda. Podían avanzar en cualquiera de las
cuatro direcciones, sin tener que volverse. Vi que las cuatro ruedas
tenían sus aros, y que alrededor estaban llenas de reflejos. Cuando
aquellos seres avanzaban, también avanzaban las ruedas con ellos, y
cuando los seres se levantaban del suelo, también se levantaban las
ruedas. Los seres se movían en la dirección en que el poder de Dios los
impulsaba, y las ruedas se levantaban junto con ellos, porque las ruedas
eran parte viva de los seres. Cuando los seres se movían, se movían
también las ruedas; cuando ellos se detenían, las ruedas también se
detenían, y cuando los seres se levantaban del suelo, también las ruedas
se levantaban con ellos, porque las ruedas eran parte viva de los
seres.
Por encima de sus cabezas se veía una especie de plataforma o
bóveda brillante como el cristal. Debajo de la plataforma se extendían
rectas las alas de aquellos seres, tocándose una con otra. Con dos de
ellas se cubrían el cuerpo. Y oí también el ruido que hacían las alas
cuando avanzaban: era como el ruido del agua de un río crecido, como la
voz del Todopoderoso, como el ruido de un gran ejército. Cuando se
detenían, bajaban las alas. Y salió un ruido de encima de la plataforma
que estaba sobre la cabeza de ellos. Por encima de la plataforma vi una
especie de zafiro en forma de trono y sobre aquella especie de trono
sobresalía una figura que parecía un hombre. De lo que parecía ser su
cintura hacia arriba, vi que brillaba como metal bruñido rodeado de
fuego, y de allí hacia abajo vi algo semejante al fuego. A su alrededor
había un resplandor que lo nimbaba parecido al arco iris cuando aparece
entre las nubes en un día de lluvia. De esta manera se me presentó la
gloria del Señor. Al verla, me incliné hasta tocar el suelo con la
frente” (Ezequiel 1).
“En el año de muerte del rey Ozías vi al señor sentado sobre un
trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Por encima
del él había serafines erguidos, con seis alas cada uno: con dos alas se
cubrían el rostro, con dos alas se cubrían el cuerpo, con dos alas se
cernían. Y clamaban alternándose: ¡Santo, santo, santo, es el Señor de
los ejércitos, la tierra está llena de su gloria! Y temblaban los
umbrales de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de
humo. Yo dije: ‘Ay de mí, estoy perdido, pues soy un hombre de labios
impuros, que habiro en medio de un pueblo de labios impuros, y he visto
con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos” (Isaías 6,1-5).
“Seguí mirando hasta que fueron puestos unos tronos y
un Anciano se sentó. Su vestido era blanco como la nieve, y su cabello
era como lana limpia. El trono y sus ruedas eran llamas de fuego, y un
río de fuego salía de delante de él. Miles y miles le servían y millones
y millones estaban de pie en su presencia. El tribunal dio principio a
la sesión y los libros fueron abiertos…
Yo seguía viendo estas visiones en la noche. De pronto vi que
venía entre las nubes alguien parecido a un hijo de hombre, el cual fue a
donde estaba el Anciano. Le hicieron acercarse a él y le fue dado el
poder, la gloria y el reino, y gentes de todas las naciones y lenguas le
servían. Su poder será siempre el mismo y su reino jamás será
destruido” (Daniel 7,9-14). .
“En la mano derecha del que estaba sentado en el trono vi un
rollo escrito por las dos caras, y cerrado con siete sellos. Y vi un
ángel poderoso que preguntaba a gran voz:
-¿Quién es digno de abrir el rollo y romper sus sellos?
Pero no había nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de
la tierra que pudiera abrir el rollo y ni siquiera examinarlo. Y yo
lloraba amargamente, porque no había nadie digno de abrir el rollo ni de
mirarlo. Pero uno de los ancianos me dijo:
-No llores más, pues el León de la tribu de Judá, el retoño de David, ha vencido; él abrirá el rollo y romperá sus siete sellos.
Entonces, entre el trono, los cuatro vivientes y los cuatro ancianos, vi un Cordero. Estaba
de pie, aunque mostraba signos de haber sido sacrificado. Tenía siete
cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados por
toda la tierra. Luego se acercó y tomó el rollo de la
diestra del que estaba sentado en el trono; y en cuanto lo tomó, los
cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante el
Cordero. Todos tenían arpas y copas de oro llenas de incienso, que son
las oraciones del pueblo de Dios. Y cantaban este nuevo canto:
“Digno eres de tomar el rollo y abrir sus sellos,
porque fuiste sacrificado,
y con tu sangre vital compraste para Dios
gentes de toda raza, lengua, pueblo y nación.
De ellos hiciste un reino,
sacerdotes para nuestro Dios
y reinarán sobre la tierra.”
Luego miré, y oí la voz de muchos ángeles que rodeaban el trono, y
a los seres vivientes y a los ancianos. Había millones y millones, y
decían con fuerte voz:
“¡El Cordero que fue sacrificado
es digno de recibir el poder y la riqueza,
la sabiduría y la fuerza,
el honor, la gloria y la alabanza!”
Y oí a todas las criaturas, cuanto hay en el cielo, en la tierra, bajo tierra y en el mar, que decían:
“¡Al que está sentado en el trono, y al Cordero,
sea la alabanza, el honor, la gloria y el poder
por siempre jamás!”
Los cuatro seres vivientes respondían: ‘¡Amén!’.
Y los ancianos cayeron de rodillas y adoraron” (Apocalipsis 5).
Estos textos nos enseñan que cuando entramos en la presencia de Dios,
entramos a la presencia de su ejército celeste, y compartimos alabanza
con todo el pueblo de Dios que ya mora en su presencia (Apocalipsis
6,9ss).
La última frase del capítulo 19 dice: “Salmodiemos de tal modo, que nuestro pensamiento concuerde con nuestra voz” (19,7). Pero la palabra latina “mens”
no designa solamente la inteligencia o el pensamiento, sino también el
corazón. Se trata del fondo del alma, que se abre para Dios. Y “vox” (voz)
puede que no sea en primer lugar la voz del monje, sino la de Dios, la
palabra de Dios. Al cantar los Salmos, cantamos la palabra de Dios
mismo, se hace oír la voz de Dios. Nuestro corazón debe unirse en el
canto con la palabra que canta, con la voz de Dios que debe oírse no
sólo hacia fuera sino que debe resonar en el corazón. Benito se refiere
aquí en última instancia a un camino de transformación a través del
canto de los Salmos. En el canto, el corazón se asemeja cada vez más a
la palabra, a la voz de Dios, se impregna cada vez más de su Espíritu;
en consonancia con Dios, a la vez que en consonancia consigo mismo.
Cuando la voz de Dios resuena en la voz del canto humano, la persona
alcanza cada vez más la coincidencia con Dios y entra también en
coincidencia consigo misma. El canto era para Agustín un camino hacia
dentro, el ámbito interior de silencio en el que Dios nos habita. Por
eso dijo: “El que canta, ora dos veces”. Benito piensa aquí en
la dimensión contemplativa de la oración, que nos lleva cada vez más
profundamente a la unidad con Dios y a la coincidencia con el fondo de
nuestro espíritu.
Cuando durante el Oficio Divino se ha oído la lectura de la
Escritura, una antigua costumbre monástica pide que haya un momento de
silencio en la asamblea. Los monjes se recogen y meditan la
Palabra que acaban de escuchar. Lo mismo va a ocurrir en su lectura
privada. Si el corazón es verdaderamente tocado por una palabra bíblica
–traspasado-, el lector se detiene un instante ante la herida causada
por esta espada que le golpea.
Son los momentos más importantes de la lectio, que equivalen
ya a una oración. Se detiene un instante –y ese instante puede
prolongarse según la gracia que le es dada- pero no se permanece
inactivo. O más bien, la Palabra no permanece inactiva en nosotros.
Basta entregarse a ella.
Con frecuencia es bueno repetir dulce, lentamente, para sí, esta palabra que acaba de clarificarse ante los ojos del corazón.
Los Padres han creado un vocabulario pintoresco para describir este
proceso interior, en el que la boca y la voz aún tienen una misión que
cumplir. Hablan de rumiar, de masticar la Palabra, de
acunarla en el corazón. Vemos lo que quieren decir: repitiendo
amorosamente la Palabra, la estrujamos suavemente, sacamos todo su jugo,
nos alimentamos de ella incansablemente. Al mismo tiempo nuestro
corazón se inflama cada vez más, brotan nuevas luces y captamos cada vez
mejor su sentido profundo. La Palabra impregna nuestro corazón, se nos
hace connatural. Nuestro ser interior, que acaba como de renacer por la
herida con que nos ha atravesado la Palabra, continúa alimentándose y
fortificándose gracias a ella.
Es ya una oración en el sentido de que, rumiando la Palabra nos
encontramos directamente abiertos a la fuerza de Dios, que nos trabaja a
través de ella. Pero la Palabra va a hacer más todavía: se hará oración
en nosotros, se hará palabra que dirijimos ante al Señor ante el cual
estamos.
Para tal oración existe un ilustre precedente en las Escrituras: el
Salterio, el libro de los Salmos. Los Salmos ocupan un lugar totalmente
excepcional en la colección de escritos bíblicos, pues en ellos la
Palabra de Dios cambia de dirección. No sólo es Dios quien nos habla,
sino que pone en nuestros labios cómo debemos hablar con él: ahora su
Palabra vuelve a él a través del corazón humano. Es una palabra que Dios
mismo pone en labios humanos para que, gracias a ella, pueda invocarle
de modo inefable. Por eso, quien ora con los Salmos normalmente no acusa
el cansancio. La multitud de las palabras no es obstáculo para la
oración. No obstante, cuanto más ora en su corazón, la palabra de su
oración tenderá a simplificarse y reducirse. Pronto se reducirá a pocas
palabras, algunos versículos de la Biblia o del Salterio, o incluso a
una sola. Los Padres llaman a esta oración simplificada la oración monologistós, o de una sola palabra.
Esta oración ocupa espontáneamente todos sus tiempos libres, que se
convierten en ocio para Dios transcurriendo en el silencio y la paz. El
monje intenta colocarse dulcemente en presencia del Señor, repitiendo
una breve palabra que le abre poco a poco el corazón, en la medida en
que le presta su atención, dejando caer sin tardanza, sin pugnar tan
siquiera con ellos –porque la lucha también sería distracción-, todos
los demás pensamientos o deseos que vengan a la conciencia.
Del murmullo de esta única palabra brota un silencio interior muy
denso, en el que Dios se hace presente. Entonces ya no se pronuncia la
palabra, sino que más bien se la escucha tal como es pronunciada por
otro en lo más profundo de nuestro corazón: por el Espíritu o Soplo
Sagrado que ora en nosotros con suspiros inefables (Romanos 8,26). Basta
entonces abandonarse, estar presto con las facultades interiores de
nuestro ser a esta oración del Espíritu Santo en nosotros. Entonces
somos verdaderamente “conducidos por el Espíritu” (Romanos 8,14)
y realmente hijos de Dios. No hay más oración que la suya, que es
también la oración del Hijo. En esa oración tocamos la fuente de nuestro
ser, esa hendidura secreta, abierta y vertiginosa, por la cual nuestro
ser desemboca en la intimidad de Dios. Como dice Isaac el Sirio, hay que
intentar penetrar en el interior del corazón, para encontrar allí la
puerta que se abre al paraíso.
La palabra que sirve de apoyo a la oración de una sola palabra
será mejor cuanto más sencilla sea: un nombre o un atributo de Dios, un
grito de confianza, de abandono, de amor. A muchos les gusta agarrarse
al nombre mismo de Jesús, en el cual están encerrados todos los tesoros
de la divinidad (Colosenses 2,9), y el único que puede salvarnos (Hechos
4,12). El monje quisiera establecer allí su morada, en el reposo por
siempre jamás.
La oración de una sola palabra está entonces a punto de
convertirse en oración sin palabras, un simple estar en lo más profundo
de nosotros mismos, donde Dios se deja sentir. Ya no se sabe si hablar
de sentimiento, toque, audición o contemplación. Es todo eso a la vez,
pero de forma nueva e indecible.
Son instructivos los ejemplos prácticos que pone Benito sobre los
momentos, fuera de aquellos de oración formal, en los que el monje
ofrece a Dios un acontecimiento particular o a una persona concreta con
una breve oración. El comienzo de las tareas rutinarias, el inicio y el
fin de las comidas, la acogida de un huésped, todas ellas son ocasiones
para hacer una breve oración. El lector semanal nos pide a todos que
oremos por él, al igual que el servidor o que el monje que se dispone a
emprender un viaje. El portero responde al aldabonazo diciendo: “Dios te bendiga”.
Se trata de reenfocar nuestra atención a Dios en determinados momentos.
Si procuramos traducir esto a nuestros términos, la bendición antes de
las comidas es probablemente la única ocasión obvia que tenemos en común
con la vida descrita por la Regla. Sin embargo, muchas culturas desde
los días de Benito han querido integrar la oración y la vida cotidiana
de una forma totalmente natural. Levantarse y asearse, encender el fuego
y ordeñar la vaca, atender el rebaño y hacer mantequilla, todo se
ofrecía en oración. Indudablemente es menos romántico (aunque también
menos agotador) poner la cafetera, sacar el coche, ver el correo de la
mañana y hacer las demás tareas del día. Sin embargo, esa no es razón
para no intentar hacer de cada uno de esos momentos una ocasión de orar,
no necesariamente de forma consciente con palabras (aunque una oración
como “Gracias, Señor” viene sin esfuerzo a la mente), sino
simplemente prestando atención al momento, a lo que significa, al modo
en que puede ser percibido como un don de Dios. A menudo esto es poco
más que una percepción desarrollada, no dar por descontado, prestar
plena atención a lo que estamos haciendo. Podemos enceder la cafetera de
manera automática, o detenernos y agradecer a Dios aquellas personas
anónimas que han llevado la electricidad hasta nuestra casa. En vez de
irritarnos y maldecir al enojoso tráfico, podemos hacer uso de esa
conducción errática para interceder por alguien que probablemente
necesite el cuidado de Dios. “Ese semáforo que guiña me habla de ti”. “Tú eres la luz del mundo”. “Tú eres la piedra angular que sustenta todo”.
Hacer la compra, planchar la ropa, preparar la comida, fregar,
limpiar, etc., nos presentan infinidad de oportunidades de encontrar a
Dios en lo que de otra manera serían situaciones y personas que prueban
nuestra paciencia. Incluso cuando oramos con palabras; en última
instancia las palabras no son importantes, en absoluto necesarias. El
núcleo de nuestra oración es nuestra total atención a Dios. Éste es un
descubrimiento sorprendente y liberador que, por supuesto, precisa ser
recordado y puesto en práctica constantemente. En cualquier caso, se ha
demostrado que cuando lo recordamos marca una notable diferencia en la
calidad y aprovechamiento de cada día. De hecho, lo que en definitiva la
Regla nos dice es que orar es vivir, trabajar, amar, aceptar, no
desestimar nada ni a nadie, sino intentar encontrar a Cristo en y
mediante todo ello.
Cristo debe ser encontrado en las circunstancias, las personas, las
cosas de la vida diaria. Benito espera que siendo continuamente
conscientes de ello, elevemos nuestros corazones hacia él, y de ese modo
toda nuestra vida se convierta en una oración en la acción. Por
consiguiente, descubrimos así que el objeto final de la vida monástica
no es el opus Dei, la obra de Dios tal como se celebra en el
Oficio Divino, sino la obra de Dios en la oración ininterrumpida, que es
la búsqueda de Dios en todas las cosas. Y esto no resulta tan difícil
cuando no queda meramente confinado al interior de la mente, sino que
incluye todo el ser, la voluntad, las emociones, los sentimientos, el
cuerpo, la inteligencia y todo lo que nos constituye a cada uno. Por
ello, la oración no compite con otras actividades, y el crecimiento en
la oración no ha de fomentarse por el abandono de otras tareas si
nuestra intención es que toda acción esté orientada hacia Dios. Oramos
desde la misma base que vivimos. Nuestra oración refleja la manera en
que respondemos a la vida misma, y por eso su calidad depende de la
calidad de nuestra vida. Dios no será seducido por hermosas palabras, de
igual forma que el perspicaz Benito no será cautivado por el monje cuya
mente no está en armonía con su voz. Todo Cristo busca a toda la
persona.
Todo ello, por supuesto, sería imposible si la iniciativa y la
actividad recayesen en nosotros. Gracias a Dios, ése no es el caso.
Mientras buscamos a Dios, él ya nos está buscando. La obra de Dios tiene
dos sentidos: nuestra ofrenda a él y su actuación en nosotros. Todo
empieza en el ser humano con su nostalgia de Dios. El hombre tiene sed
de Absoluto, y busca esa agua donde cree va a encontrarla. Pero antes de
esa sed hay otra mayor, pues él tiene sed de nosotros antes que nadie.
Esto nos exige no tanto que digamos oraciones como que vivamos abiertos a
la gracia. Si usamos palabras, serán las del recaudador, permaneciendo
ahí, con la cabeza gacha, esperando, confesando la total confianza en
Dios: “Ten piedad de mí, que soy pecador”. Quizás la mejor
manera de describir el camino de la oracion benedictina es decir que es
el fruto natural de una vida dedicada a la gracia. Trata el tema con
modestia y brevedad; sin embargo, todo el contenido de la vida
benedictina emana de la oración, comprendida en su más amplio sentido
como relación con Dios; una vida vivida en su presencia con una
conciencia creciente y generalizadora de lo que esa presencia significa.
Benito nos da la oportunidad de permanecer allí donde, si
verdaderamente estamos buscando a Dios, sabemos que seremos encontrados
por él.
Benito era realista en lo que respecta al amor. Sabe que no es fácil y
que sólo llega con la práctica. No describe la vida en común con
términos entusiastas, ni encuentra en ella la atracción un tanto
romántica del Salmo que cita Agustín: “Qué hermoso y dulce es convivir con los hermanos en armonía”.
Benito ofrece un capítulo impresionante sobre el amor, el 72, justo al
final de la Regla, y sólo entonces habla del amor ferviente, puro y
humilde como el ideal a alcanzar. El fundamento de este amor es la
praxis diaria y ordinaria del amor que queda subrayado en la Regla.
Contemplar el rostro de Cristo en todos aquellos con quienes nos
encontramos día tras día nunca es fácil. A menudo nos exige paciencia,
imaginación y buen humor. Por eso Benito no lo plantea desde ningún
principio abstracto; más bien, presenta ejemplos prácticos de lo que
conlleva amar.
Las instrucciones que da al portero son totalmente realistas: “Cuando
alguien golpee a la puerta o en cuanto llame un pobre, responda
enseguida: ‘Gracias a Dios’ o ‘Dios te bendiga’, y con la toda
tranquilidad que inspira el temor de Dios, conteste prontamente con amor
ferviente” (66,3s). He aquí un atisbo de la realidad del amor en acción. Es muy fácil colocar las palabras “Recibid a quien venga como a Cristo”
sobre la pila de la cocina como una especie de ideal agradable y
piadoso; más difícil resulta, sin embargo, estar verdaderamente ahí
cuando suena el timbre o alguien llega inesperadamente, y ponerlo en
práctica acogiéndole de corazón. Ello exige mucho, y la Regla lo sabe,
por lo que ofrece sabios consejos sobre la hospitalidad.
El saludo alegre es adecuado y Benito insiste en que el portero debe
estar siempre preparado con una respuesta afectuosa. El ritual del beso
de la paz y la participación en una misma comida tienen sus homólogos
modernos. Sin embargo, esta acogida genuina y cariñosa queda equilibrada
en la Regla por la grave atención que presta a la importancia vital de
proteger la paz y el silencio del monasterio frente a cualquier
intromisión que pueda perturbar indebidamente su orden. Benito tiene
cuidado en poner unos límites, de modo que la vida y el trabajo del
monasterio pueda continuar –lo cual, por supuesto, asegura que el
huésped experimente el lugar tal como es-. Una fusión demasiado grande
entre los monjes y el huésped no beneficiará a nadie. En el fondo, la
liturgia apunta al mismo principio. Benito nos plantea dos preguntas muy
sencillas: ¿Contemplamos a Cristo en ellos? ¿Contemplaron a Cristo en
nosotros?
No en vano, la conocida frase benedictina “Recibid a quien venga como a Cristo”
afirma que la hospitalidad es más que una puerta abierta y un lugar en
la mesa: supone cariño, aceptación, acoger con gozo a quien llegue. No
obstante, al mismo tiempo, la Regla en su sabiduría protege este ideal
con cautelas para asegurarse de que no nos convirtamos en Marta,
agobiada y apurada, y, por ello, resentida; tan agotada que la
hospitalidad resulte contraproducente.
El desarrollo del monaquismo benedictino
Aun cuando el perfil histórico de Benito no pueda reconocerse en
forma tan nítida como en el caso de otros santos, su espiritualidad ha
desarrollado hasta el día de hoy una larga e intensa historia de
influencias y recepción. La liturgia occidental lleva la impronta del
espíritu benedictino. El arte occidental debe muchos impulsos a los
monasterios benedictinos. Desde tiempos inmemoriales, los benedictinos
cultivan la música, no sólo el canto gregoriano sino también la música
sacra polifónica. El espíritu occidental en el campo del trabajo hunde
sus raíces en la visión benedictina de la oración y el trabajo. La
espiritualidad de Benito ha tenido repercusión no sólo en los
monasterios sino también más allá. Al tener los abades de la Edad Media
autoridad judicial sobre sus territorios, la Regla benedictina influyó
también, con su concepción jurídica romana y con la sabiduría de su discretio,
en el desarrollo del derecho occidental. Y son muchos más los ámbitos
en los que el historiador puede constatar la historia de influencias y
recepción de Benito.
Aunque la Regla de Benito dice poco acerca del estudio, pronto el
monaquismo benedictino se distinguió en ese sentido. Ya antes de Benito,
Casiodoro, el exministro del rey godo Teodorico, había combinado en su
retiro la vida monástica con el estudio. Pronto el régimen benedictino
se unió al ejemplo de Casiodoro, y los monasterios benedictinos se
volvieron centros de estudio donde se copiaban y conservaban
manuscritos. En cierto sentido, aunque no explícitamente, la Regla
apoyaba esa práctica, pues a fin de poder recitar los Salmos y leer las
Escrituras en las horas de oración era necesario que los monjes supieran
leer, y que el monasterio tuviese manuscritos. Luego, según el resto de
Europa Occidental fue volviéndose de las letras de la antigüedad, los
monasterios fueron volviéndose centros en los que esas letras se
conservaban y estudiaban. El “scriptorium” en que los monjes copiaban
manuscritos vino a ser uno de los principales vínculos de la Edad
Moderna con la antigüedad (sobre todo la antigüedad cristiana).
Además, ya hemos visto que en varios lugares de la Regla se mencionan
niños. Esto se debía a que había padres que por diversas razones
dedicaban sus hijos a la vida monástica. Estos niños no tenían la
libertad de abandonar el monasterio cuando llegaban a la adultez, sino
que los votos que sus padres habían hecho en su nombre eran tan válidos
como si ellos mismos los hubieran hecho. Naturalmente, en muchos casos
esto acarreó graves problemas, pues daba lugar a que hubiese monjes sin
verdadera vocación. En siglos posteriores, esta práctica llegó a
corromperse hasta tal punto que muchos nobles y reyes utilizaban los
monasterios para colocar en ellos a sus hijos ilegítimos, o a veces a
algún hijo menor que podría complicar la herencia.
Por otra parte, esto también hizo que los monasterios se volvieran
escuelas en las que estos niños dedicados a la vida monástica aprendían
sus primeras letras. Pronto las escuelas monásticas fueron prácticamente
las únicas que hubo en Europa Occidental, y los monjes se volvieron los
maestros de todo un continente emergente.
Si el impacto cultural del monaquismo benedictino es notable, no lo
es menos su impacto económico. Los monjes benedictinos le devolvieron al
trabajo la dignidiad que había perdido entre las clases supuestamente
más refinadas. Mientras los ricos pensaban que el trabajo físico debía
reservarse para las clases bajas, que supuestamente eran ignorantes e
incapaces de elevarse al nivel de los ricos, los monjes, muchos de ellos
provenientes de familias ricas, le mostraron al mundo la posibilidad de
combinar la más rigurosa vida religiosa e intelectual con el trabajo
físico.
En siglos posteriores (principalmente a partir del XVIII) los
historiadores, filósofos y teólogos han tendido a despreciar el
pensamiento producido en aquellos antiguos monasterios. Se dice que era
un pensamiento crudo, sin vuelos especulativos, y carente de
originalidad. Eso es cierto. Pero también es cierto que se trata de un
pensamiento con profundas raíces en la realidad humana, en el sudor y la
tierra, que no pueden lograr los historiadores, teólogos y filósofos
que no cultivan la tierra ni preparan sus propios alimentos. Además, los
monjes benedictinos, en su dedicación a la agricultura, sembraron
campos que habían quedado abandonados, talaron bosques, y de mil maneras
le dieron cierta medida de estabilidad a un continente continuamente
sacudido por guerras y rumores de guerras. Cuando, a consecuencia de
esas guerras y de las migraciones en masa que las acompañaron, muchas
gentes sufrieron hambre, fueron frecuentemente los monjes quienes
pudieron alimentarlos con los recursos de su propio trabajo. Por otra
parte, el monaquismo benedictino vino a ser el brazo derecho en la obra
misionera de la Iglesia medieval. Agustín de Canterbury, el misionero
que logró la conversión del rey Etelberto de Kent, era monje
benedictino. Y también lo eran los treinta y nueve monjes que lo
acompañaban.
Durante la Reforma, cuando muchos de los grandes monasterios
benedictinos se convirtieron en catedrales anglicanas, gran parte del ethos
benedictino permaneció en la Iglesia Anglicana. Su Libro de Oración
Común, ideado por el arzobispo de Canterbury, Tomás Cranmer, fue un
ingenioso compendio de los oficios monásticos en laudes y vísperas, los
cuales podían ser usados igualmente por el clero y los laicos, siendo la
esencia del culto la recitación de los Salmos y la lectura de la
Escritura, tal como lo fue para los monjes benedictinos. La reunión
capitular del clero tomó su nombre del encuentro diario en la sala
capitular de la comunidad monástica. Sin embargo, al igual que esas
manifestaciones externas, se intuye el énfasis anglicano en la
moderación y el equilibrio, rasgo característico del planteamiento
anglicano, lo mismo que lo había sido del benedictino. Se trata de la vía media,
que no es ni una tediosa mediocridad ni un aferrarse cómodamente a lo
que está en el centro, sino una tensión dinámica. Significa reconocer
que la verdad puede ser expresada de formas diferentes e incluso
divergentes y que la dialéctica o el diálogo resultante permite que se
alimenten las dos tendencias y se produzca una interacción que conlleve
apertura y crecimiento. Significa, por encima de todo, negarse a caer en
extremismos.
Quizá el mejor ejemplo de la relación entre la expansión misionera y
el monaquismo benedictino sea Bonifacio. Este era natural de Inglaterra,
donde nació alrededor del año 680. A los siete años, al parecer por su
propia voluntad y con la anuencia de sus padres, ingresó en un
monasterio. Puesto que en toda Inglaterra se había hecho sentir el
impacto de Agustín y sus sucesores, el monasterio en que ingresó
Bonifacio era benedictino. Allí pasó sus primeros años, hasta que fue
transferido a otro monasterio mayor para continuar sus estudios. En este
nuevo monasterio pronto descolló por su devoción y su inteligencia, y
fue hecho director de la escuela y ordenado presbítero. Pero Bonifacio
se sentía llamado a la tarea misionera, y en el año 716 partió hacia los
Países Bajos, tierras habitadas por el pueblo bárbaro de los frisones.
Cuando las circunstancias políticas le impidieron continuar la obra,
regresó a Inglaterra por un breve período, y de allí fue a Roma, donde
el papa Gregorio II lo comisionó para que fuese en su nombre a emprender
de nuevo la misión. Esto lo hizo Bonifacio con el apoyo, no sólo de
Gregorio, sino también de los gobernantes francos, interesados en la
labor misionera como un medio de pacificar sus fronteras. Por eso, a la
larga Bonifacio dedicó la mayor parte de sus esfuerzos, no a la misión
entre los frisones, sino a reformar y organizar la Iglesia en territorio
franco. En el año 743 fijó su residencia en Maguncia, que pertenecía a
los francos, y desde allí se dedicó a fundar monasterios en toda la
región, que a su vez fuesen centros para la reforma de la Iglesia.
Puesto que Bonifacio era benedictino, en todos los monasterios fundados
por él se observaba esa Regla. Además, fue él quien, como representante
del papa, ungió a Pipino como rey de los francos.
Por fin, tras pasar largos años en la relativa seguridad de los
territorios francos, Bonifacio decidió emprender una vez más la
evangelización de los frisones. En esa empresa lo acompañaron algunos
monjes, pues parte de su propósito era fundar un monasterio en los
Países Bajos. Pero cuando iban de camino fueron atacados y muertos por
una banda de ladrones.
Manuel Lasanta
Por la época en que la persecución de Diocleciano había estremecido a
la Iglesia y desequilibrado al imperio, Constantino, hijo de Constancio
Cloro, y joven teniente del temido y anciano emperador, creó una
situación enteramente imprevista estableciendo una cooperación entre la
Iglesia y el Estado romano. Entre los cristianos orientales ha llegado a
ser reverenciado como santo y considerado “igual a los apóstoles”.
Pocos hombres han ejercido tan gran influencia sobre el destino de la
humanidad como este brillante soldado, que alteraría el curso de la
historia convirtiendo en compañeros a la Iglesia y al imperio durante
los mil setecientos años siguientes. Prolongaría asimismo la vida de su
reino durante otros mil doscientos años, trasladando su capital a las
playas del Bósforo. Durante varios siglos había de seguir siendo
Constantinopla el centro de una original y vigorosa cultura cristiana.
Constantino fue un genio, insigne en todos los sentidos, hombre alto e
impetuoso, siempre vencedor, gobernante de visión y administrador
experto. Sólo un hombre de la imaginación de Constantino pudo concebir
un plan tan osado como el de unir a los dos elementos opuestos: la
Iglesia y el imperio; sólo un hombre de sus dotes de estadista y
sabiduría pudo hacer tan duradera esta extraña alianza. Existen dos
interpretaciones contrarias de sus motivos. Algunos historiadores como
Gibbon, Burckhardt, Schwartz y Harnack lo consideran un escéptico que
supo usar con habilidad del creciente poder de la Iglesia contra sus
oponentes políticos; reconociendo que, a pesar de su carácter
minoritario los cristianos tenían peso donde importaba tenerlo y eran
fieles a sus creencias, Constantino decidió apostar por ellos y
aprovecharse de su apoyo. Sin embargo, tal postura pasa por alto la
creencia universal de su época en la intervención de los benévolos y
malignos espíritus en los asuntos públicos y privados; no concuerda con
las propias manifestaciones de Constantino y es además incompatible con
el hecho de que los líderes contemporáneos de la Iglesia le aceptasen
como cristiano.
La historia de su conversión mediante la visión de la cruz en la
víspera de una de sus más decisivas batallas, la de Puente Milvio en el
año 312, se ve apoyada por dos historiadores cristianos, Lactancio y
Eusebio. Después de su espectacular victoria, Constantino se reunió en
Milán con su diarca oriental, Licinio (+324). Como resultado, Licinio
publicó el famoso edicto de tolerancia religiosa conocido por el nombre
de Edicto de Milán. Se publicó en Nicomedia y afectaba
principalmente a la mitad oriental del imperio, pues Occidente
disfrutaba ya de paz religiosa. La proclama decía: “Cuando yo,
Constantino Augusto, y yo, Licinio Augusto, llegamos bajo favorables
auspicios a Milán y tomamos en consideración todo lo relativo a la
prosperidad común… resolvimos conceder a los cristianos y a todos los
hombres la libertad de seguir la religión que quisieran, para que
cualquier deidad celestial que exista nos sea propicia a nosotros y a
todos los que viven bajo nuestro gobierno”.
Este decreto establecía la igualdad entre los cristianos y los
paganos; pero después de su victoria sobre Licinio en el año 324,
Constantino empezó a acentuar todavía más su inclinación hacia el
cristianismo. Convocó y presidió un Concilio y aprobó sistemáticamente
la legislación del imperio de acuerdo con la enseñanza evangélica. Las
nuevas leyes sancionaban a ciertos delincuentes sexuales (violadores
sexuales, por ejemplo), eliminaban las multas que previamente se
imponían a los célibes, hacían más difícil el divorcio, facilitaban la
liberación de los esclavos, protegían a los presos, a las viudas y a los
huérfanos, y daban a los prelados ciertos poderes magistrales. Sin
embargo, Constantino no se bautizó hasta el final de su vida y no
renunció nunca al título pagano de Pontifex Maximus. Jamás fue incompatible su conducta. Constantino se denominaba obispo
de los que no pertenecían a la Iglesia, siendo su función la de atraer
conversos ofreciendo a los cristianos todas las oportunidades de ejercer
su benévola influencia sobre la sociedad pagana. Creía que su
comunidad, unida por un consentimiento voluntario, podía enseñar la
lección de unidad al resto de su pueblo.
El gran cambio sucedido con Constantino
En el siglo IV sucedió un cambio radical y decisivo en la Iglesia en
esa época. El imperio romano había combatido a muerte a la Iglesia
durante tres siglos, pero ahora, una nueva situación se avecinaba.
Por la época en que la persecución de Diocleciano había estremecido a
la Iglesia y desequilibrado al imperio, Constantino, hijo de Constancio
Cloro, y joven teniente del temido y anciano emperador, creó una
situación enteramente nueva estableciendo una cooperación entre la
Iglesia y el Estado romano. Pocos hombres han ejercido tan gran
influencia sobre el destino de la humanidad como este brillante soldado,
que alteraría el curso de la historia convirtiendo en compañeros a
Iglesia e imperio durante los mil setecientos años siguientes.
Prolongaría asimismo la vida de su reino durante otros mil doscientos
años, trasladando su capital a las playas del Bósforo. Durante varios
siglos había de seguir siendo Constantinopla el centro de una vigorosa cultura.
Constantino fue un genio, insigne en todos los sentidos, hombre alto e
impetuoso, siempre vencedor, gobernante de visión y administrador
experto. Sólo un hombre de la imaginación de Constantino pudo concebir
un plan tan osado como el de unir a los dos elementos opuestos: la Iglesia y el imperio; sólo un hombre de sus dotes de estadista pudo hacer tan duradera dicha alianza.
Sin embargo, la religión de Constantino nunca estuvo del todo clara,
pues no se bautizó hasta el final de su vida y no renunció nunca al
título pagano de Pontifex Maximus. Jamás fue incompatible con
su conducta. Es decir, Constantino acuñó moneda con los símbolos y
nombres de los viejos dioses, y continuó comportándose hasta el fin de
sus días como sumo sacerdote del paganismo. Que hiciera de Cristo su
protector no excluía que también lo fueran el sol y otros dioses del
panteón, a los que sirvió durante todo su reinado. A su muerte, sus
tres hijos y sucesores no se opusieron al deseo del senado de
divinizarlo.
Constantino se denominaba obispo de los que no pertenecían a la Iglesia (de los de fuera),
siendo su función la de atraer conversos ofreciendo a los cristianos
las oportunidades de ejercer su benévola influencia sobre la sociedad.
Creía que su comunidad podía enseñar una lección de unidad al imperio.
La consecuencia más notable de su ascenso al poder romano fue el cese
de las persecuciones contra los cristianos. Además surgió la “teología oficial”
dirigida por el obispo e ideólogo Eusebio de Cesárea. Y es que,
deslumbrados por el favor que Constantino derramaba sobre los obispos,
no faltaron muchos que se atrevieron a afirmar que él había sido elegido
por Dios para culminar la historia de la Iglesia en el Reino de Dios.
Aunque también otros cristianos siguieron una senda radicalmente opuesta
(los monjes no aceptaban que ser cristiano fuese ahora tan fácil y veían en ello no una bendición, sino una apostasía).
Otra consecuencia fue el influjo del protocolo imperial en el culto
cristiano. Así, los ministros que oficiaban comenzaron a llevar ricas
vestimentas en señal de respeto y a convertirse en una aristocracia
clerical. Por la misma razón, varios gestos que normalmente se hacían
ante el emperador comenzaron a hacerse también en la liturgia. El
resultado fue que la asamblea participó cada vez menos en el culto. Las
basílicas construidas entonces y el fasto de su liturgia contrastan con
la sencillez de las capillas y casas aderezadas para tal fin (como Dura-Europo).
En cambio, para Eusebio, y muchos de sus compañeros obispos, lo que
estaba teniendo lugar con Constantino era obra de Dios, semejante a los
milagros del libro del Éxodo. Lo que él pretendía mostrar es que la fe
cristiana era la consumación de toda la historia humana, de modo que
tanto la filosofía griega como las Escrituras hebreas fueron provistas
por Dios como preparación para el Evangelio. Además, el propio imperio
romano, con la paz que había traído a toda la cuenca del Mediterráneo,
también había sido ordenado por la providencia divina para facilitar la
extensión de la nueva fe.
Ireneo, en el siglo II, había sostenido que la historia de la
humanidad era un vasto proceso mediante el cual Dios educaba al mundo
para que pudiese tener comunión con él. Lo que Eusebio hace ahora es
darle cuerpo a este conjunto de ideas, tratando de fundamentarlo sobre
el culmen de Constantino. La fe y el imperio, como la fe y la
filosofía, no eran incompatibles. Al contrario, la fe era la corona
tanto de la filosofía como del imperio, y la nueva situación era la
prueba fehaciente de la verdad del Evangelio, punto culminante de la
historia humana. Naturalmente, esta perspectiva teológica le privaba de
toda actitud medianamente crítica hacia lo que estaba sucediendo. Si
el emperador era el “vicario de Dios”, ¿quién se atrevía a amonestarle? Esto hizo que se pasaran por alto ciertos “defectos”, como la ira incontenible y el espíritu sanguinario, de Constantino, pues para Eusebio, Constantino es el “obispo de los de fuera”.
Es curioso que Eusebio destacara con tanta fuerza la función del
emperador como protector y patrono providencial de la Iglesia (obispo de los asuntos eclesiales “exteriores”). Constantino, y luego también sus sucesores, ejercieron una “potestas suprema”, un “primado de jurisdicción”, respecto de la Iglesia, a pesar de que Juan Crisóstomo y muchos con él (la mayoría monjes)
les negaron tal poder sobre la Iglesia. De hecho, Constantino nunca
renunció al título pagano de Pontifex Maximus, la cabeza de la religión
oficial del Estado, dando por sentado que este cargo adquiría el mismo
significado en el cristianismo, y pasando a ser él la cabeza de la
Iglesia.
Este nuevo concepto hizo que el Evangelio, originalmente para los
pobres y la gente sencilla, se adornara con la riqueza y el boato,
siendo estos tomados incluso como señal del favor divino. Por último,
el esquema ideológico de Eusebio le obligó a abandonar la predicación
primitiva de la Segunda y gloriosa Venida de Cristo, pues con
Constantino y sus sucesores se habría realizado ya el plan de Dios.
Aparte de esto, lo único que nos quedaría sería esperar el momento en
que seamos transferidos en espíritu al reino celestial.
De la Gran Bretaña al poder romano absoluto
Después de la abdicación de Diocleciano en el 305, se produjo un
período de feroz rivalidad entre los pretendientes a la corona. Y el
vencedor final fue Constantino.
Aun antes de la batalla de Puente Milvio, Constantino se había estado
preparando para asumir el poder sobre un territorio cada vez más
vasto. Esto lo hizo asegurándose de la lealtad de sus súbditos en la
Galia y la Gran Bretaña, donde había sido proclamado césar por las
legiones. Durante más de cinco años, su política consistió en reforzar
las fronteras del Rin, a fin de impedir las incursiones bárbaras en el
territorio del imperio, y en ganarse el favor de sus súbditos mostrando
clemencia y sensatez en sus edictos. Esto no quiere decir que
Constantino fuese un gobernante ideal. Sabemos que era una persona
amante del lujo y la pompa, que se hizo construir en Tréveris un palacio
fastuoso, mientras los viñedos de que dependía la economía de la ciudad
permanecían inundados por falta de atención a las tareas de drenaje.
Pero Constantino tenía ese don de algunos gobernantes que saben hasta
dónde pueden aumentar los impuestos sin perder la lealtad de sus
súbditos. En la Galia Constantino se ganó la buena voluntad de la
población garantizándole protección frente a la amenaza bárbara, y
explotando sus bajas pasiones mediante espectáculos circenses, donde
murieron tantos cautivos que un cronista relata que hasta las fieras se
cansaron de la matanza.
Por otra parte, como hábil estadista y buen militar, Constantino supo
enfrentarse a sus rivales separadamente, asegurándose siempre de que
sus flancos estuvieran protegidos. Así, por ejemplo, aunque su campaña
contra Majencio pareció repentina, el hecho es que la había estado
preparando con anticipación en la Galia, tanto en el campo militar como
en el político, durante varios años. De modo que atravesó los Alpes y
marchó sobre Roma. Si Majencio hubiera permanecido tras las murallas de
la Ciudad Eterna, un largo sitio se habría seguido; pero él consultó a
sus adivinos y salió a campo abierto contra Constantino.
Según dos historiadores cristianos que conocieron a Constantino, en
vísperas de la batalla éste tuvo una revelación. Uno de ellos,
Lactancio, cuenta que Constantino recibió en sueños la orden de poner un
símbolo cristiano en el escudo de sus soldados. El otro, Eusebio,
narra que la visión apareció en las nubes, junto a las palabras,
escritas en el cielo: “Por este signo vencerás”. En todo caso, el hecho es que Constantino ordenó que sus soldados emplearan para la batalla el símbolo conocido como el “labarum”,
y que consistía en la superposición de dos letras griegas, X y P; que
eran las dos primeras letras del nombre de Cristo en griego (XPISTOS).
Algunos historiadores modernos han señalado otros indicios que dan a
entender que, si bien es posible que ya en esa fecha Constantino
sintiera ciertas simpatías cristianas, todavía adoraba al Sol Invicto.
En todo caso, lo importante es que Majencio fue derrotado, y que
cuando luchaba sobre el Puente Silvio cayó al río y se ahogó, quedando
Constantino como único dueño de la mitad occidental del imperio. El
Oriente quedaba dividido entre Licinio y Maximino Daza. En ese momento,
un estadista menos ducho que Constantino se habría lanzado a la
conquista de los territorios de Licinio –pues al parecer ya entonces
Constantino había decidido posesionarse de todo el imperio-. Pero él
supo esperar el momento oportuno. Como lo había hecho antes en la
Galia, se dedicó ahora a consolidar su poder en Italia y el norte de
África –excepto Egipto, que no le pertenecía todavía-. Su encuentro con
Licinio en Milán afianzó la alianza entre ambos, y obligó a éste último
a dirigir sus esfuerzos contra el rival común de ambos: Maximino Daza.
De este modo, al tiempo que Licinio gastaba sus recursos enfrentándose a
Maximino, Constantino aumentaba los suyos.
Parte de la alianza entre Constantino y Licinio era el acuerdo de no
perseguir más a los cristianos, devolviéndoles sus capillas, cementerios
y otras propiedades que habían sido confiscadas. Este acuerdo,
conocido como el “Edicto de Milán”, se señala como el fin de las persecuciones (313 d. C.).
Hasta qué punto esto se ha de considerar como un triunfo o el
comienzo de nuevas dificultades para la Iglesia será difícil decirlo.
¿Qué sucedería cuando los discípulos de un carpintero, y cuyos héroes
eran pescadores que murieron ejecutados como criminales, se vieran
rodeados del boato y la pompa? Quienes no fueron amedrentados por las
fieras y las torturas, ¿sucumbirían ante las tentaciones de la vida
muelle y de la gloria humana?
Pero sigamos con el relato de la ascensión de Constantino en el
imperio. A fin de asegurarse de que las ambiciones de Licinio no fueran
contra él, sino contra Maximino, Constantino cumplió en Milán su
promesa de casar a su hermana Constancia con Licinio. Los dos aliados
estaban todavía en Milán cuando supieron que Maximino había cruzado el
Bósforo e invadido los territorios de Licinio; pero éste último era un
hábil general, y cuando Maximino apenas había marchado unos cien
kilómetros más allá de Bizancio, su enemigo se presentó con un ejército
inferior, y lo derrotó. Maximino huyó, pero murió poco después, sin
haber tenido oportunidad de reorganizar su ejército.
Licinio quedaba entonces en posesión de todo el imperio al Este de
Italia, incluyendo Egipto, mientras Constantino gobernaba todo
Occidente. Puesto que ambos eran aliados y cuñados, era de esperarse
que las guerras civiles y otros desórdenes terminaran. Pero tanto
Licinio como Constantino ambicionaban el poder único. Por lo pronto
Licinio consolidó su poder matando a los miembros de las viejas familias
imperiales. Constantino, por su parte, afianzaba el suyo regresando a
las fronteras del Rin, donde dirigió una campaña contra los francos.
Por fin explotó la hostilidad entre ambos cuando Constantino
descubrió una conspiración para asesinarlo, y la investigación involucró
a un pariente de Licinio. Poco después, en las mismas fronteras de los
territorios de Constantino, Licinio proclamó que su cuñado no era
legítimo emperador, y le declaró la guerra. Esto no quiere decir que
toda la culpa recayera sobre Licinio, pues hay indicios de que
Constantino hizo todo lo posible por provocar su ira, y así hacerle
aparecer como el agresor.
Constantino invadió entonces los territorios de Licinio. Ambos
ejércitos chocaron en dos encuentros difícilmente decisivos, pero al
retirarse del campo de batalla Constantino logró la ventaja estratégica
de tomar Bizancio. Como todo esto tenía lugar en el extremo oriental de
Europa, la maniobra separaba a Licinio del grueso de sus recursos, que
se encontraban en Asia. Dadas las circunstancias, Licinio se apresuró a
pedir la paz.
Una vez más Constantino mostró sus habilidades de estadista. Su
posición era ventajosa, y de haber continuado la campaña probablemente
habría derrotado definitivamente a su rival. Pero habría sido a costa
de alejarse de sus territorios. Mediante el tratado que se selló,
Constantino quedó en posesión de todos los territorios europeos de
Licinio, excepto una pequeña región alrededor de Bizancio. El año 314
tocaba a su fin.
Una vez más Constantino aprovechó el período de paz para consolidar
los territorios recién ganados. En lugar de establecer su capital en
las zonas seguras del imperio, la estableció primero en Sirmio, y
después en Sárdica (hoy Sofía). Ambas ciudades se encontraban en sus
nuevos territorios, y de este modo él podía asegurar su lealtad y
posesión al mismo tiempo que podía observar de cerca los movimientos de
Licinio.
La tregua duró hasta el año 322, aunque la tensión entre ambos
emperadores iba siempre en aumento. Además de la ambición de ambos, las
razones de esa tensión se relacionaban con cuestiones de sucesión –qué
títulos y qué honores se le darían a cada uno de sus hijos- y de
política religiosa.
La política religiosa de Licinio merece cierta atención, pues algunos
historiadores cristianos, en su afán de justificar a Constantino,
tergiversaron los hechos. Durante los primeros años después del
encuentro de Milán, Licinio no persiguió a los cristianos en modo
alguno. De hecho, un escritor cristiano de la época, al narrar la
victoria de Licinio sobre Maximino Daza, nos da a entender que fue muy
semejante a la de Constantino sobre Majencio (con visión incluida).
Pero el cristianismo en los territorios de Licinio se hallaba muy
dividido entre diversos bandos cuya enemistad llegaba hasta el punto de
crear motines públicos. En tales circunstancias, Licinio utilizó el
poder imperial para asegurar la paz, con el resultado de que hubo grupos
cristianos que lo tomaron por enemigo, y creían que Constantino era el
defensor de la verdadera fe, y “el emperador que Dios amaba”. Licinio,
aunque no era cristiano, temía el poder del Dios cristiano, y por tanto
el hecho de que algunos de sus súbditos oraran por su rival le parecía
una traición. Fue entonces que Licinio empezó a perseguir a algunos
grupos cristianos. Pero esa persecución le dio a Constantino la
oportunidad de hacer parecer su campaña contra Licinio como una guerra
santa en defensa del cristianismo perseguido.
En el año 322 Constantino, so pretexto de perseguir un contingente
bárbaro que había atravesado el Danubio, penetró en los territorios de
Licinio, quien interpretó esa campaña como una provocación, y se dispuso
para la guerra concentrando sus tropas en Adrianópolis. Por su parte,
Constantino reunió un ejército algo menor que el de su rival y marchó
hacia la misma ciudad.
Según narran varios historiadores, Licinio temía el poder del labarum
de Constantino, y ordenó a sus soldados que no lo mirasen ni lo
atacasen de frente. Es de suponer que, con tales advertencias, sus
soldados no pelearían con mucho valor. Fuera por ésta u otra razón,
tras una larga y cruenta batalla, Constantino resultó vencedor, y
Licinio se refugió con su ejército en Bizancio.
La resistencia de Licinio en Bizancio prometía ser larga, pues la
ciudad podía ser abastecida por mar desde Asia Menor, donde Licinio
contaba con abundantes recursos. Además, su escuadra era varias veces
superior a la de su rival, que estaba bajo el mando de Crispo, el hijo
mayor de Constantino. Pero ambos almirantes eran poco duchos y a la
postre, tras una serie de errores inexplicables, la flota de Licinio fue
destruida por una tempestad. Poco después las naves de Constantino
consiguieron abrir las rutas comerciales hacia el mar Negro, lo cual le
permitió aprovisionar a su ejército y cortar el abastecimiento de
Bizancio.
Ante tal desastre, y temiendo verse completamente rodeado por fuerzas
enemigas, Licinio se retiró con sus tropas a Asia Menor, donde
reorganizó sus ejércitos y se dispuso a hacer frente a Constantino en
Crisópolis. Pero una vez más las tropas de Constantino resultaron
victoriosas, y Licinio se vio obligado a huir a Nicomedia. Aunque
todavía le quedaban amplios recursos, y quizá hubiera podido rehacerse,
su causa le parecía perdida irremisiblemente. Al día siguiente,
Constancia y el obispo Eusebio de Nicomedia salieron al encuentro de
Constantino, ofreciéndole el poder absoluto en el imperio, a cambio de
que Licinio no fuese muerto. Constantino accedió, y así la marcha que
había comenzado dieciocho años antes en un rincón de la Gran Bretaña
llegó a su punto culminante.
Poco después Licinio fue asesinado en extrañas circunstancias.
Algunos cronistas dicen que conspiraba contra Constantino. Pero casi
todos concuerdan en que fue éste último quien ordenó –o al menos aprobó-
su muerte.
De Roma a Constantinopla
Constantino quedó como el único emperador de todo el imperio.
Comparado con las décadas de guerras civiles que comenzaron al fin del
reino de Diocleciano, el régimen de Constantino fue un período de orden y
reconstrucción. Pero lo fue también de turbulencia, y no fueron pocos
los acusados y ejecutados por conspirar contra el emperador.
Sin embargo, Constantino no había perseguido el poder por el solo
placer de poseerlo. Para él, ese poder era el medio de llevar a cabo
una gran restauración del viejo imperio. Tal había sido el sueño de
Diocleciano y de Maximino Daza. La diferencia principal estribaba en
que, mientras aquellos dos emperadores trataron de restaurar el viejo
imperio reafirmando sus raíces en la religión pagana, Constantino creía
que era posible hacerlo sobre la base del cristianismo. En ese sentido,
concibió la idea de construir una “nueva Roma”, una ciudad inexpugnable y fastuosa llamada Constantinopla: la “ciudad de Constantino”.
Probablemente fue durante la campaña contra Licinio que Constantino
se percató de la importancia estratégica de Bizancio. Esta ciudad se
encontraba en los confines de Europa, y, por tanto, podía servir de
puente entre la porción europea del imperio y la asiática. Además,
desde el punto de vista marítimo Bizancio dominaba el estrecho del
Bósforo, por donde era necesario pasar del Mar Negro al Mediterráneo.
El tratado de paz que había sido firmado con los persas varias décadas
antes estaba a punto de caducar, y por tanto Constantino sentía la
necesidad de establecer su residencia cerca de la frontera con Persia.
Pero, por otra parte, los germanos continuaban su agitación en las
fronteras del Rin, y ello le obligaba a no alejarse demasiado hacia el
Oriente. Por todas estas razones, Bizancio parecía ser el lugar ideal
para establecer la nueva capital. La historia posterior daría sobradas
pruebas de la sensatez de Constantino en su elección –de hecho, el
propio emperador dio a entender que tal elección fue hecha por mandato
divino-. Pero la vieja ciudad de Bizancio era demasiado pequeña para
los designios del emperador. Sus murallas, construidas en tiempos de
Septimio Severo, tenían apenas tres kilómetros de largo. Imitando la
antigua leyenda sobre la fundación de Roma por Rómulo y Remo,
Constantino salió al campo, y con la punta de su lanza trazó sobre la
tierra la ruta que seguiría la nueva muralla. Todo esto se hizo en
medio de una pomposa ceremonia, en la que participaron tanto sacerdotes
paganos como cristianos. Cuando los que le seguían, viéndole marchar
cada vez más lejos hacia regiones relativamente deshabitadas, le
preguntaron cuándo se detendría, Constantino respondió: “Cuando se detenga el que marcha delante de mí”.
Naturalmente, los cristianos entendieron que estas palabras se referían
a su propio Dios, mientras que los paganos entendieron que se trataba
del genio de Constantino, o quizá del Sol Invicto. Cuando terminó la
ceremonia, Constantino había trazado una muralla un poco más extensa que
la antigua, pero que, por razón de la situación geográfica de
Constantinopla, incluía un área mucho más vasta.
Las obras de construcción empezaron inmediatamente. Puesto que
escaseaban los materiales y la mano de obra, y puesto que el tiempo
siempre apremiaba a Constantino, buena parte de las obras de la ciudad
consistió en traer estatuas, columnas y otros objetos semejantes de
diversas ciudades. Como dijo Jerónimo varios años después,
Constantinopla se vistió de la desnudez de las demás ciudades del
imperio. Por todas partes los agentes del emperador andaban en busca de
cualquier obra de arte (pagana o cristiana, como el santo sudario) que
pudiera adornar la nueva ciudad imperial. Muchas de estas obras eran
imágenes de los viejos dioses, que fueron arrancadas de sus templos y
colocadas en lugares públicos. Aunque a un observador moderno esto le
pueda parecer que Constantinopla fue una ciudad pagana, el hecho es que
los contemporáneos de Constantino veían las cosas de otro modo. Tanto
paganos como cristianos concordaban en que, al sacar las estatuas de sus
santuarios y colocarlas en lugares tales como el hipódromo o los baños
públicos, se les restaba su poder sobrenatural, y se les convertía en
meros adornos.
Una de las estatuas traídas a la nueva ciudad por los agentes
imperiales era un famoso Apolo de Fidias, el más notable de los
escultores griegos. Esta estatua fue colocada en el centro de la
ciudad, sobre una gran columna traída de Egipto, que según se decía era
la más alta del mundo. Además, para alzarla aún más, la columna fue
colocada sobre una base de mármol de unos siete metros de altura. En su
totalidad, el monumento tenía entonces casi cuarenta metros de alto.
Pero la estatua que se encontraba en la cumbre no representaba ya a
Apolo, pues aunque el cuerpo era todavía el que Fidias había esculpido,
la cabeza había sido sustituida por otra que representaba a Constantino.
Otras obras públicas fueron la basílica de Santa Irene (la santa
paz), el hipódromo y los baños. Además, Constantino se hizo construir
un gran palacio, y para los pocos miembros de la vieja aristocracia
romana que accedieron a trasladarse a la nueva capital construyó
palacios que eran réplicas de sus viejas residencias en la antigua Roma.
Todo esto, sin embargo, no bastaba para poblar la nueva ciudad. Con
ese propósito, Constantino concedió toda clase de privilegios a sus
ciudadanos, tales como la exención de impuestos y del servicio militar
obligatorio. Además, pronto se estableció la costumbre de repartir
aceite, trigo y vino a los habitantes de la ciudad. El resultado fue
que la población aumentó mucho, hasta tal punto que ochenta años más
tarde el emperador Teodosio II se vio obligado a construir nuevas
murallas, pues las que en tiempos de Constantino había parecido
exageradas, ya no bastaban.
Del Sol Invicto a Jesucristo
Sobre la conversión de Constantino se ha discutido mucho. Algunos
historiadores han intentado demostrar que esa conversión era el punto
culminante de toda la historia de la Iglesia. Otros han dicho que
Constantino tuvo la habilidad de percatarse de las ventajas que una “conversión” podría acarrearle, y por tanto decidió uncir su carro a la causa cristiana.
Ambas interpretaciones son exageradas. Basta leer los documentos de
la época para comprender que la conversión de Constantino fue muy
diferente de la conversión del común de los cristianos. Cuando algún
pagano se convertía, se le sometía al catecumenado, dirigido por un
obispo (o un presbítero delegado), para asegurare de que entendía y
vivía su nueva fe, y después se le bautizaba. Pero el caso de
Constantino fue muy distinto, pues él nunca se sometió a la autoridad de
la Iglesia. Aunque contó con el consejo de obispos como Osio y
Eusebio, siempre se reservó el derecho de determinar sus propias
prácticas religiosas, pues se consideraba como “obispo de obispos”.
Repetidamente, aún después de su propia “conversión”, Constantino
participó en ceremonias paganas, y ningún obispo protestó contra ello,
porque técnicamente aún no era cristiano, pues no se había bautizado.
Por tanto, cualquier política o edicto favorable a los cristianos era
saludado por la Iglesia como un favor hecho por un simpatizante. Y
cualquier desliz religioso de Constantino era visto desde la misma
perspectiva, como la acción de quien, aunque simpatizaba con el
cristianismo, no se contaba aún entre sus fieles.
Tal persona podía recibir el consejo de la Iglesia, pero no su
dirección o condenación. Puesto que tal situación se ajustaba
perfectamente a los propósitos de Constantino, éste tuvo cuidado de
seguir así hasta el fin de sus días y no bautizarse sino en su lecho de
muerte.
Parece cierto que Constantino creyó verdaderamente en el poder de
Cristo, pero eso no significa que él entendiese la fe tal y como la
anuncia el Evangelio. Para Constantino, el Dios de los cristianos era
un ser muy poderoso, que estaba dispuesto a prestarle su apoyo siempre y
cuando él favoreciera a sus fieles. Por eso, cuando Constantino
comenzó a promulgar leyes en pro del cristianismo y a construir
capillas, lo que buscaba no era tanto el favor de los cristianos como el
favor de su Dios. Este Dios le había dado la victoria en el Puente
Milvio, así como muchas otras que siguieron. En cierto sentido,
Constantino fue un hombre sincero que avanzó en el desarrollo de su fe y
cuya comprensión del Evangelio era escasa. De hecho, su fe en Cristo
no le impidió servir también a otros dioses, desde el Sol Invicto (la fe
de su padre) a otras deidades subalternas como el oráculo de Apolo.
Constantino, emperador cristiano
Constantino el Grande quedó como el arquetipo de todos los césares,
emperadores y zares cristianos. Esto significaba que en el centro del
imperio, que unía Iglesia y Estado, no se encontraba ningún obispo o
papa, sino el emperador romano. Éste, aunque laico (y Constantino no se
bautizó hasta poco antes de su muerte), tenía la última palabra,
también en la Iglesia, si bien no se inmiscuía en los asuntos
cotidianos. Según la convicción de Constantino, el emperador está más
cerca de Dios que cualquier obispo. En la línea del emperador
vétero-romano, que era divino, también el emperador cristiano se ve a sí
mismo como “representante de Dios en la tierra, vicario de Dios”.
Él ha recibido de Dios, y de nadie más, el poder. Por eso tiene la
obligación de someter a todas las gentes a la verdadera ley de Cristo:
una especie de ministerio apostólico como propagador, defensor y
confesor de la fe.
Se comprende que en Oriente no hubiera lugar para un papa al estilo
occidental que le hiciera sombra al emperador. Así pues, el patriarca
de Constantinopla quedaría limitado en sus funciones de capellán de
palacio: conservación de la pureza de la doctrina y del orden cultual en
sentido estricto. Con todo, la insignia de la capital Constantinopla y
del imperio bizantino fue el águila bicéfala, la unión de los dos
poderes, y así el patriarca tenía derecho a examinar la ortodoxia del
futuro soberano antes de su coronación, desarrollándose así un
contrapoder que patriarcas importantes como Juan Crisóstomo, Focio y
Cerulario pudieron poner en juego. De hecho, al emperador no le
competía un poder absoluto en cuestiones de doctrina cristiana, y más de
una vez fracasaría en la imposición de posiciones dogmáticas (por
ejemplo a favor del monofisismo, la iconoclastia o la unión estratégica
con Roma). Un emperador infiel a la ortodoxia, y esto era
revolucionario, debía ser considerado como tirano.
“Sinfonía” (armonía) de imperio e Iglesia (el águila bicéfala) se convirtió en el lema de Bizancio. Claro que una “sinfonía”
en la que el emperador (autócrata) escribía la partitura. Unidad de
poder estatal y de jurisdicción eclesiástica, a la que se designa en
Occidente como “cesaropapismo” (un emperador a la vez papa). Justiniano, más adelante, como procurador terreno del “pantocrátor” celestial, llegó incluso a llamarse con orgullo “cosmocrátor”.
Constantino a la diestra de Cristo
Constantino murió el 22 de mayo de 337, domingo de Pentecostés, tras
ser bautizado a la fe arriana por Eusebio de Nicomedia. Si en el pasado
hubo reyes que soñaron igualarse a los doce dioses del Olimpo, él fue
enterrado en la iglesia de los Doce Apóstoles como si fuera el apóstol
decimotercero.
El impacto de Constantino
El gran impacto de Constantino sobre la vida de la Iglesia se ha sentido casi hasta nuestros días.
Naturalmente, la consecuencia más inmediata fue el cese de las
persecuciones. Hasta ese momento, aún en tiempos de relativa paz, los
cristianos vivían bajo el temor constante de una nueva persecución. Con
Constantino, ese temor acabó.
De hecho, todos los historiadores hablan del movimiento masivo hacia
el cristianismo después que éste recibió el favor imperial; y aunque aún
no fuese nombrado religión del imperio, sin embargo, la exhortación de
Constantino a profesar esa nueva fe, sus generosos regalos a los que ya
eran creyentes y la facilidad con que se podía abrazar el cristianismo,
contribuyó a que muchos se decidieran. En el ejército, especialmente,
la influencia de algún sagaz líder podía ganar en poco tiempo a todos
sus seguidores. Un ejemplo de esto puede verse en la conversión de
Clodoveo, un caudillo franco del próximo siglo. Cuando Clodoveo se
enfrentaba a una batalla crucial hizo el solemne voto de que si el Dios
(cristiano) de su esposa le daba la victoria, entonces él se haría
cristiano. Cuando su ejército supo lo acontecido, también quiso unirse a
esa fe. Entonces los soldados marcharon junto a un río donde se
pusieron sacerdotes con ramas de los árboles. Cuando los soldados
pasaban, los sacerdotes metían las ramas en el río y los rociaban con
agua. Tan pronto como aquella agua tocaba a los soldados, supuestamente
ellos se volvían cristianos. No es de sorprender que cuando estos
paganos entraban en la Iglesia sin catequesis ni conversión llevaran sus
ideas paganas con ellos. Consecuentemente, el cristianismo se infectó
con corrupciones y supersticiones que hasta ahora nunca habían tenido
lugar en la Iglesia.
Todo esto produjo lo que podríamos llamar una “teología oficial”.
Deslumbrados por el favor de Constantino no faltaron obispos que se
dedicaron a mostrar cómo él era el elegido de Dios, y cómo su obra era
la culminación de la historia de la Iglesia. Esa fue la actitud, por
ejemplo, del gran intelectual y autor de la Historia Eclesiástica,
Eusebio de Cesarea, quien describe con gran gozo y orgullo los lujosos
templos que se estaban construyendo, la creación de una nueva
aristocracia clerical (paralela a la imperial), y frecuentemente tan
apartada del común de los fieles como lo estaban los magnates del
imperio del común de las gentes. De hecho, no sólo en su nueva fastuosa
liturgia (a semejanza de los protocolos palaciegos) comenzó la Iglesia a
imitar los usos del imperio, sino también en su estructuración social y
mentalidad de que riqueza y boato eran señales de favor divino. La
Iglesia de los pobres, con su sencilla fe y su sencilla liturgia, había
sido finiquitada.
Por último, el esquema de la historia desarrollado por Eusebio le
obligó a abandonar un tema fundamental de la predicación cristiana
primitiva: la Segunda Venida de Cristo y la implantación universal de su
Reino. Pero Eusebio creía que con Constantino y sus sucesores se había
realizado el plan de Dios, y lo único que quedaba por esperar era el
momento de ser transferidos en espíritu al reino celestial. La
predicación profética del Reino, también fue finiquitada.
Otros siguieron un camino radicalmente opuesto. Para ellos, el hecho
de que el emperador se declarase cristiano, y que ahora resultara más
fácil serlo, no era una bendición, sino una ruina y apostasía. Algunos
fieles que no querían dejar la comunión de la Iglesia, pero estaban
descontentos con ella por su saludo amistoso a Constantino, se retiraron
al desierto, donde se dedicaron a la vida ascética. Puesto que el
martirio no era ya posible, ellos pensaban que el verdadero atleta de
Cristo debía continuar ejercitándose, si no ya para el martirio, al
menos para la vida dura y sacrificada. Para ellos la cizaña crecía
junto al trigo, y amenazaba ahogarlo.
Cuando la Iglesia se une a los poderes del mundo, cuando el lujo y la
ostentación se adueñan de los altares, cuando la sociedad toda parece
decir que el camino angosto se ha vuelto amplia avenida, ¿cómo
resistir? ¿Cómo dar testimonio de un Crucificado que no tenía siquiera
donde recostar la cabeza, cuando los líderes de su comunidad viven a
todo trapo en lujosas mansiones? La respuesta de muchos no se hizo
esperar: huir de aquello; abandonarlo todo; subyugar el cuerpo y las
pasiones que dan ocasión a la tentación. Y al mismo tiempo que la
Iglesia se llenaba de millares de bautizados sin conversión ni
catequesis, hubo un verdadero éxodo de otros millares que buscan la
santidad en soledad. Pero este remordimiento individual empezó a
empujar a prácticas ascéticas a cristianos escrupulosos que aliviaban su
conciencia mediante ayunos prolongados y rigurosa disciplina corporal.
De hecho, en Oriente, donde el clima es más cálido la mayor parte del
año, las gentes empezaron a abandonar sus comunidades y hogares y se
convertían en ermitaños. Sentían que encerrándose en una gruta lejos de
todo y ocupándose de la oración darían un nuevo significado a su
devaluada fe cristiana. El más famoso de todos ellos fue Antonio de
Tebas, que vivió en su cueva más de ochenta años y la convirtió en un
lugar de bendición y ánimo para muchos. Otros empezaron a dejar sus
hogares y a seguir su ejemplo. Antes de mucho tiempo había tantos
ermitaños en el desierto que todas las cuevas estaban ocupadas. Pronto
empezó también la formación de comunidades cenobitas, organizadas bajo
una regla común, como los monasterios fundados por Pacomio por el año
335 en Egipto.
Desde el Oriente este movimiento se extendió a Asia Menor, donde
Basilio le dio forma. La manera práctica de pensar de los occidentales y
el clima riguroso desanimaron a muchos en Europa, pero para el siglo VI
Benito de Nursia empezó en Italia un gran movimiento disciplinado y
eficaz: los benedictinos.
Algunos que no veían con agrado el nuevo acercamiento entre la
Iglesia y el Estado imperial, sencillamente rompieron su comunión con
los demás cristianos. Fueron los cismáticos.
Entre quienes permanecieron en la Iglesia y no se retiraron al
desierto ni al cisma, pronto se produjo un gran despertar intelectual.
Como en toda época de actividad intelectual, no faltaron quienes
propusieron teorías que el resto de la Iglesia se vio obligado a
rechazar. La principal fue el arrianismo, que dio lugar a enconadas
controversias sobre la doctrina de la Trinidad.
Sin embargo, la mayoría de los cristianos no reaccionó ante la nueva
situación con una aceptación total, ni con un rechazo absoluto. Para la
mayoría de los líderes eclesiásticos, las nuevas circunstancias
presentaban oportunidades inesperadas, pero también enormes peligros.
Por tanto, al mismo tiempo que afirmaban su lealtad al emperador,
insistían en que su lealtad última correspondía sólo a Dios. Esa fue la
actitud de Atanasio, los Capadocios, Ambrosio, Jerónimo y Juan
Crisóstomo. Ellos se enfrentaron a una tarea muy difícil; un cambio
espectacular de sus relaciones con el Estado, a quien seguían respetando
y obedeciendo, pero a quien tenían que rechazar cuando quería
inmiscuirse (y no faltaron ocasiones) en asuntos de fe.
El cambio en el culto cristiano
El culto cristiano era sencillo. Al principio, los fieles se reunían
en casas particulares y celebraban una sencilla liturgia. Después
comenzaron a reunirse también en cementerios, como las catacumbas. En
el siglo III ya había lugares dedicados específicamente al culto, como
la capilla de Dura-Europo, y otra recientemente descubierta en Jordania. Pero aún esta iglesia no es más que una habitación decorada con murales.
Tras la conversión de Constantino, la liturgia comenzó a sentir el
influjo del protocolo imperial. Los ministros que oficiaban comenzaron a
llevar ricas vestimentas, en señal de respeto a lo que tenía lugar.
Por la misma razón, varios gestos que normalmente se hacían ante el
emperador comenzaron a hacerse también en el culto. Además se inició la
costumbre de empezar el servicio con una procesión. Para darle cuerpo a
esta procesión, se desarrollaron los coros, con el resultado de que a
la larga, la asamblea tuvo menos parte activa en la liturgia.
Como ya no había mártires que dieran su vida por la fe, pronto
también se desarrolló una valoración desmedida por las reliquias de los
mártires antiguos, atribuyéndoles un poder milagroso y una veneración
desmedida.
En medio de tal situación, algunos obispos procuraban moderar la
superstición del pueblo, aunque naturalmente no podían negar que, de
hecho, muchos milagros eran realmente posibles. Así, por ejemplo, hubo
pastores que trataron de indicar a su grey que para ser cristiano no era
necesario peregrinar a Tierra Santa, o que el respeto debido a los
mártires y a los santos no debía exagerarse. Pero su tarea era harto
difícil, pues cada vez eran más los conversos que pedían el bautismo, y
cada vez había menos tiempo y oportunidad para orientarlos en su vida
cristiana.
Las iglesias construidas en tiempos de Constantino y sus sucesores
contrastaban con la sencillez de las capillas antiguas. El propio
Constantino hizo construir en Constantinopla la iglesia de Santa Irene,
en honor a la paz. Elena, su madre, construyó en Tierra Santa la
iglesia de la Natividad y la del Monte de los Olivos. Al mismo tiempo, o
bien por orden del emperador, o bien siguiendo su ejemplo, se
construyeron otras iglesias semejantes en las principales ciudades del
imperio. Esta política de levantar fastuosas basílicas persistió bajo
el gobierno de los sucesores de Constantino. Y todas tenían el mismo
estilo arquitectónico de la época: la basílica. Este término
se utilizaba para referirse a los grandes edificios públicos (a veces
privados) que consistían principalmente en un gran salón con dos o más
filas de columnas. Constaban de tres partes: atrio, nave y santuario.
El atrio era el vestíbulo, un área cuadrangular rodeada de muros. En su centro solía haber una fuente para las abluciones.
La nave era la parte amplia de la basílica. En el centro se
encontraba la nave principal, separada de las naves laterales por filas
de columnas. El techo de la nave principal era más alto que los de las
naves laterales, de modo que sobre las filas de columnas quedaban dos
paredes –una a cada lado- en las que había ventanas por las que
penetraba la luz exterior.
Las primeras basílicas tenían el altar en el centro y su planta era
poligonal o casi redonda. Aunque más tarde, en tiempos de Justiniano,
el altar se pegó a la pared y el presidente empezó a celebrar la
eucaristía de espaldas a la asamblea.
Al final de la nave, y con el suelo algo más elevado, se encontraba
el santuario, dando a la planta del edificio una forma de cruz. En el
santuario se encontraba el altar, donde se celebraba el sacrificio
eucarístico.
La pared del fondo del santuario tenía forma semicircular, de modo
que quedaba un espacio cóncavo, el ábside. En esta pared se apoyaban
los bancos de piedra donde se sentaban los presbíteros. En medio de los
bancos había una silla (cátedra; de donde viene “catedral”), donde se sentaba a predicar el obispo.
Todo el interior de la basílica estaba ricamente adornado con
mármoles pulidos, lámparas de oro y plata y tapices. Pero el arte
característico de la época era el mosaico, cuadros hechos con pequeños
pedazos de vidrio, piedra o porcelana de colores. Por lo general, los
mosaicos representaban escenas bíblicas, aunque a veces incluían una
representación de la persona patrocinadora de la construcción.
Naturalmente, la pared cuya decoración era más importante era la del
ábside, donde se colocaba un gran mosaico que representaba a Cristo
sentado en gloria como gobernante del universo (pantokrator), a la usanza de los emperadores.
Alrededor de la basílica se alzaban otros edificios dedicados al
culto y a la residencia de los ministros. De todos ellos, el más
importante era el bautisterio, de forma circular u octogonal, y su
tamaño era tal que bien podía acomodar docenas de personas. A esa
pequeña piscina se descendía mediante varios peldaños, donde se
bautizaba a los nuevos cristianos. En medio del bautisterio colgaba un
gran telón que dividía la sala en dos, un lado para los hombres y otro
para las mujeres.
Antes del giro constantiniano convivían varias liturgias, pero
después la liturgia bizantina (una liturgia construida para salvar el
misterio de unos laicos cada vez más ignorantes y por tanto menos
participativos) se fue imponiendo en Oriente.