Yo no hablo ninguna lengua inventada y, sin
embargo, es mi generación la que ha perdido la
memoria. Es mi generación la que ha matado el
ladino. Hoy, cuando voy a ver a mi abuela y le pido
que me hable de su niñez, las mariposas afloran de
sus labios y entiendo la mayor parte de lo que dice.
La entiendo porque en América aprendí español,
una lengua no «inventada».
Antes de que esta tercera capa, la americana,
quedara cosida a mi doble identidad como turca y
judía, luchaba por decidir si estas identidades dua-
les coexistían, como en la vela havdalah trenzada
de varias mechas que se enciende para marcar el
final del sabbat judío, o bien se rechazaban una a
otra separándose para siempre, como el Bósforo
separa Asia de Europa. Recuerdo los viernes por la
noche, cuando la voz profunda del imán penetraba
en nuestra sala de estar por una ventana abierta y
se mezclaba con la voz de mi abuelo salmodiando
el kiddush (el rezo del sabbat) en hebreo mien-
tras sostenía un vaso de vino. Irónicamente, él no
sabía ni una palabra de hebreo, y leía de un libro
de oraciones transliteradas y adaptadas al turco.
Aquella mesa de comedor sirvió a gentes de dos
épocas distintas. A diferencia de mis abuelos, que
conservaban la tradición salonicense de mante-
nerse separados de la población de la nación en la
que formaban una pequeña minoría, yo respondí
«no» cuando me preguntaron si había hecho ami-
gos judíos.
¿Acaso había escogido la vela? ¿Cómo podría ha-
berlo hecho, cuando, como hija de padres laicos, yo
ni siquiera tenía idea de que existiera algo llamado
«vela havdalah»? Había pasado toda mi niñez en
Turquía negándome a participar en ninguna ac-
tividad judía, ya fuera asistir a las reuniones del
club juvenil del centro comunitario judío o trabar
amistad con la «simpática hija» de los amigos de mis
padres. Sólo después de convertirme en judeoame-
ricana descubrí las complejidades de la religión que
conformaba mi identidad, una religión en la que no
creía ni practicaba.
Entonces, de algún modo, me encontré siendo
el miembro más activo del Club Multicultural
Judío de mi universidad estadounidense, esfor-
zándome en cocer hornos enteros de jahnun, un
manjar que nunca había probado. El jahnun es
un plato tradicional judío yemení hecho de masa
enrollada y cocida al horno a baja temperatura du-
rante una noche. Unos meses después de mi primer
contacto con el jahnun en Estados Unidos, llegué
a Jerusalén como estudiante de intercambio en la
Escuela Internacional de la Universidad Hebrea.
En Jerusalén podía comprar jahnun congelado en
el colmado de la esquina listo para calentar en el
microondas. En Jerusalén, el judaísmo estaba dis-
ponible empaquetado y listo para llevar. El jahnun
es judío y yo también lo era; pero ¿era el jahnun
algo mío, era mi cultura?
Al repasar mis primeros días en Jerusalén, lo
único que recuerdo es la frase shabbat shalom.
Tenía un efecto visceral en mí; las ondas sonoras
de aquellos shabbat shalom pronunciados en voz
alta viajaban por mis huesos y me llegaban a las
entrañas. Allá en Estambul, mis abuelos solían pro-
nunciar estas dos palabras durante las cenas de los
viernes. Después del kiddush, los miembros de la
familia se besaban unos a otros y se decían shabbat
shalom. Por entonces el significado de este ritual
resultaba desconocido para mí. Pero en Jerusalén la
gente empezaba a decir shabbat shalom los jueves, y
seguía repitiéndolo durante todo el fin de semana.
El taxista, la mujer del supermercado, mi profesor
de hebreo, el hombre que tocaba el violín en la calle
al agradecerme el shéquel que le había echado en la
caja... todos decían shabbat shalom. Y yo respondía
lo mismo.
La ciudad de Jerusalén –una ciudad extraña,
¡pero tan familiar...!– me recordaba a Estambul
debido a su yuxtaposición de lo moderno con lo
antiguo, ambos elementos tan entremezclados que
no podían separarse. Pasé muchas tardes deam-
bulando en torno a la Ciudad Vieja, charlando
con tenderos, bebiendo kafe turki en restaurantes
familiares con vistas a la Cúpula de la Roca. La
Ciudad Vieja de Jerusalén se divide en cuatro
barrios: judío, musulmán, cristiano y armenio.
Dichos barrios no están divididos físicamente con
muros como los que separan la Ciudad Vieja de la
Jerusalén moderna, sino que son los habitantes de
cada uno de ellos quienes marcan la separación.
En cierto modo, esta ciudad arcaica ha conservado
la tradición otomana de mantenerse juntos pero
separados. Incluso fuera de los muros de la Ciudad
Vieja construidos por el sultán Solimán el Magní-
fico, los judíos ultraortodoxos de Mea Shearim no
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