miércoles, 11 de mayo de 2016

Jesus el Cristo Capitulo 37: La Resurreccion y la Ascension

Jesus el Cristo Capitulo 37: La Resurreccion y la Ascension






Capitulo 37: La Resurreccion y la Ascension

Jesus el Cristo, 2006







“Ha resucitado”

EL
sábado, día de reposo de los judíos, había pasado, y empezaban a
desvanecerse las sombras de la noche ante la alborada del domingo más
memorable de toda la historia, y mientras tanto la guardia romana
vigilaba el sepulcro sellado dentro del cual yacía el cuerpo del Señor
Jesús. Estando todavía obscuro, la tierra empezó a temblar; un ángel del
Señor descendió en gloria, quitó la inmensa piedra de la entrada del
sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto brillaba como un relámpago y
sus vestidos eran blancos como la nieve. Los soldados, paralizados de
temor, cayeron a tierra y se quedaron como muertos. Cuando se hubieron
recobrado parcialmente de su espanto, huyeron aterrados del sitio. Ni
aun el rigor de la disciplina romana, que decretaba una muerte sumaria a
todo soldado que desertaba su puesto, pudo detenerlos. Además, ya no
había qué vigilar; el sello de autoridad fue hecho pedazos, y el
sepulcro se hallaba abierto y vacío.a
Al
manifestarse las primeras señales de la aurora, la devota María
Magdalena y las otras fieles mujeres se dirigieron al sepulcro, llevando
especias y ungüentos que habían preparado para acabar de embalsamar el
cuerpo de Jesús. Algunas de ellas habían presenciado el sepelio y visto
la prisa forzosa con que José y Nicodemo habían envuelto el cuerpo
momentos antes que empezara el día de reposo; y ahora estas piadosas
mujeres llegaron temprano para prestar sus servicios cariñosos mediante
una unción y embalsamamiento externo y más completo del cuerpo. Mientras
se dirigían, conversando tristemente, parece que por primera vez se
dieron cuenta de la dificultad que tendrían para entrar en el sepulcro
“¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro?”—se
preguntaban unas a otras. Evidentemente nada sabían del sello ni de la
guardia. Al llegar a la tumba vieron al ángel, y tuvieron miedo. “Mas el
ángel, respondiendo, dijo a las mujeres: No temáis vosotras; porque yo
sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha
resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor. E
id pronto y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos, y
he aquí va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. He aquí, os lo
he dicho.”b
Las
mujeres, aun cuando favorecidas con esta visita y afirmación angélicas,
se alejaron de allí maravilladas y espantadas. Parece que María
Magdalena fue la primera en llevar la noticia de la tumba vacía a los
discípulos. No había comprendido el gozoso significado de la
proclamación del ángel: “Ha resucitado, como dijo”. En su agonía de amor
y aflicción solamente se acordaba de las palabras: “No está aquí”, la
verdad de las cuales se había grabado tan impresionantemente en ella
tras una mirada rápida hacia el sepulcro abierto y vacío. “Entonces
corrió, y fue a Simón Pedro y al otro discípulo, aquel al que amaba
Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos
dónde le han puesto.”
Pedro
y el “otro discípulo”, indudablemente Juan, se dirigieron en el acto
hacia el sepulcro, corriendo juntos. Juan corrió más aprisa que su
compañero, y al llegar a la tumba se bajó a mirar, y vio los lienzos en
el suelo; pero Pedro, osado e impetuoso, entró en el sepulcro, seguido
del apóstol más joven. Los dos vieron los lienzos y, en un lugar aparte,
el sudario que había estado sobre la cabeza de Jesús. Juan francamente
afirma que habiendo visto estas cosas, creyó; y explica, hablando por sí
mismo y los demás apóstoles: “Porque aún no habían entendido la
Escritura, que era necesario que él resucitase de los muertos.”c
La
afligida Magdalena siguió a los dos apóstoles hasta el lugar de la
sepultura. No parece que había dado cabida en su corazón herido de pesar
al concepto de la restauración de la vida del Señor; sólo sabía que el
cuerpo de su querido Maestro había desaparecido. Mientras Pedro y Juan
se encontraban dentro del sepulcro, ella había permanecido afuera
llorando. Cuando se hubieron ido, María se inclinó para mirar dentro de
la cueva labrada en la roca, y vio allí a dos personajes, ángeles
vestidos de blanco, “el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde
el cuerpo de Jesús había sido puesto”. Con tierno acento le preguntaron:
“Mujer, ¿por qué lloras?” En su respuesta no pudo más que expresar de
nuevo el dolor que la agobiaba: “Porque se han llevado a mi Señor, y no
sé dónde le han puesto.” La ausencia del cuerpo, que para ella era todo
lo que permanecía de Aquel a quien había amado tan profundamente,
representaba una pérdida personal. Se manifiesta un torrente de
sentimiento y cariño en sus palabras: “Se han llevado a mi Señor.”
Volviéndose
de la tumba que, aun cuando iluminada en ese momento por aquella
presencia angélica, para ella se encontraba vacía y abandonada, se
enteró de otro Personaje que estaba cerca de ella. Oyó su pregunta
compasiva: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” Casi sin levantar
su llorosa faz hacia su interrogante, vagamente suponiendo que era el
hortelano, y que tal vez él sabía dónde se hallaba el cuerpo de su
Maestro, exclamó: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has
puesto, y yo lo llevaré.” Sabía que habían depositado a Jesús en una
tumba ajena; si el cuerpo había sido desahuciado de ese sitio, estaba
preparada para proporcionarle otro. “Dime dónde lo has puesto”—le rogó.
Era
Jesús, su querido Señor, a quien hablaba, pero no lo sabía. Una palabra
de sus labios vivientes transformó su vehemente dolor en gozo extático.
“Jesús le dijo: ¡María!” La voz, el tono, el tierno acento que ella
había escuchado y amado en días anteriores la elevó de la profundidad
desesperante en que había caído. Se volvió y miró al Señor, y en un
arrebato de alegría extendió los brazos para estrecharlo, pronunciando
una sola palabra de cariño y adoración, “Raboni”, que significa mi amado
Maestro. Jesús contuvo su impulsiva manifestación de amor reverente,
diciendo: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas vé a
mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a
vuestro Dios.”d
A
una mujer, María de Magdala, se concedió el honor de ser la primera de
todos los seres mortales en ver a un Alma resucitada, al propio Señor
Jesús.e
Más adelante el Cristo resucitado se manifestó a otras mujeres
favorecidas, entre ellas, María, madre de José, y Juana, y Salomé, madre
de los apóstoles Santiago y Juan. Estas y las otras mujeres que las
acompañaban se habían asustado con la presencia del ángel en el
sepulcro, y se habían alejado con sentimientos de temor mezclados con
gozo. No estuvieron presentes al tiempo en que Pedro y Juan entraron en
el sepulcro, ni posteriormente cuando el Señor se manifestó a María
Magdalena. Probablemente volvieron más tarde, pues parece que algunas de
ellas entraron en el sepulcro y vieron que el cuerpo del Señor no
estaba allí. Encontrándose perplejas y asombradas, se dieron cuenta de
la presencia de dos varones en vestidos resplandecientes, y al bajar las
mujeres “el rostro a tierra”, los ángeles les dijeron: “¿Por qué
buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha
resucitado. Acordaos de lo que os habló, cuando aún estaba en Galilea,
diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de
hombres pecadores, y que sea crucificado, y resucite al tercer día.
Entonces ellas se acordaron de sus palabras.”f
Y mientras se dirigían a la ciudad para comunicar el mensaje a los
discípulos, “Jesús les salió al encuentro, diciendo: ¡Salve! Y ellas,
acercándose, abrazaron sus pies, y le adoraron. Entonces Jesús les dijo:
No temáis; id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea,
y allí me verán.”g
Uno
podrá preguntarse por qué Jesús le prohibió a María Magdalena que lo
tocara, y corto tiempo después permitió que otras mujeres le abrazaran
los pies al inclinarse reverentemente delante de El. Podemos suponer que
el arrebato emocional de María fue causado más bien por un sentimiento
de cariño personal pero santo, que por el impulso de una adoración
devota que expresaron las otras mujeres. Aunque el Cristo resucitado
mostró la misma consideración amigable y estrecha que había manifestado
en su estado terrenal hacia aquellos con quienes se había asociado
íntimamente, ahora ya no era literalmente uno de ellos. Había en El una
dignidad que vedaba la íntima familiaridad personal. A María Magdalena
Cristo dijo: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre.” Si la
segunda frase fue una explicación de la primera, nos vemos compelidos a
deducir que a ninguna mano humana le fue permitido tocar el cuerpo
resucitado e inmortal del Señor, sino hasta después que se hubo
presentado al Padre. Parece razonable y probable que entre la ocasión
del impulsivo intento de María de tocar al Señor, y el acto de las otras
mujeres que le abrazaron los pies al inclinarse para adorarlo
reverentemente, Cristo ascendió a su Padre; y entonces volvió a la
tierra para continuar su ministerio en su estado resucitado.
María
Magdalena y las otras mujeres relataron a los discípulos la maravillosa
narración de lo que había acontecido a cada una de ellas, pero los
hermanos no podían creer lo que decían, y “les parecían locura las
palabras de ellas, y no las creían”.h Después de todo lo que Cristo les había enseñado concerniente a su resurrección de los muertos al tercer día,i
los apóstoles no eran capaces de aceptar la realidad de lo ocurrido; en
sus pensamientos la resurrección era un acontecimiento misterioso y
remoto, no una posibilidad actual. No existía ni precedente ni analogía
para las cosas que estas mujeres contaban—de que una persona muerta
volviese a vivir con un cuerpo de carne y huesos que pudiera verse y
palparse—con excepción de los casos del joven de Naín, la hija de Jairo y
el querido Lázaro de Betania; pero en la restauración de éstos a una
vida terrenal, y la resurrección rumorada de Jesús, ellos veían
diferencias esenciales. Una perplejidad profunda y dudas inquietantes
reemplazaron, en este primer día de la semana, la angustia y sensación
de pérdida irreparable que caracterizaron sus pensamientos el día de
reposo de ayer. Pero mientras los apóstoles vacilaban en creer que
Cristo realmente había resucitado, las mujeres, menos escépticas y más
confiadas, lo sabían; porque no sólo lo vieron, sino oyeron su voz, y
algunas le habían tocado los pies.

Fraudulenta conspiración sacerdotalj

Cuando
los guardas romanos se hubieron recobrado lo suficiente de su temor
para huir precipitadamente del sepulcro, fueron a los principales
sacerdotes, bajo cuyas órdenes Pilato los había puesto,k
e informaron de los acontecimientos sobrenaturales que habían
presenciado. Estos jerarcas eran saduceos, y uno de los rasgos
distintivos de su partido o secta consistía en negar que era posible la
resurrección de los muertos. Se convocó una sesión del Sanedrín, y se
dio consideración al inquietante informe de los guardas. Con el mismo
espíritu con que habían procurado matar a Lázaro, a fin de sofocar el
interés popular manifestado en el milagro de su restauración a la vida,
estos engañadores sacerdotales ahora conspiraron para desacreditar la
verdad de la resurrección de Cristo sobornando a los soldados para que
mintiesen. Se les aconsejó que dijeran: “Sus discípulos vinieron de
noche, y lo hurtaron, estando nosotros dormidos”, ofreciéndoles mucho
dinero si esparcían esta mentira. Los soldados aceptaron la tentadora
proposición e hicieron lo que les fue mandado, ya que este paso les
parecía la mejor manera de salir de una situación crítica. En caso de
que los declarasen culpables de dormirse en sus puestos, serían
ejecutados en el acto;l
pero los judíos los alentaron con esta promesa: “Si esto lo oyere el
gobernador, nosotros le persuadiremos, y os pondremos a salvo.” Se debe
tener presente que se puso a los soldados a las órdenes de los
principales sacerdotes, y se supone, por tanto, que no estaban obligados
a informar los detalles de sus hechos a las autoridades romanas.
El
cronista agrega que hasta el día en que él estaba escribiendo, se había
extendido entre los judíos la calumnia de que los discípulos habían
sacado del sepulcro el cuerpo de Cristo. La totalmente insostenible
posición de la falsa comunicación es palpable. Si todos los soldados se
durmieron—ocurrencia sumamente improbable en vista de que esta
negligencia constituía una ofensa capital—¿cómo les fue posible saber
que alguien se había acercado al sepulcro? Y con mayor particularidad,
¿cómo podían comprobar su declaración, aun cuando hubiese sido cierto
que el cuerpo fue hurtado, y los discípulos habían sido los ladrones?m
Fueron los principales sacerdotes y ancianos del pueblo los que
inventaron la falsa noticia. Sin embargo, no todos los del círculo
sacerdotal participaron en el acto. Algunos que quizá habían sido
discípulos secretos de Jesús antes de su muerte, ya no tuvieron temor de
identificarse manifiestamente con la Iglesia, después de quedar
completamente convertidos con la evidencia de la resurrección del Señor.
Leemos que pocos meses después “muchos de los sacerdotes obedecían a la
fe”.n

Cristo camina y habla con dos de los discípuloso

La
tarde de ese mismo domingo, dos discípulos, no de los apóstoles, se
apartaron del pequeño grupo de creyentes en Jerusalén y se dirigieron
hacia la aldea de Emaús, que se hallaba a unos once o doce kilómetros de
la ciudad. El tema de su conversación sólo pudo haber sido uno, y de
este asunto hablaban al andar, citando los varios acontecimientos de la
vida del Señor, refiriéndose en forma particular a su muerte, ocurrencia
que había puesto tan triste fin a sus esperanzas de un reino mesiánico,
y maravillándose profundamente del incomprensible testimonio de las
mujeres concerniente a su reaparición en calidad de alma viviente.
Mientras caminaban, absortos en su triste y profunda conversación, se
unió a ellos otro Viajero. Era el Señor Jesús; “mas los ojos de ellos
estaban velados, para que no le conociesen”. Con atento interés les
preguntó: “¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras
camináis, y por qué estáis tristes?” Uno de los discípulos, llamado
Cleofas, contestó con sorpresa y un poco de conmiseración al ver la
aparente ignorancia del Desconocido: “¿Eres tú el único forastero en
Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han acontecido en
estos días?” Resuelto a arrancar de sus
labios una declaración completa del asunto que los agitaba tan
visiblemente, el Cristo incógnito preguntó: “¿Qué cosas?” Dejando de
lado la reticencia, respondieron: “De Jesús nazareno, que fue varón
profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el
pueblo; y cómo le entregaron los principales sacerdotes y nuestros
gobernantes a sentencia de muerte, y le crucificaron.”
Con
voz afligida continuaron su relato explicando cómo habían cifrado sus
esperanzas en que Jesús, para entonces crucificado, hubiese probado ser
el Mesías enviado a redimir a Israel; pero “hoy es ya el tercer día que
esto ha acontecido”. Entonces cobrando un poco más de ánimo, pero
perplejos todavía, le informaron que unas mujeres de su compañía los
habían asombrado esa mañana con la noticia de que yendo temprano a
visitar el sepulcro, habían descubierto que el cuerpo del Señor no
estaba allí, y “vinieron diciendo que también habían visto visión de
ángeles, quienes dijeron que él vive”. Además de las mujeres, otros
habían ido a la tumba y verificado la ausencia del cuerpo, pero sin
haber visto al Señor.
Entonces
Jesús, reprendiendo con tiernos acentos a sus compañeros de viaje por
ser tan “insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los
profetas han dicho”, les preguntó impresionantemente: “¿No era necesario
que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?”
Comenzando desde las inspiradas declaraciones de Moisés, les explicó las
Escrituras, refiriéndose a todas las palabras proféticas relacionadas
con la misión del Salvador. Habiendo acompañado a los dos hombres hasta
su destino, Jesús “hizo como que iba más lejos”, pero lo instaron a que
permaneciera con ellos porque el día ya había declinado. Aceptó su ruego
hospitalario de acompañarlos a la casa, y en cuanto hubieron preparado
su comida sencilla se sentó con ellos a la mesa. En calidad de Invitado
de honor, “tomó el pan y lo bendijo, lo partió y les dio”. Quizá hubo
algo en el fervor de la bendición, o en la manera de partir y distribuir
el pan, que les evocó recuerdos de otros días—o posiblemente vieron las
manos heridas—pero cualquiera que haya sido la causa inmediata, los dos
discípulos miraron de fijo a su Huésped, y “les fueron abiertos los
ojos, y le reconocieron; mas él se desapareció de su vista”. Bajo el
impulso de un asombro gozoso se levantaron de la mesa, reprochándose el
uno al otro por no haberlo reconocido antes. “¿No ardía nuestro corazón
en nosotros—dijo uno de ellos—mientras nos hablaba en el camino, y
cuando nos abría las Escrituras?” Inmediatamente se volvieron sobre sus
pasos y regresaron en el acto a Jerusalén, para confirmar con su
testimonio lo que los hermanos vacilaban en aceptar.

El Señor resucitado se aparece a los discípulos en Jerusalén y come en presencia de ellosp

Cuando
Cleofas y su compañero llegaron a Jerusalén esa noche, hallaron a los
apóstoles reunidos con otros creyentes devotos en solemne y reverente
asamblea, con las puertas cerradas. Habían tomado estas medidas de
precaución “por miedo de los judíos”. Aun los apóstoles se habían
dispersado por motivo del arresto, condenación y asesinato judicial de
su Maestro; pero al oir la noticia de su resurrección, ellos y los
discípulos en general se rehicieron para formar el núcleo de un ejército
que en breve se extendería por todo el mundo. Los dos discípulos
volvieron para encontrarse con la gozosa nueva de que “ha resucitado el
Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón”. Esta referencia es la
única que hacen los escritores evangélicos a la apariencia personal de
Cristo a Simón Pedro ese día. La entrevista entre el Señor y su ayer
tímido, pero hoy arrepentido apóstol, debe haber sido conmovedora en
extremo. El remordimiento de Pedro por haber negado a Cristo en el
palacio del sumo sacerdote fue profundo y digno de lástima; aun pudo
haber dudado que el Maestro volviera a llamarlo su siervo; pero deben
haber resurgido sus esperanzas al oir el mensaje de las mujeres que
volvían de la tumba, en el cual el Señor mandaba saludos a los
apóstoles, a quienes por primera vez llamaba hermanos,q
sin excluir a Pedro de esta honorable y cariñosa designación; además,
la comisión del ángel a las mujeres había dado prominencia a Pedro,
haciendo particular mención de él.r
A su apóstol arrepentido vino el Señor, indudablemente con perdón y
seguridad consoladora. Pedro mismo guarda silencio reverente
concerniente a la visita, pero Pablo presenta su testimonio de este
hecho como una de las pruebas definitivas de la resurrección del Señor.s
Tras
el jubiloso testimonio de los creyentes reunidos, Cleofas y su
compañero relataron cómo los había acompañado el Señor mientras iban a
Emaús, las cosas que les había enseñado y la manera en que lo
reconocieron al partir el pan. En tanto que la pequeña compañía estaba
conversando, “Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a
vosotros”. Todos se espantaron, suponiendo con temor supersticioso que
se había introducido un fantasma entre ellos. Entonces el Señor los
calmó, diciendo: “¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón
estos pensamientos? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy;
palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis
que yo tengo.” Entonces les mostró las heridas en sus manos, pies y
costado. “Ellos, de gozo, no lo creían”, es decir, juzgaban la realidad
que estaban presenciando, de ser demasiado grande, demasiado gloriosa,
para ser cierta. A fin de asegurarlos más firmemente que no era una
forma insubstancial, o un ser inmaterial de substancia intangible, sino
un Personaje viviente dotado de órganos internos así como externos, les
preguntó: “¿Tenéis aquí algo de comer?” Le ofrecieron parte de un pez
asado y otros alimentos,t que El “tomó y comió delante de ellos”.
Estas
evidencias indisputables de la corporeidad de su Visitante tranquilizó
los pensamientos de los discípulos y les permitió pensar más
racionalmente; y viéndolos sosegados y receptivos, el Señor les recordó
que todo cuanto le aconteció se verificó de acuerdo con lo que les había
dicho mientras estuvo con ellos. Ante su divina presencia su
entendimiento se vivificó y ensanchó, de modo que pudieron comprender,
como nunca jamás, las Escrituras—la Ley de Moisés, los libros de los
profetas y los Salmos—concernientes a El. Atestiguó la necesidad de su
muerte, ahora realizada, tan plenamente como la había predicho y
afirmado previamente. Entonces añadió: “Así está escrito, y así fue
necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer
día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de
pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Y vosotros
sois testigos de estas cosas.”
Entonces
los discípulos se llenaron de gozo. Cuando estaba a punto de partir, el
Señor los bendijo, diciendo: “Paz a vosotros. Como me envió el Padre,
así también yo os envio—comisión autorizada que se refirió personalmente
a los apóstoles—y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el
Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a
quienes se los retuviereis, les son retenidos.”u

Incredulidad de Tomásv

Uno
de los apóstoles, Tomás, se hallaba ausente cuando el Señor Jesús se
apareció en la reunión de los discípulos la tarde del Domingo de
Resurrección. Se le comunicó lo que los otros habían presenciado, pero
esto no lo convenció; y ni el solemne testimonio, “al Señor hemos
visto”, logró despertar la fe en su corazón. En su estado de
escepticismo mental, exclamó: “Si no viere en sus manos la señal de los
clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano
en su costado, no creeré.”
Debemos
templar nuestro juicio con precaución y amor antes de resolver sobre la
disposición incrédula de este hombre. Difícilmente podía impugnar las
circunstancias ampliamente atestiguadas del sepulcro vacío, o la
veracidad de María Magdalena y las otras mujeres con respecto a la
presencia de los ángeles y la aparición del Señor; o el testimonio de
Pedro, o el de toda la compañía reunida; pero quizá interpretaba estas
manifestaciones declaradas como una serie de visiones subjetivas, y
vagamente suponía que la ausencia del cuerpo del Señor había resultado
de la restauración sobrenatural de Cristo a la vida, seguida de una
partida corporal y final de la tierra. Lo que Tomás disputaba era la
manifestación corpórea del Señor resucitado, así como las señales de las
heridas consiguientes a la crucifixión y la invitación de palpar y
tocar el cuerpo resucitado de carne y huesos. Carecía de ese mismo
concepto definitivo de la resurrección que le permitiera aceptar en
forma literal el testimonio de sus hermanos y hermanas que habían visto,
oído y palpado.
Al
cabo de una semana, porque así se entiende la designación hebrea “ocho
días después”, y por consiguiente, fue el siguiente domingo—día de la
semana que más tarde llegó a conocerse en la Iglesia como el “día del
Señor”, y a observarse como el día de reposo en lugar del sábado mosaicox—los
discípulos se hallaban congregados otra vez, y Tomás con ellos. Se
estaba efectuando la reunión con las puertas cerradas, y supuestamente
vigiladas, porque había peligro de que los interrumpieran los alguaciles
judíos. En estas circunstancias llegó Jesús, “y se puso en medio y les
dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomas: Pon aquí tu dedo, y mira mis
manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo,
sino creyente.”
La
mente escéptica de Tomás fue instantáneamente despejada, y quedó
purificado su corazón dudoso. La convicción de la gloriosa verdad inundó
su alma, y con reverencia contrita se postró delante de su Salvador,
expresando a la vez su reverente admisión de la divinidad de Cristo:
“¡Señor mío y Dios mío!” Se aceptó su adoración, y el Salvador le dijo:
“Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron,
y creyeron.”

Junto al mar de Galileay

Tanto
el ángel que se apareció en el sepulcro, como a su vez el propio Cristo
resucitado, habían instruido a los apóstoles que fueran a Galilea,
donde verían al Señor, de conformidad con lo que les había declarado
antes de su muerte.z
Demoraron su partida hasta una semana después de la resurrección y
entonces, una vez más en su provincia nativa, se pusieron a esperar. En
la tarde de uno de esos días de espera, Pedro dijo a seis de los
apóstoles que estaban con él: “Voy a pescar”; a lo cual los otros
contestaron: “Vamos nosotros también contigo.” Sin más dilación entraron
en una barca de pescar, y aunque trabajaron toda la noche, cuantas
veces echaban la red, la sacaban vacía. Al aproximarse la aurora se
dirigieron hacia la playa chasquedos y desanimados. En la tenue luz de
la alborada oyeron que alguien llamaba desde la ribera, preguntando:
“Hijitos, ¿tenéis algo de comer?”a
Al oir la voz, “le respondieron: No”. Era Jesús quien preguntaba,
aunque ninguno de los que se hallaban en la barca lo reconoció. Volvió a
llamarlos, diciendo: “Echad la red a la derecha de la barca, y
hallaréis. Entonces la echaron, y ya no la podían sacar, por la gran
cantidad de peces.” Fue tan sorprendente el resultado al obedecer las
instrucciones dadas, que debe haberles parecido milagroso;
indudablemente les hizo recordar aquella otra maravillosa pesca que
había sobrepujado su habilidad como pescadores; y por lo menos tres
testigos del milagro anterior se hallaban ahora en el barco.b
Juan,
siempre presto para discernir, dijo a Pedro: “¡Es el Señor!”; y éste,
impulsivo como siempre, rápidamente se ciñó la ropa y se echó al agua
para llegar más pronto a la orilla y postrarse a los pies de su Maestro.
Los otros dejaron la nave y entraron en una barca pequeña que remaron a
tierra, arrastrando la pesada red llena de peces. Al llegar a la playa
vieron unas brazas puestas y un pez encima de ellas, y a un lado un
abastecimiento de pan. Jesús les mandó que trajeran de los peces que
acababan de pescar, instrucción que el fornido Pedro obedeció, entrando
en el agua y sacando la red a tierra. La pesca, al ser contada, contenía
ciento cincuenta y tres peces grandes; y el narrador añade
significativamente que “aun siendo tantos, la red no se rompió”.
Entonces
Jesús dijo: “Venid, comed”; y en calidad de Huésped, dividió y repartió
el pan y el pescado. No nos es dicho si comió con sus invitados. Todos
sabían que era el Señor quien los atendía tan hospitalariamente; y sin
embargo, en esta ocasión, así como otras en que apareció en su estado
resucitado, había en El un porte que infundía asombro y cohibición. De
buena gana lo habrían interrogado, pero no se atrevieron. Juan nos dice
que “ésta era ya la tercera vez que Jesús se manifestaba a sus
discípulos, después de haber resucitado de los muertos”; y de ello
entendemos que fue la tercera ocasión en que Cristo se manifestó al
grupo completo o parcial de los apóstoles; porque, contando también la
aparición a María Magdalena, a las otras mujeres y a los dos discípulos
que iban por el camino, esta fue, según las Escrituras, la séptima
aparición del Señor resucitado.
Terminada
la comida, “Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas
más que éstos?” La pregunta, por bondadoso el tono con que se hizo, debe
haberle partido el corazón a Pedro, pues le recordaba su osada pero
inconstante afirmación: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me
escandalizaré”;c y entonces había negado conocer siquiera al hombre.d
Pedro contestó humildemente a la interrogación del Maestro: “Sí, Señor;
tú sabes que te amo.” Entonces le dijo Jesús: “Apacienta mis corderos.”
Se volvió a repetir la pregunta, y Pedro contestó en la misma forma, a
lo cual el Señor respondió: “Pastorea mis ovejas.” Y por tercera vez
Jesús preguntó: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?” Pedro se sintió herido
y apenado por esta reiteración, pensando tal vez que el Señor no tenía
confianza en él. Pero así como tres veces había negado, ahora se le dio
la oportunidad de hacer esta triple confesión. A la interrogación que
por tres veces se le había hecho, Pedro respondió: “Señor, tú lo sabes
todo, tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas.”
La
comisión “apacienta mis ovejas” fue no sólo una confirmación de la
confianza del Señor, sino de la realidad de la presidencia de Pedro
entre los apóstoles. Enfáticamente había anunciado su disposición de
seguir a su Maestro aun hasta la cárcel y la muerte. Y el Señor, que
ahora había muerto ya, le dijo: “De cierto, de cierto te digo: Cuando
eras más joven, te ceñías, e ibas donde querías; mas cuando ya seas
viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no
quieras.” Juan entonces nos informa que el Señor habló de esta manera
para señalar la muerte con la cual Pedro tomaría su lugar entre los
mártires. La analogía indica que había de ser crucificado, y nunca se ha
refutado la historia tradicional de que así fue como Pedro selló su
testimonio del Cristo.
Después
de lo anterior el Señor dijo a Pedro: “Sígueme.” El significado de este
mandamiento fue actual así como futuro. Apartándose de los otros que se
encontraban en la playa, el hombre acompañó a Jesús, así como poco
después siguió a su Señor hasta la cruz. Indudablemente Pedro comprendió
la referencia a su martirio, pues así lo indican sus escritos en años
posteriores.e
Mientras Cristo y Pedro caminaban juntos, éste, mirando hacia atrás,
vió que Juan los seguía, y preguntó: “Señor, ¿y qué de este?” Pedro
deseaba penetrar lo futuro para conocer la suerte de su compañero, si
Juan también habría de morir por la fe. El Señor respondió: “Si quiero
que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú.” Fue una
amonestación dada a Pedro de cumplir con sus propios deberes y seguir al
Maestro por dondequiera que el camino lo llevara.
Refiriéndose
a sí mismo, Juan añade: “Este dicho se extendió entonces entre los
hermanos, que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que no
moriría, sino: “Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti?”
La revelación moderna atestigua que Juan todavía vive en su estado
corporal, y que permanecerá en la carne hasta el aún futuro advenimiento
del Señor.f
Acompañado de Pedro y de Santiago, sus compañeros martirizados y
resucitados, “el discípulo a quien amaba Jesús” ha oficiado en la
restauración del Santo Apostolado en esta dispensación del cumplimiento
de los tiempos.

Otras manifestaciones del Señor resucitado en Galileag

Jesús
había designado cierto monte en Galilea donde habría de reunirse con
sus apóstoles, y allí se dirigieron los Once. Cuando lo vieron en el
lugar señalado, lo adoraron. El evangelista nos informa que “algunos
dudaban”, de lo cual se puede inferir que se hallaban presentes otros,
además de los apóstoles, entre quienes había algunos que no estaban
convencidos de la real corporeidad del Cristo resucitado. Esta pudo
haber sido la ocasión acerca de la que el apóstol Pablo escribió unos
veinticinco años después, en donde afirma que el Señor “apareció a más
de quinientos hermanos a la vez”, de los cuales, aunque algunos ya
habían fallecido, la mayoría de ellos todavía eran testigos vivientes
del testimonio de Pablo en esa época.h
A
los que estaban reunidos en el monte, Jesús declaró: “Toda potestad me
es dada en el cielo y en la tierra.” Esto no pudo entenderse o
interpretarse como otra cosa sino la afirmación de su divinidad
absoluta. Su autoridad era suprema, y aquellos a quienes El comisionara
obrarían en su nombre, y por un poder que nadie podría conferir o
quitar.

La comisión final y la ascensión

Durante
cuarenta días después de su resurrección, el Señor se manifestó
periódicamente a los apóstoles—individualmente a algunos, y a todos
ellos como cuerpoi—y les dió instrucciones “acerca del reino de Dios”.j
Los evangelios no siempre precisan el tiempo y lugar de determinados
acontecimientos, pero no hay razón para dudar del objeto de las
instrucciones del Señor durante este período. Mucho de lo que dijo e
hizo no está escrito.k
Pero las cosas que sí se escribieron, como nos lo asegura Juan, “se han
escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y que
para que creyendo, tengáis vida en su nombre”.l
Al
acercarse el momento de su ascensión, el Señor dijo a los once
apóstoles: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda
criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo, mas el que no
creyere, será condenado. Y estas señales seguirán a los que creen: En mi
nombre echarán fuera demonios, hablarán nuevas lenguas; tomarán en las
manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre
los enfermos pondrán sus manos, y sanarán.”m
Al contrario de su comisión anterior, en virtud de la cual fueron
enviados únicamente “a las ovejas perdidas de la casa de Israel”,n
ahora debían ir a los judíos y gentiles, esclavos y libres: al género
humano en general, sin consideración a su país, nación o lengua. La
salvación—mediante la fe en Jesús el Cristo, acompañada del
arrepentimiento y el bautismo—habría de ser ofrecida gratuitamente a
todos; de allí en adelante el menosprecio de esa oferta traería la
condenación. Se prometió que “estas señales” y milagros “seguirán a los
que creen”, a fin de confirmar su fe en el poder divino; pero en ningún
sentido quedó indicado que estas manifestaciones habrían de anteceder la
fe, como señuelos para entrampar al crédulo buscador de señales.
Asegurando
a los apóstoles, una vez más, que se cumpliría la promesa del Padre
mediante la venida del Espíritu Santo, el Señor les dio instrucciones de
permanecer en Jerusalén, a donde habían vuelto de Galilea, hasta que
fueran “investidos de poder desde lo alto”; y entonces añadió: “Porque
Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el
Espíritu Santo dentro de no muchos días.”o
En
el curso de esa última y solemne entrevista, y probablemente mientras
el Señor resucitado se alejaba de la ciudad con los Once hacia el
familiar paraje sobre el Monte de los Olivos, los hermanos, imbuídos aún
en el concepto de que el reino de Dios habría de ser una institución
terrenal de poder y dominio, le preguntaron: “Señor, ¿restaurarás el
reino a Israel en este tiempo?” Jesús respondió: “No os toca a vosotros
saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad;
pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu
Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y
hasta lo último de la tierra.”p
Precisó y recalcó sus deberes en estos términos: “Por tanto, id, y
haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del
Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas
las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los
días hasta el fin del mundo. Amén.”q
Cuando
Cristo y los discípulos llegaron hasta Betania, el Señor alzó sus manos
y los bendijo; mientras aún hablaba, ascendió de entre ellos, y vieron
que era alzado hasta que una nube lo ocultó de sus ojos. Entre tanto que
los apóstoles se hallaban con los ojos puestos en el cielo, aparecieron
junto a ellos “dos varones con vestiduras blancas, los cuales también
les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este
mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le
habéis visto ir al cielo”.r
Reverentemente
y llenos de gozo los apóstoles volvieron a Jerusalén para esperar allí
la venida del Consolador. La ascensión del Señor se había realizado; tan
verdaderamente literal fue la partida de Jesús, como lo fue su
resurrección, mediante la cual su espíritu volvió a su propio cuerpo
físico que hasta ese momento había estado muerto. En el mundo quedó, y
aún queda, la gloriosa promesa de que Jesús el Cristo—el mismo Ser que
ascendió del Monte de los Olivos con su cuerpo inmortal de carne y
huesos—volverá y descenderá de los cielos en la misma forma y substancia
materiales.

    Notas al Capitulo 37


  1. 1.
    No se sabe el tiempo y manera precisos en que Cristo salió de la tumba.—Nuestro Señor predijo en forma definitiva su resurrección de los muertos al tercer día (Mateo 16:21; 17:23; 20:19; Marc. 9:31; 10:34; Lucas 9:22; 13:32; 18:33); y los ángeles en el sepulcro (Lucas 2:47) así como el propio Señor resucitado (Lucas 24:46) verificaron el cumplimiento de las profecías, y así lo testificaron los apóstoles en años posteriores. (Hech. 10:40; 1 Cor. 15:4)
    Esta referencia al tercer día no debe entenderse que significa tres
    días completos. Los judíos empezaban a contar las horas diarias desde la
    puesta del sol, de modo que la hora antes de la puesta del sol y la que
    seguía después pertenecían a distintos días. Jesús murió y fue
    sepultado el viernes en la tarde. Su cuerpo muerto estuvo en la tumba
    parte del viernes (el primer día), durante el sábado, o como dividimos
    los días, desde la puesta del sol del viernes hasta la puesta del sol
    del sábado (el segundo día) y parte del domingo (el tercer día). No
    sabemos cuál fué la hora, entre la puesta del sol del sábado y la aurora
    del domingo, cuando se levantó.
    The
    El hecho de que en la alborada del domingo ocurrió un temblor, y el
    ángel del Señor descendió y quitó la piedra de la entrada del
    sepulcro—cosa que deducimos de S. Mateo 28:1, 2—no
    es evidencia de que Cristo no pudo haber resucitado antes. Se quitó la
    piedra y se reveló el interior del sepulcro a fin de que quienes
    llegaran pudieran ver por sí mismos que el cuerpo del Señor ya no estaba
    allí; pero no fue necesario abrirle la puerta al Cristo resucitado para
    poder salir. En su estado inmortal podía aparecer y desaparecer, aunque
    fuera en un lugar cerrado. Un cuerpo resucitado, aunque de substancia
    tangible y con todos los órganos de un cuerpo físico, no está sujeto a
    la graveded de la tierra, ni pueden interrumpir sus movimientos los
    obstáculos materiales. Para nosotros, que limitamos el movimiento
    únicamente a las tres dimensiones del espacio, es necesariamente
    incomprensible el paso de una substancia sólida, como por ejemplo un
    cuerpo viviente de carne y huesos, a través de un muro de piedras. Sin
    embargo, el ejemplo del Cristo resucitado, junto con los movimientos de
    otros personajes también resucitados, establecen que estos seres se
    mueven de acuerdo con leyes, para ellos naturales, que les permiten
    introducirse en esa forma. De ahí que en septiembre de 1823, Moroni,
    profeta nefita que había muerto aproximadamente en el año 400 de nuestra
    era, le apareció a José Smith en su alcoba tres veces durante la misma
    noche, yendo y viniendo sin que lo interrumpieran en lo más mínimo los
    muros o el techo de la casa. (Véase P. de G.P., José Smith 2:45; también Artículos de Fe,
    por el autor, págs. 14, 15.) La corporeidad de Moroni, manifestada por
    el hecho de que tenía en sus manos las planchas metálicas sobre las
    cuales estaba grabada la historia que nosotros conocemos como el Libro
    de Mormón, evidencia que era un hombre resucitado. En igual manera los
    seres resucitados poseen la facultad para hacerse visibles o invisibles a
    los ojos físicos del ser mortal.

  2. 2.
    El intento de desacreditar el hecho de la resurrección por medio de mentiras.—Ya
    hemos tratado ampliamente en el texto la falsa aseveración de que
    Cristo no resucitó, sino que los discípulos hurtaron su cuerpo de la
    tumba. La mentira es su propia refutación. Los incrédulos de una fecha
    posterior, enterados del palpable absurdo de este tosco intento de hacer
    una falsa representación, no han vacilado en sugerir otras hipótesis,
    cada una de las cuales es conclusivamente insostenible. Por tanto, la
    teoría basada en la imposible suposición de que Cristo no estaba muerto
    cuando fue bajado de la cruz, sino en un coma o estado inconsciente, y
    que más tarde se le revivió, se confuta por sí misma cuando la
    consideramos en relación con los hechos conocidos. La herida de la lanza
    del soldado romano habría sido fatal, en caso de que el Señor todavía
    hubiera estado vivo. Además, los miembros del concilio judío, a quienes
    no podemos juzgar de haber participado en la sepultura de un hombre vivo
    todavía, bajaron el cuerpo, lo llevaron, envolvieron y sepultaron; y en
    lo que respecta a una subsiguiente revivificación, Edersheim (tomo 2,
    pág. 626) terminantemente afirma: “Sin mencionar los muchos absurdos
    relacionados con esta teoría, lo que realmente hacemos—al absolver a los
    discípulos de complicidad—es acusar de fraude al propio Cristo.” Una
    persona crucificada, quitada de la cruz antes de morir y
    subsiguientemente revivida, no podía haber andado con los pies heridos y
    quebrantados el mismo día de su revivificación, como lo hizo Jesús en
    el camino a Emaús. Otra teoría, muy popular en su época, fue la de
    imputar una decepción inconsciente a los que afirmaron haber visto al
    Cristo resucitado, alegándose que todas estas personas fueron víctimas
    de visiones objetivas pero irreales, conjuradas por su propia condición
    agitada e imaginativa. La independencia y señalada individualidad de las
    varias apariciones atestiguadas del Señor desmienten la teoría de las
    visiones. La clase de ilusiones visuales subjetivas, como las que se
    fundan en esta hipótesis, presuponen un estado de expectación por parte
    de aquellos que creen que las ven; pero todos los acontecimientos
    relacionados con las apariciones de Jesús después de su resurrección se
    opusieron diamétricamente a las expectaciones de aquellos que llegaron a
    ser testigos de su estado resucitado.
    Citamos
    los casos anteriores de teorías falsas e insostenibles, concernientes a
    la resurrección de nuestro Señor, como ejemplos de los numerosos
    esfuerzos abortivos que se han hecho para desacreditar, por medio de
    explicaciones, el milagro más grande y el hecho más glorioso de la
    historia. Da fe de la resurrección de Jesucristo una evidencia más
    conclusiva que aquella sobre la cual descansa nuestra aceptación de los
    hechos históricos en general. Sin embargo, el testimonio de la
    resurrección de nuestro Señor de entre los muertos no se funda en la
    página escrita. A quien buscare con fe y sinceridad le será dada una
    convicción individual que le permitirá confesar reverentemente, como
    exclamó el ilustre apóstol de la antigüedad: “Tú eres el Cristo, el Hijo
    del Dios viviente.” Jesús, Dios el Hijo, no está muerto. “Yo sé que mi
    Redentor vive.” (Job 19:25)

  3. 3.
    Apariciones de Jesucristo entre su resurrección y ascensión, según las Escrituras:
    1. A María Magdalena, cerca del sepulcro. (Marc. 16:9, 10; Juan 20:14)
    2. A otras mujeres, en un sitio indeterminado entre el sepulcro y Jerusalén. (Mateo 28:9)
    3. A dos de los discípulos, en el camino a Emaús. (Marc. 16:12; Lucas 24:13)
    4. A Pedro, en Jerusalén o sus cercanías. (Lucas 24:34; 1 Cor. 15:5)
    5. A diez de los apóstoles y otros, en Jerusalén. (Lucas 24:36; Juan 20:19)
    6. A los once apóstoles, en Jerusalén. (Marc. 16:14; Juan 20:26)
    7. A los apóstoles, en el Mar de Tiberias, Galilea. (Juan cap. 21)
    8. A los once apóstoles, en un monte de Galilea. (Mateo 28:16)
    9. A quinientos hermanos juntos; no se especifica el sitio, pero probablemente fue en Galilea. (1 Cor. 15:6)
    10. A Santiago o Jacobo. (1 Cor. 15:7) Notemos que ninguno de los escritores evangélicos menciona esta manifestación.
    11. A los once apóstoles, al tiempo de la ascención, en el Monte de los Olivos, cerca de Betania. (Marc. 16:19; Lucas 24:50, 51)
    Más adelante examinaremos las apariciones de nuestro Señor a los hombres en una época posterior a su ascención.

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