martes, 19 de julio de 2016

HABLANDO CON LOS MUERTOS

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HABLANDO CON
LOS MUERTOS
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HABLANDO CON
LOS MUERTOS
Harry Bingham
Traducción de Javier Guerrero
Barcelona • Madrid • Bogotá • Buenos Aires • Caracas • México D.F. • Miami • Montevideo • Santiago de Chile
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Título original: Talking to the Dead
Traducción: Javier Guerrero
1.ª edición: junio 2012
© Harry Bingham, 2012
© Ediciones B, S. A., 2012
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Printed in Spain
ISBN: 978-84-666-5135-6
Depósito legal: B. 15.251-2012
Impreso por LIBERDÚPLEX, S.L.
Ctra. BV 2249, km 7,4
Polígono Torrentfondo
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total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como
la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
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Entrevista, octubre de 2006
Detrás de la ventana, veo tres cometas que flotan en el aire so-
bre Bute Park. Una azul, otra amarilla, la tercera rosa. Sus formas
son precisas, como troqueladas. Desde esta distancia, no distin-
go los hilos que las sujetan, así que, cuando las cometas se mue-
ven, es como si lo hicieran por sí mismas. La luz del sol, que lo
abarca todo, ha devorado profundidad y sombra.
Observo todo esto mientras espero a que el inspector jefe de
detectives Matthews termine de recolocar los documentos en su
escritorio. Mueve el último archivo de la pila que tiene delante a
una silla situada frente a la ventana. El despacho sigue desordena-
do, pero al menos podemos vernos las caras.
—Aquí está —dice.
Sonrío.
Sostiene una hoja. El lado impreso está de cara a él, pero gra-
cias a la luz de la ventana distingo la forma de mi nombre encima.
Sonrío otra vez, no porque tenga ganas de hacerlo, sino porque
no se me ocurre nada sensato que decir. Esto es una entrevista. Mi
entrevistador tiene mi currículum. ¿Qué quiere que haga? ¿Que
aplauda?
Pone el currículum en el único espacio vacío del escritorio. Lo
empieza a leer línea por línea, moviendo el índice al hacerlo como
si fuera marcando cada sección. Secundaria. Bachillerato. Univer-
sidad. Intereses. Referencias.
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Su dedo vuelve al centro de la página. Universidad.
—Filosofía.
Asiento con la cabeza.
—¿Por qué estamos aquí? ¿Cuál es el sentido de todo? ¿Esas
cosas?
—No exactamente. Más bien ¿qué existe? ¿Qué no existe?
¿Cómo sabemos si existe o no? Cosas así.
—Útil para el trabajo policial.
—La verdad es que no. No creo que sea útil para nada, salvo
tal vez para enseñarnos a pensar.
Matthews es un hombre grande. No grande de gimnasio, sino
grande al estilo galés, con esa clase de musculatura que insinúa un
pasado de trabajo en el campo, rugby y cerveza. Tiene ojos sor-
prendentemente claros y cabello oscuro y grueso. Incluso en los
dedos tiene pelitos oscuros que le llegan hasta la tercera falange.
Es lo contrario de mí.
—¿Cree que tiene una idea realista de lo que implica el traba-
jo policial?
Me encojo de hombros. No lo sé. ¿Cómo vas a saberlo si no
lo has hecho? Hago el comentario que se supone que se espera
que haga. Me interesan los cuerpos de seguridad. Aprecio el va-
lor de un planteamiento disciplinado y metódico. Bla, bla, bla. Y
tal y tal. La chica buena, vestida con su traje gris oscuro para la
entrevista, diciendo todo lo que se espera que diga.
—¿No cree que se aburrirá?
—¿Aburrirme? —Me río aliviada. Eso era lo que estaba explo-
rando—. Puede. Eso espero. Me gusta un poco de aburrimiento.
Luego, temiendo que piense que estoy siendo arrogante
—una filósofa que gana un premio de Cambridge que se burla de
un policía estúpido—, retrocedo.
—Quiero decir que me gusta hacer las cosas de manera metó-
dica. Poner los puntos sobre las íes. Si eso implica un poco de tra-
bajo de rutina, está bien. Me gusta.
Él todavía tiene el dedo en el currículum, pero ha subido unos
centímetros. Bachillerato. Deja el dedo allí, fija sus ojos claros en
mí y dice:
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—¿Tiene alguna pregunta?
Sabía que iba a decir eso en algún momento, pero han asigna-
do cuarenta y cinco minutos a la entrevista y solo hemos usado
diez a lo sumo, la mayor parte de los cuales los he pasado obser-
vando cómo Matthews movía material de papelería en su despa-
cho. Puesto que me toma por sorpresa —y como todavía soy un
poco torpe en estas cosas—, digo lo que no tengo que decir.
—¿Preguntas? No.
Hay una breve pausa, en la cual él registra sorpresa y yo me
siento como una idiota.
—Me refiero a que quiero el trabajo. Sobre eso no tengo nin-
guna pregunta.
Su turno de sonreír. Una sonrisa real, no falsa como la mía.
—Sí, de verdad que sí. —Es una afirmación, no una pregunta.
Para ser jefe de detectives, no es muy bueno haciendo preguntas.
Asiento de todos modos.
—Y probablemente le gustaría que no le preguntara por una
interrupción de dos años en su currículum, alrededor de la época
del bachillerato.
Asiento otra vez, más despacio. Sí, me habría gustado que no
hubiera preguntado por eso.
—Recursos Humanos sabe lo que ocurrió entonces, ¿no?
—dice.
—Sí. Ya he repasado esto con ellos. Estuve enferma. Luego
mejoré.
—¿Con quién ha hablado en Recursos Humanos?
—Katie. Katie Andrews.
—¿Y la enfermedad?
Me encojo de hombros.
—Ahora estoy bien.
Una no respuesta. Confío en que no insista, y no lo hace.
Comprueba quién me ha entrevistado hasta ese momento. La res-
puesta es que casi todos. La sesión con Matthews es el último obs-
táculo.
—Muy bien. ¿Su padre sabe que se ha presentado a este tra-
bajo?
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—Sí.
—Estará satisfecho.
Otra afirmación en lugar de una pregunta. No respondo.
Matthews examina mi rostro con atención. Quizás esa es su
técnica de interrogatorio. Quizá no hace ninguna pregunta a sus
sospechosos, se limita a realizar afirmaciones y escrutar sus fac-
ciones a plena luz del vasto cielo de Cardiff.
—Vamos a ofrecerle un trabajo, ¿lo sabe?
—¿Sí?
—Por supuesto que sí. Los policías no son estúpidos, pero us-
ted tiene más cerebro que nadie en este edificio. Está preparada.
No tiene antecedentes. Estuvo enferma durante una temporada
en su adolescencia, pero ahora está bien. Quiere trabajar para no-
sotros. ¿Por qué no íbamos a contratarla?
Se me ocurren un par de posibles respuestas a eso, pero no voy
a proporcionárselas motu proprio. De repente, soy consciente de
sentirme intensamente aliviada, lo cual me asusta un poco, por-
que no había tenido la sensación de estar preocupada. Me levan-
to. Matthews también se ha levantado y viene a estrecharme la
mano, diciendo algo. Sus grandes hombros bloquean mi visión
de Bute Park y pierdo de vista las cometas. Matthews está hablan-
do de formalidades y yo respondo de manera mecánica, pero no
presto atención a nada de eso. Voy a ser policía. Y hace solo cin-
co años estaba muerta.
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Mayo de 2010
Es verdad, me gusta la rutina, pero no puedes abusar de algo
bueno.
Un agente de la policía metropolitana de Londres —veintidós
años intachables en el cuerpo— tuvo que retirarse tras resultar
herido en acto de servicio. Empezó a trabajar de administrador
en una escuela católica de Monmouthshire. Comenzó a sustraer
dinero. No lo pillaron. Sustrajo más. No lo pillaron. Se volvió
loco: se compró un piano vertical, se hizo socio de un club de golf,
se pagó dos vacaciones, se instaló un jardín de invierno, adquirió
una participación en un caballo de carreras.
Las autoridades de la escuela eran lelas, pero no estaban clíni-
camente muertas. Acudieron a nosotros con pruebas del delito.
Investigamos y encontramos un montón de pruebas más; luego
detuvimos al sospechoso, Brian Penry, y lo trajimos a interrogar.
Penry lo negó todo, después dejó de hablar y terminó la sesión mi-
rando a la pared con aspecto derrotado. En la grabación, apenas se
percibe su respiración ligeramente asmática: un fino silbido nasal
que suena como una nota de queja entre nuestras preguntas. Lo
acusamos de once robos, pero la cifra correcta probablemente se
acerca a cincuenta.
Todavía lo niega todo, lo que significa que hemos de preparar
el caso para llevarlo ante los tribunales. Cinco minutos antes de
que empiece el juicio, Penry cambiará su declaración, porque está
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completamente pillado y lo sabe, y porque su sentencia no cam-
biará mucho si se declara culpable ahora o el mismo día de la vis-
ta. Entretanto, he de revisar todos los detalles de sus movimien-
tos bancarios en los últimos seis años, todos los pagos mediante
tarjeta de crédito y todos los reintegros de fondos de la cuenta
bancaria de la escuela para identificar las transacciones fraudulen-
tas. He de hacer todo eso y documentarlo meticulosamente para
que un abogado defensor no pueda encontrar fisuras triviales en
la causa cuando llegue al tribunal, aunque, como digo, eso nunca
ocurrirá, porque Penry está jodido y lo sabe.
Mi escritorio está cubierto de papeles. Detesto los bancos y
las compañías de crédito. Odio todos los dígitos entre cero y nue-
ve. Desprecio todas las escuelas católicas mal dirigidas del sur de
Gales. Si Brian Penry estuviera delante de mí, trataría de hacerle
tragar mi calculadora, que es tan grande y masticable como un te-
léfono de baquelita.
—¿Te diviertes?
Levanto la cabeza. Es David Brydon, sargento detective, ru-
bio, treinta y dos años, bastante pecoso y de temperamento tan
cordial y simpático que en ocasiones le suelto algo execrable, por-
que demasiado de algo bueno puede resultar desconcertante.
—¡Vete al cuerno!
Eso no lo cuento: es solo mi versión de la simpatía.
—Sigues con Penry, ¿eh?
Levanto la cabeza como es debido.
—Su nombre completo es «cabrón, ladrón, ojalá te ahogues,
Penry».
Brydon asiente con expresión sabia, como si yo hubiera dicho
algo sensato.
—Creía que tenías opiniones más sutiles sobre la responsabi-
lidad moral. —Sostiene dos tazas. Té para él, infusión de menta
para mí. Azúcar para él, pero no para mí.
Me levanto.
—Sí, menos cuando he de hacer esto.
Hago un gesto hacia el escritorio, odiando ya un poquito me-
nos el papeleo. Nos acercamos a una pequeña zona de asientos si-
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tuada junto a la ventana. Hay dos sillones y un sofá, como los que
encuentras en oficinas, en salas de espera del aeropuerto y en nin-
gún sitio más, con patas tubulares cromadas y tapizado gris resis-
tente a las manchas. Eso sí, aquí no faltan luz natural ni vistas al
parque. Además, Brydon me gusta. Mi mal humor es cada vez
más de cara a la galería.
—Se declarará culpable.
—Ya sé que se declarará culpable.
—Pero hay que hacerlo.
—Ah, sí, se me había olvidado que era el Día de la Afirmación
de lo Obvio. Perdón.
—Pensaba que esto podría interesarte.
Me pasa una bolsa de plástico transparente que contiene una
tarjeta de débito Visa. Lloyds Bank. Cuenta platino. Fecha de ca-
ducidad: octubre del año pasado. A nombre del señor Brendan T.
Rattigan. La tarjeta no está ni como nueva ni muy marcada. Es
una tarjeta caducada, nada más.
Niego con la cabeza.
—No. No lo creo. No me interesa en absoluto.
—Rattigan. Brendan Rattigan.
El nombre no significa nada para mí. O mi cara lo dice o lo
digo yo. Doy un sorbo a la infusión —todavía demasiado calien-
te—, me froto los ojos y sonrío a modo de disculpa a Brydon por
comportarme como una bruja.
Me arruga la cara.
—Brendan Rattigan. Un chatarrero de Newport que pasa a la
producción de acero. Después al transporte. Gana una cantidad
de dinero indecente. Cien millones de libras o así.
Asiento con la cabeza. Ahora lo recuerdo, pero no es su rique-
za lo que recuerdo ni lo que me importa. Brydon sigue hablando.
Hay algo en su voz que todavía no he identificado.
—Murió hace nueve meses en un accidente de avión en el es-
tuario. —Mueve el dedo en dirección al muelle de Roath, por si
acaso no sé dónde queda el estuario del Severn—. Sin causa de-
terminada. Se recuperó el cuerpo del copiloto. El de Rattigan no.
—Pero aquí está su tarjeta. —Extiendo el plástico transparen-
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te en torno a la tarjeta, como si verla mejor fuera a desentrañar sus
secretos.
—Aquí está su tarjeta, sí.
—Que no ha pasado nueve meses en agua salada.
—No.
—¿Y dónde la has encontrado exactamente?
Brydon se queda un momento con la boca abierta. Está atra-
pado entre dos alternativas. Parte de él quiere disfrutar de ese pe-
queño triunfo sobre mí. La otra parte de él es lúgubre: una cabe-
za de hombre de cincuenta años sobre hombros más jóvenes,
mirando hacia una oscuridad interior.
La parte lúgubre se impone.
—No la he encontrado yo, gracias a Dios. La comisaría de
Neath recibió una llamada anónima. Una mujer. Probablemente
no muy mayor, probablemente tampoco una niña. Da la direc-
ción de una casa aquí en Cardiff, en Butetown. Dice que hemos
de ir allí. Un par de hombres de uniforme se encargan de eso.
Puerta cerrada. Cortinas sobre las ventanas. Vecinos que no están
o que no ayudan. Los agentes van a la parte de atrás. El jardín tra-
sero es... —Brydon pone las manos con las palmas hacia arriba y
sé inmediatamente a qué se refiere—. Escombros. Bolsas de ba-
sura por las que ya han pasado los perros. Basura por todas par-
tes. Malas hierbas. Y mierda. Mierda humana... Las tuberías es-
tán atascadas y ya puedes imaginarte el resto. Los agentes de
uniforme no sabían si entrar, pero ya no dudan más. Tiran la puer-
ta abajo. La casa es peor que el jardín.
Otra breve pausa. Esta vez no hay nada teatral, solo la espan-
tosa sensación que experimentan los seres humanos decentes
cuando se encuentran con el horror. Hago una señal con la cabe-
za para decirle que sé lo que siente, lo cual no es cierto pero es lo
que necesita oír.
—Dos cadáveres. Una mujer, de veintitantos años. Pelirroja.
Pruebas de consumo de drogas duras, pero no se ha establecido
la causa de la muerte. Todavía no. Y una niña pequeña. Una mo-
nada. Cinco, quizá seis años. Fina como una cerilla. Y..., por Dios,
Fi, alguien le ha partido la cabeza con un puto fregadero. Uno
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grande, de loza, de esos estilo Belfast. El fregadero no se rompió,
solo la aplastó. Ni siquiera se molestaron en moverlo después.
La emoción de Brydon se refleja en sus ojos, y su voz también
está aplastada, aplastada bajo ese pesado fregadero de loza en una
casa que apesta a muerte, incluso desde aquí.
No soy muy buena con los sentimientos. Todavía no. Al me-
nos con los sentimientos humanos ordinarios que surgen del ins-
tinto, como el agua que brota del manantial de una colina, impla-
cable y clara y tan natural como el cantar. Puedo imaginar el
escenario de la muerte, porque los últimos años me han llevado a
lugares horribles y sé qué aspecto tienen, pero no experimento la
misma reacción que Brydon. La envidio, pero no puedo compar-
tirla. Aun así, Brydon es mi amigo y está delante de mí y quiere
algo. Me estiro a tocarle el antebrazo. No lleva chaqueta y el inter-
cambio de calor entre su piel y la mía es inmediato. Echa aire por
la boca, sin hacer ruido, soltando algo. Le dejo hacer, sea lo que sea.
Al cabo de un momento, me mira con expresión agradecida,
se separa y se acaba el té. Todavía tiene un semblante adusto, pero
su personalidad es elástica y lo superará. Podría haber sido dife-
rente si hubiera sido él uno de los que encontró los cadáveres.
Brydon indica la tarjeta bancaria Platinum.
—Entre la basura encontraron esto.
Me lo puedo imaginar. Platos sucios. Muebles demasiado
grandes para el espacio que hay. Velvetón marrón y manchas vie-
jas de comida. Ropa. Juguetes rotos. Una televisión. Material re-
lacionado con las drogas: tabaco, jeringuillas, mecheros. Bolsas
de plástico llenas de cosas inútiles: alfombrillas de coche, perchas,
estuches de cedés, pañales. He estado en sitios así. Cuanto más
pobre es la casa, más cosas hay. Y en algún lugar entre todo eso,
en un aparador, bajo una pila de avisos de corte de suministro de
los servicios básicos, una única tarjeta Platinum de débito. Una
única tarjeta de débito Platinum y en el suelo una niña, una mo-
nada, con la cabeza destrozada.
—Puedo imaginarlo.
—Sí. —Brydon asiente, volviendo en sí. Es un sargento detecti-
ve. Esto es un trabajo. No estamos en esa casa, sino en una oficina
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con luces de bajo consumo en el techo, sillas de despacho ergonó-
micas, fotocopiadoras rápidas y vistas a Cathays Park—. Un caos.
—Sí.
—Jackson dirige la investigación, pero es un asunto en el que
participan todos.
—Y quiere que participe yo.
—Desde luego.
—Esta tarjeta. ¿Por qué estaba allí?
—Exacto. Probablemente solo se trata de una drogadicta que
robó la tarjeta, pero hemos de seguir la pista de todas formas.
Cualquier relación. Sé que es poco probable.
Empieza a contarme detalles de la investigación. La están lla-
mando operación Lohan. Reunión diaria a las ocho y media, pun-
tual. Puntual significa puntual. Se espera que vengan todos, y eso
incluye a los que como yo no formamos parte del núcleo del equi-
po. Habrá un breve comunicado de prensa, pero todos los deta-
lles han de mantenerse en secreto por ahora. Brydon me cuenta
todo esto y yo solo lo oigo a medias. A la operación la han bauti-
zado Lohan, porque hay una actriz que se llama Lindsay Lohan
que es pelirroja y ha tenido problemas con la bebida y las drogas.
Solo lo sé porque Brydon me lo cuenta, y él solo me lo cuenta por-
que sabe que yo no tengo ni idea. Soy famosa por mi ignorancia.
—¿Lo entiendes todo?
Asiento.
—¿Estás bien?
Él también asiente. Intento sonreír. El resultado no es brillan-
te, pero sí más que pasable.
Me llevo la tarjeta a mi escritorio, tenso el plástico en torno a
mi dedo y trazó la silueta de la tarjeta con el pulgar y el índice de
la otra mano.
Alguien ha matado a una mujer joven. Alguien ha aplastado
con un pesado fregadero la cabeza de una niña pequeña. Y esta
tarjeta —que pertenece a un millonario muerto— estaba allí en el
momento en que ocurrió.
La rutina está bien. Los secretos son mejores.
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La sala de reuniones a la mañana siguiente, donde puntual sig-
nifica puntual.
Un lado de la sala está ocupado por tablones de anuncios de
color crema, que ya están empezando a llenarse de nombres, fun-
ciones, tareas, preguntas y listas. La burocracia del homicidio. El
centro de atención es un conjunto de fotos: imágenes de la esce-
na del crimen. No es una cuestión de iluminación cuidadosa, sino
de precisión documental, pero hay algo en su brusquedad que les
proporciona una sinceridad casi espeluznante.
La mujer yace en un colchón en el suelo. Podría estar dur-
miendo o en un coma inducido por las drogas. No parece ni con-
tenta ni desgraciada, ni tranquila ni inquieta. Solo parece muerta,
o como cualquier persona que está durmiendo.
Lo de la niña es diferente. No se le ve la parte superior de la ca-
beza, porque no está. El fregadero se extiende en toda la anchura
de la foto, desenfocado en el borde superior, porque el fotógrafo
se estaba centrando en la cara y no en el fregadero. Debajo asoma
la nariz, la boca y la barbilla de la niña. La fuerza del impacto ha
propulsado sangre por la nariz y esta ha chorreado como en una
de esas figuras truculentas que venden como artículo de broma.
Tiene la boca estirada hacia atrás. Supongo que el peso del frega-
dero ha hecho que la piel o el músculo se retraigan. Lo que estoy
mirando es simple mecánica, no una expresión de sentimiento. Sin
embargo, los humanos son humanos y lo que parece una sonrisa
se interpreta como una sonrisa, aunque no exista, y esta niña a la
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que le falta la parte superior de la cabeza me está sonriendo. Me
sonríe desde la muerte.
—Pobrecita.
El hombre con aliento a café que habla detrás de mí es Jim Da-
vis, policía veterano que ha pasado la mayor parte de su tiempo
en el cuerpo de uniforme y ahora es un sargento detective tenaz
y responsable.
—Sí, pobre niña.
Ahora la sala está llena. Somos catorce, contando las tres mu-
jeres. En esta fase de una investigación, las reuniones poseen una
energía extraña, nerviosa. Hay rabia descarnada por un lado,
una especie de entusiasmo masculino implacable por otro. Y en
todas partes, gente que quiere hacer algo.
Ocho y veintiocho. El inspector jefe de detectives Dennis
Jackson sale de su despacho, ya sin chaqueta, con la camisa arre-
mangada. Lo sigue el inspector detective Hughes, Ken Hughes,
al que no conozco muy bien, con aire de importante.
Jackson se sitúa en la parte delantera. La sala queda en silen-
cio. Yo estoy de pie junto a la pared de las fotos y siento al lado
de la cara la presencia de esa niña, la siento tan intensamente como
si fuera una persona real. Puede que incluso más.
No han pasado ni veinticuatro horas desde el inicio del caso,
pero las investigaciones de rutina ya han arrojado una buena pila
de hechos y suposiciones. Jackson los repasa todos, hablando sin
consultar notas. Está poseído por la misma energía nerviosa que
llena la sala. Recorta las frases y nos las dispara: perdigones de in-
formación.
No hay nadie empadronado en esa dirección.
Sin embargo, parece ser que los servicios sociales conocen a la
mujer y la niña. Se espera disponer de la identificación final a úl-
tima hora del día, pero es casi seguro que la mujer se llamaba Ja-
net Mancini. Su hija es April.
Suponiendo que esas identificaciones se confirmen, la histo-
ria es la siguiente: Mancini tenía veintiséis años en el momento de
su muerte. La niña solo seis. El origen familiar de Mancini era un
desastre. Entregada en adopción. Llevada a un hospicio. Unas
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cuantas familias de acogida, algunas de las cuales funcionaron me-
jor que otras. Empezó en la escuela para adultos. No era brillan-
te, pero se esforzaba.
Drogas. Embarazo. La niña entrando y saliendo de servicios
sociales, según fuera Mancini o sus demonios quien tuviera en ese
momento la mejor mano.
—Los servicios sociales están convencidos de que Mancini era
caótica, pero no desequilibrada. —Una sonrisa que más parece una
mueca—. Al menos, no para aplastar a nadie con un frega dero.
El último contacto con los servicios sociales fue hace seis se-
manas. Mancini aparentemente no estaba consumiendo drogas.
Su piso —no el domicilio donde la encontraron, sino uno en una
de las zonas más bonitas de Llanrumney— se encontró razona-
blemente ordenado y limpio. La niña estaba bien vestida y ali-
mentada, y asistía a la escuela.
—Así pues, sin problemas en el último contacto.
La siguiente vez que servicios sociales pasa a visitarla, Manci-
ni no está. Tal vez ha ido a ver a su madre. O a otro sitio. Los ser-
vicios sociales se preocupan, pero no encienden las alarmas.
—El lugar donde la encontraron es una casa ocupada, obvia-
mente. No consta que Mancini tuviera relación anterior con ella.
Tenemos una declaración de uno de los vecinos. Nada que sirva.
—Jackson da un golpe a los tablones de anuncios—. Está todo allí
y en Groove. Los que todavía no se hayan puesto al día que lo
hagan.
Groove es nuestro sistema de gestión compartida de proyec-
tos y documentos. Funciona bien, pero la sensación de una sala
de investigaciones no existiría si no hubiera tablones de anuncios
con papeles clavados.
Jackson se echa atrás y deja que Hughes siga hablando de otros
hechos conocidos. Facturas de la luz, antecedentes policiales, uso
de teléfono. Las cosas que una policía moderna puede conseguir
casi al instante. Menciona la tarjeta de débito de Rattigan, sin dar-
le mayor importancia. En cuanto termina, Jackson recupera la voz
cantante.
—Puede que tengamos hoy mismo las conclusiones prelimi-
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nares de la autopsia, pero no habrá nada definitivo en un tiempo.
No obstante, propongo que trabajemos sobre la hipótesis de que
a la niña la mataron con un fregadero de cocina. —Su primer in-
tento de humor, si se le puede llamar así—. La madre, posible-
mente, murió de sobredosis. ¿Asfixia? ¿Ataque cardíaco? Toda-
vía no se sabe.
»En esta fase, la investigación ha de centrarse en continuar re-
copilando toda la información posible sobre las víctimas. Pasado.
Conocidos. Camellos. Prostitución. Investigaciones casa por casa.
Quiero saber de cualquiera que entrara en esa casa. Quiero saber
de cualquiera que se encontrara a Mancini o hablara con ella en
las últimas seis semanas, desde la última vez que la vieron los ser-
vicios sociales. Pregunta clave: ¿por qué Mancini se mudó a esa
casa ocupada? No tomaba drogas, cuidaba de su hija, le iba bien.
¿Por qué arrojó todo eso por la borda? ¿Qué la hizo trasladarse?
»Las misiones individuales están aquí... —Señala a los tablo-
nes—. Y en Groove. Las preguntas a mí. Si no me localizáis, en-
tonces a Ken. Si descubrís algo importante o que podría ser im-
portante, me lo comunicáis de inmediato, sin excusas.
Asiente con la cabeza, verificando que no se haya dejado nada
en el tintero. Nada. Estas reuniones, en la primera fase de cual-
quier investigación criminal importante, tienen una parte de tea-
tro. Cualquier grupo de policías siempre tratará el asesinato como
lo más serio con lo que tienen que enfrentarse, pero la dinámica
de grupo exige un ritual. La haka de los All Blacks. Los tatuajes
de los celtas. Música de batalla. Jackson deja de lado su expresión
cansada pero decidida y la sustituye por otra adusta y resuelta.
—Todavía no sabemos si la muerte de Janet Mancini fue un
homicidio, pero por el momento lo tratamos así. Pero la niña...
Solo tenía seis años. Seis. Acababa de empezar la escuela. Amigos.
En su piso de Llanrumney, el que dejó hace seis semanas, había
dibujos suyos en la nevera. Ropa limpia colgada en su dormito-
rio. Y luego esto.
Señala la foto de la niña en el tablón, pero nadie la mira, por-
que ya está en nuestras cabezas. En la sala, los hombres aprie-
tan los dientes con expresión dura. La detective Rowland, Bev
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Rowland, que es buena amiga mía, está llorando abiertamente.
—April Mancini. Seis años y esto. Vamos a encontrar al hom-
bre que le aplastó la cabeza y vamos a mandarlo a prisión para el
resto de su vida. Es nuestro trabajo. Estamos aquí para hacer eso.
Manos a la obra.
Acaba la reunión. Charla. Una carga hacia la máquina de café.
Demasiado ruido. Yo agarro a Bev.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien. Sabía que hoy no iba a ser un día para llevar
rímel.
Río.
—¿Qué te han encargado?
—Puerta a puerta, sobre todo. El toque femenino. ¿Y tú?
Hay una divertida tesis en su respuesta y en su pregunta. La
tesis es que yo no cuento como mujer, por eso no recibo los tra-
bajos que normalmente se asignan a las mujeres detectives. No
me molesta esa tesis. Bev es de las que lloran cuando Jackson pone
voz ronca y hace su alegato final lacrimógeno. Yo no. Bev es la
clase de persona con quien la gente se sincera tomando una taza
de té. Yo no. Quiero decir, puedo hacer el trabajo puerta a puer-
ta. Lo he hecho antes, he planteado las preguntas adecuadas y, en
ocasiones, he obtenido información valiosa. Pero lo de Bev es un
don natural, y las dos sabemos que yo no lo poseo.
—Yo estoy sobre todo en el caso de Brian Penry. Extractos
bancarios y todo eso. En mi tiempo libre, si no me vuelvo loca,
he de revisar la cuestión de la tarjeta de débito. La tarjeta de Rat-
tigan. Un curioso sitio para que aparezca.
—¿Robada?
Niego con la cabeza. Ayer llamé al banco después de hablar
con Brydon y —una vez que logré trepar a través de toda la bu-
rocracia hasta alguien que realmente poseía la información— ob-
tuve las respuestas con facilidad.
—No. Se denunció la pérdida de la tarjeta. Se canceló debida-
mente y se emitió un duplicado. La vida continúa. Puede que no
pasara nada más que eso. Se le cayó. Mancini o quien fuera la re-
cogió y se la guardó de recuerdo.
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—¿La tarjeta platino de Brendan Rattigan? Yo lo habría hecho.
—Tú no. Tú la habrías devuelto.
—Bueno, ya lo sé, pero si no fuera de las que devuelven las
cosas.
Me río de ella. Tratar de basarse en el funcionamiento interno
de la mente de Bev Rowland como modelo para conjeturar sobre
el funcionamiento interno de la mente de Janet Mancini no me pa-
rece una receta infalible para el éxito. Bev pone mala cara porque
me río, pero quiere marcharse corriendo al lavabo de señoras para
adecentarse antes de salir a la calle. Le deseo que pase un buen día.
—Y tú también.
Cuando se va, me doy cuenta de que lo que le he dicho no era
cierto. Janet Mancini no pudo haber recogido del suelo la tarjeta
de débito de Rattigan. Imposible. Mancini y Rattigan no frecuen-
taban las mismas calles, no iban a los mismos bares, no habitaban
el mismo mundo. Los lugares donde Rattigan podría haber per-
dido su tarjeta eran todos lugares que, explícitamente o no, veta-
rían la entrada a Mancini.
Y en cuanto se me ocurre esta idea, comprendo lo que impli-
ca. Los dos se conocían. No informalmente ni por azar, sino de
manera significativa, de manera real. Si me pidieran que apostara
ahora mismo, apostaría a que el millonario mató a la adicta a las
drogas. No directamente, supongo, porque es difícil matar a al-
guien cuando estás muerto, pero matar de manera indirecta sigue
siendo matar.
—Te voy a pillar, escoria —digo en voz alta.
Una secretaria me mira, asombrada, al pasar a mi lado.
—A ti no —le digo—, tú no eres la escoria.
Ella me sonríe. La clase de sonrisa que le dedicas al esquizo-
frénico que murmura tacos en la calle, como las que ofreces a los
borrachos que se pelean por la sidra en los parques públicos. No
me importa. Ya estoy acostumbrada a esa clase de sonrisa. Me res-
bala. Sigo adelante.
Vuelvo a subir.
El escritorio me mira torvamente, haciendo ostentación de su
carga de números y hojas de papel. Voy a la kitchenette y me pre-
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paro una infusión de menta. Solo la tomo yo y una de las secreta-
rias, nadie más. Vuelvo a mi escritorio. Otro día soleado. Gran-
des ventanas, aire, luz. Bajo la cara a la taza y dejo que se me
caliente en el vapor perfumado. Un millar de cosas aburridas que
hacer y una interesante. Cojo el teléfono al tiempo que alejo la
cara del baño de vapor. Necesito hacer un par de llamadas para
conseguir el teléfono de Charlotte Rattigan —indefectiblemente
las viudas de los multimillonarios no salen en la guía—, pero lo
consigo y marco el número.
Responde una voz de mujer, dando el nombre de la casa: Cefn
Mawr House. Suena a sirvienta, de las caras, con baño de titanio.
—Hola, soy Fiona Griffiths, y le llamo de la Policía del Sur de
Gales. ¿Puedo hablar con la señora Rattigan, por favor?
La mención de la policía causa un momento de vacilación,
como casi siempre. Luego la profesionalidad toma el mando.
—¿Fiona Griffiths ha dicho? ¿Puedo preguntar el motivo de
la llamada?
—Es un asunto policial. Preferiría hablar con la señora Ratti-
gan directamente.
—No puede atenderla en este momento. ¿Tal vez si pudiera
comunicarle el motivo...?
La verdad es que no necesito ver a la viuda de Rattigan en per-
sona. Hablar con ella por teléfono bastaría, pero no respondo bien
al obstruccionismo bañado en titanio. Hace que me ponga en plan
policial.
—No se preocupe. ¿Estará disponible para una entrevista
luego?
—Mire, si puede decirme el motivo en cuestión y...
—Llamo en relación con una investigación de asesinato. Una
cuestión de rutina, pero hay que ocuparse de ello. Si no es conve-
niente que vaya a su casa, quizá podríamos organizarlo para que
la señora Rattigan venga a Cardiff y podamos hablar aquí.
Me gustan estos pequeños pulsos de poder, por estúpidos que
sean. Me gustan porque gano. En dos minutos, Voz de Titanio me
ha concertado una cita a las once y media y me ha explicado cómo
llegar a la casa. Cuelgo y me río. Será una hora y media de viaje,
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y lo que podría haber solucionado en una llamada de tres minu-
tos terminará costándome media mañana.
Paso una hora larga examinando los odiosos extractos banca-
rios de Penry, perdiendo un poco la noción del tiempo, y luego
he de bajar corriendo por la escalera hasta mi coche. Es un Peu-
geot Coupé Cabriolet. Dos asientos. Capota blanda. Turbocom-
presor de alta presión que acelera de cero a cien en poco más de
ocho segundos. Asientos de piel suave de color beis claro. Llan-
tas de aleación. Mi padre me regaló mi primer coche cuando in-
gresé en la policía hace tres años, y luego insistió en sustituirlo
con el nuevo modelo este año. Es un coche completamente ina-
propiado para una detective novata, y me encanta.
Lanzo mi bolso —libreta, bolígrafo, monedero, teléfono, ga-
fas oscuras, maquillaje, bolsa para pruebas— en el asiento del pa-
sajero y salgo del aparcamiento. Tráfico de Cardiff. Radio clásica
FM en el coche, martillos neumáticos levantando el asfalto en la
carretera A4161 a Newport. Tiendas de alfombras y habitaciones
con descuentos. Más despejada la A48, la música con el volumen
subido para la autopista y las vistas de Newport —posiblemente
la ciudad más fea del mundo— antes de pasar por Cwmbran ha-
cia Penperlleni.
A causa del tráfico y las obras, y porque para empezar he sa-
lido tarde, y porque me pierdo en los caminos una vez pasado
Penperlleni, llego con unos veinticinco minutos de retraso cuan-
do por fin encuentro la entrada de Cefn Mawr. Grandes colum-
nas de piedra y setos de tejo. Ambiente elegante e inglés. Fuera
de lugar.
Giro y, con las gafas de sol puestas, acelero por el sendero en un
estúpido intento de reducir mi retraso. Una última curva en el ca-
mino me deja al descubierto y emerjo en la gran zona de aparca-
miento de gravilla situada delante de la casa a unos cincuenta por
hora, cuando ir a diez habría sido más apropiado. Piso el freno a
fondo y el coche derrapa sobre la grava hasta detenerse. Un poco
más y se me cala el motor. Una nube de polvo ocre pende en el aire
para marcar la maniobra. Aplauso silencioso. Fi Griffiths, piloto
de rallies.
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Me concedo unos segundos para centrarme. Inspirando, es-
pirando, concentrándome en cada respiración. Mi corazón está
yendo demasiado deprisa, pero al menos lo siento. Estas cosas no
deberían preocuparme tanto, pero lo hacen. No debería existir la
pobreza ni la inanición, pero existen. Espero hasta que creo que
estoy bien y luego me doy otros veinte segundos.
Bajo del coche. Cierro la puerta, pero solo de golpe. En las es-
caleras delanteras de la casa hay una mujer —señora Titanio, su-
pongo—, observándome. No tiene cara de que le caiga bien.
—¿Detective Griffiths?
Me fijo en el detective. No lo he mencionado antes, así que su-
pongo que señora Titanio ha hecho una rápida investigación en
Internet. En cuyo caso sabe que soy novata.
—Siento llegar tarde. El tráfico.
No sé si ha visto mi llegada de rally, así que no me disculpo
por eso, y ella no lo menciona.
La casa es modesta. Diez o doce habitaciones. Terreno in-
maculado. Un seto de ciprés de Leyland que protege lo que supon-
go que es una pista de tenis. Más allá, un par de cabañas y lo que
intuyo que es un establo o un gimnasio. El río Usk discurre de
manera pintoresca sobre las rocas al final de una larga pendiente
de césped. Estamos a solo unos kilómetros de Cwmbran y las vie-
jas minas de carbón que laceran las colinas que lo rodean. Crumlin,
Abercarn, Cwmcarn, Pontywaun. Aquí de pie, con el río Usk ha-
ciendo sus piruetas a la luz del sol, da la sensación de que estás a
un millón de kilómetros de todo eso. Supongo que de eso se tra-
ta. Para eso sirve el dinero.
Titanio me acompaña a la puerta. Dentro, todo es como cabía
esperar. El diseño de interior es tan completo que todo rastro de
personalidad humana se ha desvanecido junto con la base del sue-
lo victoriano. Nuestros talones resuenan en el suelo de piedra del
salón, al pasar junto a jarrones de flores frescas y fotos de caba-
llos de carreras, hasta la cocina. Es una estancia enorme, añadida
al cuerpo principal de la casa. Muebles de marfil hechos a mano.
Una cocina clásica en azul Wedgwood. Más flores. Persianas ve-
necianas, sofás y luz solar.
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—La señora Rattigan ha tenido que salir un momento por otro
asunto. La esperábamos a las once y media.
—Lo siento, es culpa mía. No me importa esperar.
Lo digo sinceramente. De verdad lo siento. Y de verdad no
me importa esperar. Mi yo maduro: una persona amable. El pro-
blema es que solo soy amable, porque me he asustado hace un
momento y ahora no estoy para más problemas. Por el momen-
to, me basta con quedarme sentada en esta cocina escuchando el
latido de mi corazón.
Titanio —que me ha dicho su nombre al tiempo que me ten-
día una mano floja pero elegante en la puerta de la casa— está po-
niendo agua a hervir. Trato de recordar su nombre, pero no lo
consigo. Me siento a la mesa y saco mi libreta. Por un momento
ni siquiera puedo recordar por qué estoy aquí. Titanio deja un
café delante de mí, como si fuera un objeto de arte en el que la fa-
milia acaba de invertir.
No se me ocurre nada que decir, de modo que no digo nada.
Solo parpadeo.
—Iré a ver si la señora Rattigan puede recibirla.
Asiento con la cabeza. Se va. Ruido de tacones que salen de la
cocina, recorren el pasillo y van hacia algún otro lado. Me estoy cal-
mando. Oigo el tictac de un reloj. El tiro de la cocina produce un
sonido suave, como un arroyo que se escucha desde la distancia.
Transcurren unos minutos, unos minutos encantadoramente va-
cíos, hasta que aparece una mujer en la cocina, con Titanio a su lado.
Me levanto.
—Señora Rattigan, siento haber llegado tarde.
—Oh, no se preocupe.
Gracias a Internet ya sé que la señora Charlotte Frances Rat-
tigan tiene cuarenta y cuatro años. Dos hijos, ambos adolescen-
tes. Había sido modelo. Y por su apariencia podría seguir siéndo-
lo. Una blusa gris pálido sobre pantalones de hilo. Cabello rubio
hasta los hombros. Bonita piel, sin mucho maquillaje. Alta, me-
tro setenta y cinco o más, y luego un par de centímetros adicio-
nales por los tacones.
Es guapa, por supuesto, pero no es la belleza lo que me asom-
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bra. Hay algo etéreo en ella. Como si no solo a la casa le faltara la
base del suelo victoriano. Me interesa de inmediato. Le pregunto
a Titanio si le importa concedernos unos minutos de intimidad y,
tras una mirada de su jefa, se retira.
Clavo a la señora Rattigan mi mirada firme y profesional de
detective.
—Muchas gracias por recibirme, señora. Solo tengo unas po-
cas preguntas. Es una cuestión de rutina, pero es importante.
—Está bien. Lo comprendo.
—Me temo que tendré que plantearle algunas preguntas so-
bre su difunto marido. Le pido disculpas por anticipado por cual-
quier problema que pueda causarle. Es todo perfectamente ruti-
nario y...
Me interrumpe.
—Está bien. Lo comprendo.
Su voz es suave: melocotón sin hueso. Dudo. Nada en esta si-
tuación requiere que adopte una postura severa, pero no puedo
resistirme y mi voz se endurece.
—¿Su marido conocía a una mujer llamada Janet Mancini?
—¿Mi marido...? —Habla cada vez más bajo y se encoge de
hombros.
—¿Eso es un «no» o un «no lo sé»?
Otro encogimiento de hombros.
—No que yo sepa. ¿Mancini? ¿Janet Mancini?
—¿Alguna de estas direcciones significa algo para usted?
Le enseño mi libreta. La primera de las direcciones correspon-
de al lugar donde encontraron a Mancini. La segunda es la de su
anterior domicilio.
—No, lo siento.
—La primera dirección está en Butetown. ¿Alguna vez supo
que su marido tuviera algún negocio en esa zona? ¿Que visitara a
alguien?
Gesto de negación.
La física cuántica explica que el acto de la observación altera la
realidad. Lo mismo puede aplicarse a los interrogatorios policiales.
La señora Rattigan sabe que soy detective asignada a una investi-
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gación de asesinato. Se percibe cierta ausencia en sus respuestas que
me provoca, pero eso podría ser solo un efecto de mi trabajo y mi
misión. La cafetera de Titanio está humeando a nuestro lado. La
señora Rattigan no me ha ofrecido café, así que lo hago yo.
—¿Quiere un poco de café? ¿Le sirvo?
—Oh, sí, por favor. Lo siento.
Sirvo un café, no dos.
—¿Usted no quiere?
Es la primera vez que toma la iniciativa, y la invitación a café
no puntúa muy alto en la escala de la positividad.
—No tomo cafeína.
Ella se acerca la taza, pero no prueba el café.
—Hace bien. Yo sé que no debería.
—Tengo algunas preguntas más que hacerle, señora. Por fa-
vor, comprenda que queremos conocer la verdad. Si su marido
hizo cosas en el pasado que no querría que supiéramos, bueno,
ahora ya forma parte del pasado. Ya no nos preocupa.
Ella asiente. Ojos color avellana claro. Bonitas cejas. Me doy
cuenta de que me había equivocado con la casa. Estoy segura res-
pecto al diseño de interiores, pero los diseñadores captaron algo
real de la persona que les encargó el trabajo. Hilo pálido, avella-
na claro, melocotón sin hueso. Así es la casa y su propietaria.
—¿Su marido tomó drogas alguna vez?
La pregunta la sobresalta. Hace un gesto de negación, baja la
cabeza y mira hacia la izquierda. Tiene la taza de café en la mano
derecha. Si es diestra, su mirada hacia abajo y a la izquierda sugie-
re cierto elemento de artificiosidad en la respuesta.
—¿Cocaína, tal vez? ¿Unas rayas con colegas de negocios?
Ella me mira con alivio.
—A veces, bueno, yo no... Lo que hacía cuando estaba fuera...
La tranquilizo.
—No, no, estoy segura de que usted no consumía. Pero mu-
cha gente de negocios lo hace, por supuesto. Usted no quería eso
en la casa, claro, me doy cuenta.
—Hay niños.
Eso me suena a un comentario que podría haber hecho cuan-
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do su marido todavía estaba vivo. Oh, no hagas eso. No es por
mí. Es por los niños. Solo estoy pensando en ti.
Saco la tarjeta de débito y se la enseño.
—Esto era de su marido, supongo.
Ella la mira y luego me mira a mí. No acaba de ser un gesto de
asentimiento decidido, pero llega a medio camino.
—Se denunció la pérdida de la tarjeta. ¿Recuerda cuándo o
dónde la perdió?
—No, lo siento.
—¿Alguna vez mencionó que la había perdido?
—No lo creo. O sea... —Se encoge de hombros.
Cuando los millonarios pierden tarjetas, tienen gente que se
encarga de eso. Eso es lo que significa el encogimiento de hom-
bros, o al menos lo que significa para mí.
—La tarjeta se encontró en la escena de un crimen en Bute-
town. ¿Tiene sentido para usted?
—No. No, lo siento.
—¿No sabe cómo esta tarjeta pudo terminar en manos de Ja-
net Mancini?
—Lo siento, la verdad es que no.
—¿El nombre de April Mancini significa algo para usted?
—No.
—¿Sabe que Butetown es una parte pobre de Cardiff? Un ba-
rrio bastante deteriorado. Duro. ¿Se le ocurre alguna razón por
la que su marido tuviera algo que hacer allí?
—No.
He llegado al final de todas las preguntas que podía plantear,
todas las que podía haberle hecho en una llamada de teléfono. In-
cluso me estoy repitiendo. Sin embargo, percibo esa ausencia en
el aire, que me incita con su aroma. No es que la señora Rattigan
me esté mintiendo. Sé que no lo hace. Pero hay algo ahí.
Voy a buscarlo.
—Solo unas pocas preguntas más —digo.
—Desde luego.
—La vida sexual con su marido. ¿Era completamente normal?
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Al volver, el tráfico es lento más allá de Cwmbran. Juego con
el dial de la radio buscando la emisora que quiero escuchar, pero
termino con el silencio. A la izquierda, colinas verdes y corderos.
A la derecha, los pliegues intrincados de las viejas minas. Túneles
largos y negros que descienden hacia la oscuridad. Prefiero los
corderos.
Entro en Cardiff. No tengo ánimo para volver a la comisaría
de inmediato, así que no lo hago. En lugar de seguir recto por
Newport Road, salgo a la izquierda.
Fitzalan Place. Adam Street. Bute Terrace.
La gente dice que le gusta el nuevo Cardiff. El centro reurba-
nizado. El edificio de la Asamblea Nacional. Hoteles bonitos, ofi-
cinas regionales, cafés a 2,5 libras la taza. Esto es el nuevo Gales.
Un Gales que se hace cargo de su futuro. Orgulloso, confiado, in-
dependiente.
Yo no puedo entender nada de eso. Me parece un timo del que
yo soy la víctima. Todo está mal: la imagen, el estilo, los precios.
Los nombres también. El centro de la ciudad tiene una Chur-
chill Way, una Queen Street, una Windsor Place. ¿Dónde está ahí
la puñetera independencia? Si por mí fuera, pondría a todas las
calles nombres de esos príncipes galeses del siglo XIII que se pa-
saron la vida luchando contra los ingleses y acabaron masacrados.
Llewelyn ap Gruffydd, el último Llewelyn. La calle más grande
llevaría su nombre. El último rey de Gales. Heroico, ambicioso,
pendenciero, fracasado al fin. Engañado, atacado, asesinado. Su
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cabeza terminó clavada en una lanza sobre la Torre de Londres.
A todos los monumentos históricos de Cardiff les pondría su
nombre. Y si a los ingleses no les gusta, que nos devuelvan su ca-
beza. Probablemente la reina la metió en algún cuarto. No me ex-
trañaría que Guillermo y Enrique la usen para hacer toques de
balón.
Solo me calmo al alejarme del centro —la parte donde traba-
jo— y meterme en Butetown. En Butetown, la gente toma más té
que café y ninguna de las dos cosas cuesta nunca 2,5 libras la taza.
Es verdad que en Butetown de cuando en cuando matan a algún
drogadicto, y de cuando en cuando te encuentras a una niña con
la cabeza reventada por un gran trozo de fregadero caro, pero lo
prefiero así. Crímenes que puedes ver. Víctimas que puedes tocar.
Mi coche se detiene un poco más allá del 86 de Allison Street.
Tengo la sensación espeluznante que experimento cuando es-
toy cerca de los muertos. Un hormigueo.
Bajo del coche. Allison Street no es un gran lugar. Viviendas
municipales baratas de la década de 1960 que parecen hechas de
cajas de cartón. Del mismo color. El mismo estilo como de apilar
bloques. Las mismas paredes delgadas. La misma resistencia a la
humedad. No hay nadie cerca salvo un niño que repetitivamente
chuta una pelota roja contra una pared sin ventanas. Me mira un
instante; luego continúa.
Todavía quedan unas pocas cintas de escena del crimen de co-
lor amarillo y negro en torno al número 86, pero los chicos del
Departamento Forense casi han terminado. Paso por debajo de la
cinta y toco el timbre.
Primero silencio, luego pisadas. Estoy de suerte. Un SOCO
(operativo de la escena del crimen) de aspecto robusto con el pelo
color jengibre y orejas rosadas sale a abrir.
Le muestro mi tarjeta.
—Pasaba por aquí —explico—, y he pensado en echar un vis-
tazo.
El SOCO se encoge de hombros.
—Cinco minutos, cielo. He de tomar unas muestras más y ya
habré terminado.
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Sube al piso de arriba, y me deja sola abajo. Entro en la sala de
estar, donde April y Jane murieron. Cortinas rojas cuelgan sobre
la ventana delantera —igual que colgaban el día del asesinato—,
pero hay lámparas de luz halógena amarilla como las que usan los
constructores colgadas en la cocina. Su brillo es demasiado inten-
so para ser real. Me siento como en el escenario de un rodaje, no
en una casa.
Parte del material que había en la casa ha sido retirado como
prueba. Algunos elementos han sido examinados, inventariados
y luego destruidos. Otros los han dejado en su sitio, etiquetados
como es debido. No sé lo suficiente sobre estas grandes investi-
gaciones forenses para reconocer la lógica que se esconde detrás
de lo que se ha hecho o se ha dejado de hacer.
Camino sin hacer nada, solo tratando de darme cuenta de si
siento algo estando aquí. No. O mejor dicho, siento un rechazo
por la casa, por su moqueta roja gastada, su sofá espantoso, las
marcas de suciedad en la pared, el olor de tienda barata y cañerías
embozadas. Me siento extraña y desconectada.
Por las fotos de la escena del crimen de Groove, reconozco el
sitio donde yacían los dos cadáveres cuando los encontraron.
Donde había estado April, un charco de sangre se ha coagulado
en la moqueta. Aunque no parece sangre. Más bien una mancha
de curry.
Me agacho y toco el suelo donde April expiró, luego camino
hasta colocarme en el lugar en el que murió Janet.
Quieres sentir cosas en ocasiones como esta. Cierta percep-
ción de los muertos, una presencia que permanece. Pero no cap-
to nada. Solo moqueta de nailon y un olor tenue. Las lámparas
halógenas lo vuelven todo irreal. Bajo la ventana delantera, hay
una leñera, a la que le han puesto un respaldo y brazos para que
sirva de asiento.
El SOCO baja los peldaños de dos en dos e irrumpe en la sala.
—¿Todo bien? —dice.
Yo le indico el asiento de la ventana.
—¿Eso tenía cojines?
El SOCO señala a poco más de un metro de distancia, donde
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hay un cojín negro a cuadros apoyado contra la pared, sucio. Es
evidente que el cojín encaja en el asiento.
—¿Y había dibujos en la casa? Dibujos infantiles, como los
que podría haber hecho April.
—Una pila grande allí. —El SOCO señala bajo el asiento de
la ventana—. Sobre todo flores.
—Sí.
Levanto la cortina roja y miro a la calle. Hay una bonita vista
desde esta ventana. La mitad de Allison Street y más allá la zona
de aparcamiento. Me siento en la silla de al lado de la ventana, ima-
ginando que soy April.
El SOCO se queda al lado, respirando ruidosamente por la
nariz. Quiere que me vaya y yo no tengo ninguna razón para es-
tar allí, así que le complazco marchándome.
Paso de la sala demasiado iluminada al pasillo demasiado os-
curo, y luego a la calle calurosa y soleada. Ahora todo me resul-
ta más extraño. El chico se ha ido con su pelota roja a otra parte.
La casa y la calle parecen tan normales como otras cualesquiera,
pero dentro del número 86, April Mancini fue sin lugar a dudas
asesinada y muy probablemente también su madre. Toda la di-
ferencia del mundo. He apagado el móvil en Cefn Mawr. Vuel-
vo a encenderlo y hay un pequeño zumbido de mensajes de tex-
to, ninguno de los cuales es lo suficientemente interesante para
que lo responda.
Pienso en volver a entrar, pero todavía no he comido, y ade-
más, mi visita a Allison Street me ha dejado insatisfecha. Ner viosa.
Camino en busca de una tienda de comestibles. Estoy segura
de que he visto una al venir, pero, típico, me hago un lío al inten-
tar encontrarla. No siempre soy buena localizando objetos gran-
des, estáticos y bien anunciados en lugares espléndidamente ilu-
minados. Pero al final la encuentro y entro.
Periódicos. Chocolates. Una nevera con leche y yogur y la cla-
se de carne cocinada que te bloqueará las arterias en el mismo
tiempo que se tarda en criar y sacrificar a un cerdo en ganadería
intensiva. Algo de comida enlatada, rebanadas de pan, galletas.
Una fruta de aspecto triste.
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Cojo un zumo de naranja y un sándwich de queso y tomate.
La chica de la caja se llama Farideh. Al menos eso pone en su eti-
queta identificativa de plástico.
—Hola —digo para entablar contacto.
Ella lo esquiva y coge mis artículos para pasarlos por la caja re-
gistradora. Un monitor de circuito cerrado encima de su cabeza
va cambiando entre imágenes de distintas perspectivas de la tienda.
Veo a un pensionista que se inclina ahora mismo sobre la nevera.
—Estoy en la investigación policial —digo—. La de la madre
y la hija asesinadas en esta calle.
Farideh asiente y dice algo anodino y pacífico, la clase de co-
sas que dice la gente cuando trata de indicar una voluntad gene-
ral de ser útil pero sin el ingrediente crucial de esa actitud, que no
es otro que ser útil.
—Supongo que las conocías.
—Creo que ella venía. La madre.
—¿La pelirroja? ¿Janet?
Farideh asiente.
—Ya habéis venido antes, ya os lo he dicho.
No sé si está siendo un poco hostil. Suena como si todo el
mundo en la policía formara parte de mi tribu, abejas obreras
zumbando en torno a su reina. Aunque claro, el inglés de Farideh
tiene un gran acento, así que quizás estoy interpretando demasia-
do en su elección de palabras.
Farideh pasa mis artículos y pone su cara de «paga y lárgate».
—¿Nunca viste a la niña? Ni siquiera vino a comprar, no sé,
¿helados de chocolate?
—No.
—Las niñas no compran helados de chocolate, ¿verdad? ¿Qué
les gusta? —pienso en voz alta, sin fingir mi incertidumbre.
Ya sé que fui una niña de seis años, con dinero suficiente en el
bolsillo para comprar golosinas en una tienda, pero esos días pa-
recen increíblemente distantes. Siempre me asombran los recuer-
dos que otra gente tiene de su propio pasado. Aun así, busco a
tientas, tratando de adivinar las preferencias de April en produc-
tos de confitería.
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—¿Galletitas? ¿Kit Kat? ¿Ositos de goma? ¿Grageas?
No sé si me acerco ni aunque sea vagamente, pero Farideh es
tajante. No ha visto a la niña. El pensionista que va detrás de mí
ya ha terminado de revolver en la nevera y está esperando para
pagar. Yo encuentro algo de dinero y se lo entrego.
La parte delantera de la tienda está adornada con anuncios ma-
nuscritos. Gente que vende sus bicicletas de montaña o que se
ofrece para trabajar en el jardín y hacer chapuzas: «Ningún tra-
bajo es demasiado pequeño.» También hay un cartel de la policía
en la ventana. Elegantemente redactado por una de las personas
de nuestro equipo de comunicaciones. Impreso en una tarjeta sa-
tinada en reprografía de cuatro tintas, con un número de teléfo-
no gratuito en la parte inferior. Y es inútil. Como una intrusión
alienígena. La clase de anuncio que la gente de aquí ni siquiera ve.
Será objeto del mismo número de desaparición que se ejecuta con
facturas de la luz, informes de urbanismo, formularios de servi-
cios sociales o recibos de impuestos.
Dejo que el pensionista pague y le pregunto a Farideh si pue-
do poner un aviso.
—¿A5 o tarjeta? —pregunta.
—Tarjeta —digo. Me gustan las tarjetas.
Ella me da una tarjeta y escribo con un bolígrafo. «Janet y
April Mancini. Vivían en el 86 de Allison Street. Asesinadas el
21 de mayo. Solicito información. Por favor contacte con detec-
tive Fiona Griffiths.»
No añado el número gratuito, sino el de mi móvil. No sé por
qué, pero me gusta cómo queda cuando termino, y por eso no
vuelvo a cambiarlo.
—¿Una semana, dos semanas o cuatro semanas? —pregunta
Farideh.
Son cincuenta peniques por una semana o una libra y media
por cuatro semanas. Me decido por las cuatro semanas.
Farideh pega la tarjeta en la parte alta de la ventana cuando yo
me voy.
Luz solar, secretos y silencio.
Fuera, me siento en un bolardo al sol, me como mi sándwich
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y llamo a Bev Rowland al móvil. Ella está metida en alguna cosa,
pero charlamos un minuto de todos modos. Después llega un SMS
de David Brydon que me invita a tomar una copa esta noche. Miro
la pantalla y no sé qué hacer. No hago nada, solo me acabo el sánd-
wich.
De vuelta en comisaría, no recibo la pregunta de «¿Dónde de-
monios te has metido?» que más o menos me esperaba. No creo
que nadie se haya fijado en mi ausencia. Escribo un mensaje de
correo a Dennis Jackson con un rápido informe sobre Cefn Mawr.
Luego paso a limpio mis notas adecuadamente y las introduzco
en Groove.
Después es hora de volver a los malditos extractos bancarios
de Penry, que no cuadran, o al menos no cuadran cuando soy yo
la que usa la calculadora. Llamo a la escuela para comprobar si no
había alguna otra cuenta bancaria de la que podría haber estado
sisando dinero y me fastidia un poco cuando me dicen que no, de-
finitivamente no. No hay ninguna escapatoria por ese lado.
Mi humor está empezando a dar un giro a peor cuando reci-
bo una llamada de Jackson que me pide que baje.
Quiere saber más de Cefn Mawr. Le cuento lo esencial. Trato
de mantener un lenguaje insulso y profesional, tal y como se nos
ha enseñado, pero no engaño a Jackson.
—¿Que has dicho qué?
—Pregunté si el señor y la señora Rattigan habían disfrutado
de relaciones sexuales normales, señor. Me disculpé por la natu-
raleza intrusiva de la pregunta, pero...
—Corta el rollo. ¿Qué dijo?
—Nada directamente. Pero pinché en hueso. Apenas podía
hablar. —Y le ardían las orejas. Y tenía las pupilas cargadas de
agravio. Y la ausencia que antes me había estado ahogando esta-
ba de repente llena, muy llena de materia.
—Y lo dejaste ahí. Por favor, dime que lo dejaste ahí.
—Sí. Casi. Bueno, ya medio me había dicho que...
—No te había dicho nada. Has dicho que apenas podía hablar.
Hay un largo silencio. Jackson lo usa para fulminarme con la
mirada.
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—Pregunté si a su marido podía gustarle el sexo duro con
prostitutas —admití al fin.
—¿Eso es lo que dijiste? ¿Usaste esas palabras?
—Sí, señor.
—¿Y?
—Interpreté por su expresión que confirmaba mi sospecha.
—¿Una expresión? ¿Interpretaste una expresión?
—Era una pregunta legítima. La tarjeta de crédito se encon-
tró allí.
—Podría haber sido una pregunta legítima procedente de un
miembro experto del equipo, después de la debida consulta con
la persona al mando de la operación. No era una pregunta apro-
piada preguntada para una detective solitaria que trabajaba sin
permiso, sin ningún supervisor presente y dirigida a la apenada
viuda de un hombre fallecido.
—No, señor.
Jackson me fulmina otra vez con la mirada, pero no lo hace de
corazón. Se balancea adelante y atrás, muy serio. Hojea algunos
papeles en su escritorio hasta que encuentra la hoja que buscaba.
—Registros de la unidad antivicio. Unos pocos contactos con
Mancini. Por lo que sabemos, nunca se dedicó a tiempo comple-
to, pero desde luego estaba dispuesta a eso cuando necesitaba efec-
tivo. —Su mirada recorre rápidamente la hoja impresa—. Le ad-
vertimos de los riesgos que estaba corriendo. Teléfonos de ayuda,
esa clase de cosas. Probablemente no sirvió de mucho, bueno, la
verdad es que no. Mira dónde terminó.
—Nunca se sabe. Podría haber ayudado un poco. Parece que
sobre todo quería cuidar a su hija.
—Sobre todo.
Jackson pone mucho énfasis en la expresión. Tiene razón, por
supuesto. No sirve de mucho ser sobre todo buena cuando entre
tus errores ocasionales están la heroína, la prostitución, que lle-
ven a tu hija a los servicios sociales y en última instancia la asesi-
nen. Vaya, querida April, lo siento.
Me encojo de hombros para reconocer la tesis de Jackson, pero
añado:
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—Por si sirve de algo, estoy convencida de que no ofrecía lo
habitual, al menos en lo que respecta a Brendan Rattigan. La reac-
ción de Charlotte Rattigan no era solo la reacción de alguien cuyo
marido la ha engañado. Era más que eso.
—Continúa.
La voz de Jackson sigue siendo adusta, pero quiere oír lo que
tengo que decir. Supongo que es una especie de victoria.
—Rattigan tenía su bonita mujer modelo para uso social y do-
méstico. Ella cumplía todos los requisitos, pero creo que a Ratti-
gan le gustaban las mujeres de las que podía abusar. No sé en qué
sentido. Dándoles algunos cachetes. O usando la fuerza. Si quie-
re que especule, le diré que supongo que Allison Street formaba
parte de la diversión. Me refiero a la casa ocupada. La miseria.
—Especulación es justo lo que esperamos de nuestros agentes.
Jackson ya está en movimiento. Desde su punto de vista, tie-
ne lo que necesita. Los registros de la unidad antivicio sitúan a
Mancini como prostituta ocasional con problemas intermitentes
con la droga. Mi excursión a Penperlleni no añade nada. Quizá
Mancini vendía sus servicios a clientes a los que les gustaba el sexo
violento, pero, claro, la mayoría de las prostitutas se adaptan a to-
dos los gustos. No es gran cosa. Jackson está a punto de dejarme
marchar con una advertencia de policía veterano de que no me
deje llevar cuando se trata de entrevistar a viudas multimillona-
rias cuando suena su teléfono. Estoy a punto de ponerme de pie,
pero él levanta la mano para detenerme.
Estoy alerta durante los primeros segundos de la llamada. Me
preocupa que sea alguien de Cefn Mawr House llamando para
quejarse de mí. Enseguida queda claro que no se trata de esa cla-
se de llamada y atenúo mi atención. Van a ser las cinco de la tar-
de. No tiene mucho sentido ir a casa antes de encontrarme con
Brydon, así que probablemente haré más trabajo burocrático so-
bre el caso Penry.
Jackson cuelga el teléfono ruidosamente.
—Era el patólogo. Ya casi han terminado y están preparados
para informarnos. Puedes venir y tomar notas. Una recompensa
por tu excursión a Cefn Mawr.
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— 39 —
Como ninguno de nosotros piensa volver a la oficina después,
conducimos hasta el hospital en coches separados. La carretera al
norte está atestada, como es normal en hora punta. Un constan-
te parar y arrancar. Veo el brazo con la camisa arremangada de
Jackson en la ventanilla, dando golpecitos en el lateral de su co-
che al ritmo de una música que no escucho. Cuando llegamos al
hospital, nos metemos en el aparcamiento con capacidad pa -
ra 1.300 vehículos. Llevo una tarjeta de ASUNTO POLICIAL en la
guantera y la pongo en el parabrisas. Te ahorra el tíquet. Jackson
va por delante de mí, apresurándose hacia la entrada para colo-
carse a resguardo del viento y encender un cigarrillo.
—¿Quieres uno? —dice cuando lo alcanzo.
—No, gracias. No fumo.
—¿Tú eres la que no bebe? —Jackson intenta recordarme de
las fiestas de polis. Normalmente soy la que lleva el zumo de na-
ranja y se va temprano, pero en realidad no le importa y continúa
sin esperar mi respuesta—. Casi es el único sitio donde fumo. Mal-
ditos cadáveres.
Tres o cuatro caladas, una mueca y ya ha terminado. Un tacón
hace el resto. Entramos.
No soy buena con los hospitales. Edificios interminables, ár-
boles dispersos a modo de disculpas y, dentro, funciones labora-
les que no puedes comprender y ese aire de hervidero de activi-
dad. Camas separadas por cortinas y la muerte cuajando como la
nieve.
Aunque no es el hospital en sí lo que nos ocupa. Nos dirigi-
mos al edificio menos señalizado de todo el complejo. Aidan Pri-
ce, el jefe de patología forense, se reúne con nosotros a la puerta
del depósito de cadáveres. Es alto y delgado, y posee la pedante-
ría quisquillosa que se necesita para hacer lo que él hace. Ahora
mismo, está quejándose del tiempo, ahuyentando al personal auxi-
liar y mirando las llaves.
Los depósitos de cadáveres de los hospitales tienen dos o tres
funciones. Número uno, son unidades de almacenamiento. Des-
pensas. Cualquier hospital grande genera muchos cadáveres. La
gente se inquieta si se dejan cadáveres en las salas demasiado tiem-
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po. Así que se llevan a los muertos para sustituirlos por sábanas
limpias y olor a detergente. Los cadáveres han de ir a alguna par-
te, de manera que van aquí, al depósito de cadáveres, como un
avión en compás de espera, antes de ser enviados a los sepulture-
ros o al crematorio.
La función número dos es consecuencia de la uno. Si los pa-
rientes apenados quieren hacer el duelo, necesitan algo más que
sábanas limpias y un olor a detergente para que fluyan las lágri-
mas. Y por supuesto, los relaciones públicas del hospital quieren
a los parientes lejos de las salas igual que quieren deshacerse de
los cadáveres. De modo que todos los depósitos de hospitales tie-
nen un lugar donde el pariente más cercano va a ver el cadáver. Es
un espacio funcional, separado por cuestiones prácticas de carác-
ter arquitectónico y restricciones de presupuesto. La instalación
del Hospital Universitario tiene una reproducción enmarcada de
abedules en primavera y vistas al tejado de un centro de cátering.
Luego está la número tres, la que nos trae aquí. El Hospital
Universitario de Gales dirige el servicio forense más grande y de
alto riesgo del país. Se trocean dos cadáveres al día. La mayor par-
te del trabajo es rutina. Un drogadicto muere. El forense necesi-
ta conocer la causa de la muerte. Las autoridades sanitarias tienen
que saber si el cadáver tenía VIH, hepatitis B, hepatitis C; por lo
tanto se realizan pruebas toxicológicas, se extraen y se pesan ór-
ganos, se examina el cerebro. El patólogo informa al forense. El
forense emite un veredicto. Se presenta un informe. Una vida ter-
mina.
Nos cambiamos y Price nos espera en la puerta de la sala de
autopsias. Lleva un mono blanco de manga larga con un delantal
de plástico encima del uniforme quirúrgico. Botas de goma, mas-
carilla, gorro blanco de algodón. Hemos de ponernos ropa simi-
lar también nosotros antes de seguir adelante.
Cuando hemos terminado, entramos en la sala. Price cierra la
puerta detrás de nosotros. Hay dos camillas, ambas en uso, am-
bas cubiertas con una sábana azul claro. Iluminación cenital se-
vera y el zumbido de la ventilación. El aire en estas salas se absor-
be desde áreas limpias y se cambia al menos una vez por hora,
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— 41 —
pasando a través de un filtro de partículas. Filtrando gérmenes,
filtrando la muerte.
Price retira la sábana del cadáver más grande. Janet Mancini.
Es guapa. Eso estaba claro por las fotos, pero es más marcado
en la realidad, de huesos finos, delicados. Quiero trazar la línea
de su ceja con el dedo, poner mi mano sobre su cabello cobrizo.
A Price no le gustan los muertos y no le gustan los cadáveres
con un alto riesgo de infección de prostitutas drogadictas. Tam-
poco le gustan los policías. Saco mi libreta y despejo un espacio a
los pies de Mancini para poder escribir mientras él habla. Tiene
pies pequeños y tobillos delgados. Me sorprendo arreglándole la
bata en torno a sus pies, como queriendo mostrarlos en su mejor
imagen. Paro en cuanto veo que Jackson me está mirando.
Price empieza a hablar con precisión quisquillosa.
—Empecemos por lo fácil. Hemos hecho pruebas de orina y
sangre por consumo de drogas. Las pruebas de orina dieron re-
sultados negativos en marihuana, cocaína, opiáceos, anfetaminas,
PCP y varias sustancias más. Detectamos niveles bajos de alco-
hol y metanfetamina, pero su vejiga estaba relativamente llena, de
modo que no podemos estar seguros de la extensión o lo recien-
te de su consumo de drogas. Un resultado más positivo de heroí-
na. Supongo que hubo un consumo más reciente.
—Eso sería coherente con lo que encontramos por la casa
—di ce Jackson.
—Sí, bastante. —Price no está interesado en los detalles de la
escena del crimen y tarda un momento en reiniciarse—. Los aná-
lisis de sangre ofrecen una guía más fiable, porque están menos
afectados por una ingesta de fluidos. Ensayos inmunitarios con-
firman el consumo de heroína. O un consumo muy intenso ci erto
tiempo antes de la muerte o un consumo de moderado a intenso
más cerca del momento del fallecimiento. No es posible distinguir
cuál de los dos. Niveles de alcohol en sangre moderados. Estaría
por debajo del límite para conducir, por ejemplo. Cierto consumo
de metanfetamina, pero no excesivo y reciente.
Habla un poco más de drogas, del estado general de salud, el
tamaño del hígado y la ausencia de diversas enfermedades. Yo
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tomo notas, pero Jackson está impaciente por que Price vaya al
grano, y al final lo hace.
—¿Causa de la muerte? Incierta. Solo hay dos formas de mo-
rir. El corazón o los pulmones. Ahogamiento, incendio, disparo
de bala. Todo se reduce a si es el corazón o los pulmones lo que
deja de funcionar primero. En este caso las dos opciones son po-
sibles. Su corazón presenta un estado coherente con su edad y es-
tilo de vida. No puedes esperar que un corazón de veintitantos
años deje de latir, pero si lo bombardeas con drogas, entonces está
claro que no puede descartarse un ataque, ni siquiera uno letal.
Las metanfetaminas son un factor de riesgo conocido. Además,
en cuanto empiezas a mezclar drogas, los resultados son muy im-
previsibles.
Escribo lo más deprisa que puedo y mi caligrafía empieza a
ser cada vez más espaciada e ilegible a medida que acelero.
—De todos modos, diría que los pulmones son una causa más
probable. Depresión respiratoria fatal. Respiración lenta. Deso-
rientación. El problema es la acumulación de dióxido de carbo-
no. Acidosis. Si lo llevas demasiado lejos, te mata. —Jackson
asiente con la cabeza y me mira para asegurarse de que lo he en-
tendido; lo he entendido. Price continúa—: ¿Entiendo que la víc-
tima estaba en un entorno desconocido?
Jackson tarda un momento en responder.
—¿Desconocido? No lo sabemos. No era el entorno de su
casa. No sabemos cuánto tiempo llevaba allí.
—¿O con personas desconocidas? ¿O en una situación nueva
en cualquier sentido?
—Sí, definitivamente posible. Probable, de hecho.
Price asiente.
—Muchas sobredosis de heroína no son sobredosis. Es la mis-
ma dosis normal, pero tomada en un entorno no familiar supera
los mecanismos homeostáticos del organismo.
Esto es nuevo para Jackson y para mí. Price lo explica con ex-
cesiva extensión. Lo esencial es esto. Cuando alguien empieza a
tomar heroína, el cuerpo hace todo lo posible por contrarrestar
el efecto de la droga. Cuando la droga se consume en un entorno
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familiar, el cuerpo está preparado para la agresión tóxica y ya está
haciendo lo posible para contrarrestarlo. El resultado es que los
consumidores toleran niveles muy elevados de droga. Si los sacas
de su entorno, los mecanismos de defensa del organismo no es-
tán preparados para responder. Resultado: incluso con una dosis
de droga ordinaria —la misma dosis que el consumidor estaba to-
lerando en su entorno habitual— puede tornarse letal.
—Así pues —dice Jackson—, se va de casa. Lo está pasando
mal. Todavía no sabemos por qué. Toma heroína. La misma do-
sis normal, pero es un gran error. Su organismo no está prepara-
do para la droga. Y al cabo de un rato, ¡bang!, está muerta.
Price explica minuciosamente este resumen. Está todo de-
masiado claro y nítido para él. Empieza a hacer salvedades de
cada afirmación y luego añade cláusulas a sus salvedades. Pre-
fiere la niebla de precisión a la claridad de una corazonada de-
cente. Tras una mirada de Jackson, dejo de tomar notas mien-
tras la pedantería de Price se consume. Jackson parece un idiota
con su bata blanca y botas de goma, pero yo también. Intercam-
biamos sonrisas. Cuando cualquiera de los dos nos movemos, ha-
cemos frufrú como el tafetán. Price lleva más o menos la misma
indumentaria, pero por alguna razón a él le sienta bien. Y no hace
frufrú.
Al cabo de un rato, Price termina con su diatriba pedante y
vuelve al resumen. Rutinario, necesario, aburrido. Tomo notas.
Jackson se pasea. Price sienta cátedra. Creo que disfruta aburrién-
donos. No han encontrado VIH ni nada parecido, pero los tests
no se han completado. No hay agresión sexual evidente. No se ha
hallado semen reciente en el cadáver.
Finalmente, hemos terminado con Janet. Envuelvo los pies
otra vez y cubro la cabeza, solo que esta vez no puedo resistirme
y muevo uno de sus rizos cobrizos con la mano al taparle la cara
con la bata. Su pelo se nota recién lavado, limpio y sedoso. Me
gustaría bajar la cabeza para olerlo.
En la segunda camilla está April Mancini. Alguien ha pegado
una venda en la parte superior de su cabeza para que la salpicadu-
ra del cráneo y los sesos quede oculta, pero las gasas se hunden
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donde debería estar liso, hay un hueco donde debería haber una
cabeza.
—La causa de la muerte —dice Price, acercándose peligrosa-
mente a una broma— es bastante evidente. No hay consumo de
droga. No hemos podido encontrar pruebas de abuso sexual. No
hay semen. Creo que podemos decir que no hubo violencia ma-
yor (al margen del fregadero, digo), pero hay muchas cosas que
ocurren sin dejar marcas. Todavía no hemos encontrado ninguna
infección, aunque los análisis de sangre continúan. No estoy se-
guro de qué más quieren.
Está al lado de la cabeza de April y gira las gasas, tratando de
evitar que sigan hundiéndose. No sé si está inquieto, si quiere pre-
servar la dignidad de la niña o simplemente es un obseso del or-
den. Apuesto por esto último.
Jackson no mira ninguno de los dos cadáveres. Está en el rin-
cón, donde hay una lámpara que pende en ángulo sobre una mesa
de trabajo. Está moviendo la lámpara, accionando con los muelles.
—¿Algún signo de lucha? ¿Sangre bajo las uñas, esa clase de
cosas?
—Hemos echado un vistazo, por supuesto. No hemos termi-
nado las pruebas de ADN y podríamos encontrar algo allí, pero
si hay algo, desde luego no será mucho. No hay señales obvias de
lucha en cualquier caso.
Jackson está frustrado, pero Price es solo un patólogo, un lec-
tor de pruebas. No puede ver el pasado más que nosotros. He lle-
nado trece páginas de mi libreta con la caligrafía mala que tan poco
me gusta. Mañana mi primer trabajo consistirá en pasarlo todo al
ordenador en el programa Groove. Sin embargo, todavía falta por
hacer una gran pregunta. Si Jackson no la plantea, lo haré yo. Pero
Jackson es un profesional veterano. Dobla la lámpara hasta que
crujen los muelles.
—Depresión respiratoria fatal —dice.
Price asiente. Sabe adónde quiere ir a parar.
—¿Qué pasa con la depresión respiratoria que no llega a ser
fatal? Presumiblemente los síntomas siguen ahí. Respiración len-
ta. Debilidad. ¿Desorientación?
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—Exacto. No hay suficiente aire en los pulmones para permi-
tir el necesario intercambio de gases. Llevándolo demasiado lejos,
resulta fatal. Pero incluso si no llega tan lejos, todavía tenemos una
persona que está muy desorientada. Quizá consciente, quizá no.
Débil y descoordinada. Probablemente incapaz de estar de pie.
Quizá con problemas temporales de visión.
—Casi una sobredosis, en otras palabras —dice Jackson—. Si
está sola, vivirá. Afortunada de estar viva, quizá, pero se recupe-
rará.
Price asiente otra vez.
—Y si no está sola...
—Quien sea ha encontrado en ella la víctima perfecta. Si al-
guien quería matarla, podía taparle la nariz, cerrarle la boca y es-
perar.
—Un minuto o dos —dice Price—. Fácil.

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