Ciudades meditabundas: de Sefarad a Jerusalén pasando por EstambulEsta es la versión html del archivo http://www.iemed.org/observatori/arees-danalisi/arxius-adjunts/qm-17-es/qm17_eAlyon.pdf.
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me revelaron que las matemáticas, la geometría, la
arquitectura, la alquimia, la astrología, la medicina,
los géneros literarios, las notas musicales, las leyen-
das y los mismos dioses habían viajado de pueblo en
pueblo hasta llegar a nuestras manos. Comprendí
que toda existencia viva no sólo necesita moverse
para seguir viva, sino que se renueva y enriquece
mientras revolotea de un lugar a otro.
Mi segundo libro fue una novela, El dol del que-
tzal [El duelo del quetzal], y en la rueda de prensa
de la presentación, un periodista me preguntó si me
había resultado fácil cambiar de registro: de descri-
bir situaciones y personajes reales a inventarlos. La
pregunta me sorprendió. En mi opinión, no había
inventado nada. Simplemente había cambiado las
cosas de sitio y las había combinado de nuevo. Así
respondí y me quedé pensando en lo que acababa
de decir mientras la pregunta siguiente me llegaba
como un rumor lejano. ¿Qué pueden ser la invención
y la creación sino este cambio de cosas de sitio?,
me preguntaba. Hacer aparecer algo de la nada, es
decir, la creación milagrosa, es cosa de los dioses
y los genios de la lámpara, pero las personas sólo
podemos crear a partir de lo que tenemos. Incluso
el imaginario más inverosímil no deja de ser un
montón de partículas de realidad combinadas en
situaciones poco o nada habituales. Cuanto más ex-
tensa y aglutinadora sea la realidad, más lejos puede
navegar nuestra imaginación y más variadas pueden
ser las combinaciones que inventamos.
Siempre se ha dicho que la lectura amplía los
horizontes del pensamiento y el viaje nos convierte
en personas más receptivas y tolerantes. Supongo
que es así, en gran parte, porque la lectura y el viaje
nos descubren nuevos mundos distintos a los nues-
tros, que creíamos únicos e insustituibles. ¿No es eso
precisamente lo que nos enseña la inmigración? Que
hay otras maneras de combinar las ideas y los ele-
mentos para construir una sociedad. Que cada grupo
elige la combinación más apropiada a su entorno
natural y que es precisamente esta elección lo que
nos conduce a ser distintos, y no nuestra voluntad
de serlo o la voluntad divina, como a menudo nos
hacen creer quienes reclaman ser portavoces de
Dios, contradiciendo así su obra equitativa y justa
al crearnos a partir de una única descendencia. De
hecho, han sido el mar, la montaña, el desierto, la
selva, el calor y el frío los elementos que nos han
hecho diferentes.
¿Se imaginan un paisaje donde se junten todos
estos elementos? ¿Se imaginan las nuevas formas de
vida, arte, música, literatura y fantasía que podrían
surgir de ese lugar?
Cuando entendemos que las aguas no rodean las
islas para separarlas sino para juntarlas, y cuando
percibimos al inmigrante como el mar que busca
refugio en la montaña, el desierto que busca la
sombra en la selva y el calor que se abraza al frío,
la inmigración puede hacer que este paisaje rico y
creador se vuelva real.
Ciudades meditabundas: de Sefarad a Jerusalén pasando
por Estambul
Nathalie Alyon. Subdirectora, Journal of Levantine Studies, The Van Leer Jerusalem Institute
Durante su visita al Museo Guggenheim de Nueva York, la exposición «La esencia de las cosas» de Cons-
tantin Brancusi llevó a la autora de regreso a la ciudad de Salónica, también llamada «la Madre de Israel».
Su tatarabuelo vivió en el barrio judío de la Salónica otomana, antes romana y bizantina, donde cristianos
ortodoxos, musulmanes, judíos y armenios convivieron durante siglos. Ella creció en Estambul, de donde
recuerda la lengua ladina y su doble identidad turca y judía. Fue en Estados Unidos donde la autora des-
cubrió la complejidad de la religión que determina su identidad, una religión en la que nunca había creído
ni había practicado. Finalmente, llegó a Jerusalén; desde entonces, ha entrado en contacto con palestinos
nacidos en Israel que no hablan hebreo. Como en las esculturas de Brancusi, la identidad de las personas
reside en la simplicidad de sus formas, en la esencia de sus movimientos, en su realidad.
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«Estoy sola en la ciudad de Nueva York pasando un
gran fin de semana», me repetía a mí misma. Pese
a mis tentativas de engañarme, mi visita a la ciudad
estaba resultando ser una decepción. El amigo al que
había ido a visitar no me había mostrado la clase de
hospitalidad que yo esperaba, dejándome sin más
opción que deambular a solas por la ciudad. Pero la
urbe me parecía distante y apartada. Sin un compa-
ñero, yo no podía formar parte de Nueva York.
De camino al Museo Guggenheim, vi unas pa-
lomas posadas en un semáforo. Por un momento me
proporcionaron consuelo: se parecían a las palomas
a las que daba de comer en las calles de Estambul,
la ciudad donde crecí.
La exposición del Guggenheim, «La esencia de
las cosas», presentaba la obra de un artista al que
yo no conocía: Constantin Brancusi.1 En el encalado
vestíbulo del museo se alzaba una sola escultura de
madera. Intenté descifrar qué mágica destreza ar-
tística había llevado aquella extraña escultura a tan
prestigioso lugar, pero a primera vista «La esencia
de las cosas» parecía sosa y aburrida. El nombre del
artista y su arcaico atractivo parecía ser el único
encanto de la exposición. Constantin. Quizás, pen-
sé, su nombre derive de Estambul, antaño conocida
también como Constantinopla.
Pero no había vuelta atrás; había pagado ya mi
entrada y no estaba dispuesta a dejar perder 12,50
dólares. Busqué la escalera espiral del museo y,
mientras ascendía por ella, Constantin me devolvió
a las ciudades de mi pasado.
Hace poco descubrí que mi tatarabuelo paterno
emigró de Salónica a Estambol2 hacia la segunda
mitad del siglo XIX. Su nombre era Moshe Aelion,
y eso es casi todo lo que sé de él.
En la época de Moshe, Salónica era una típica
ciudad otomana. Pero no tenía nada de corriente,
en el sentido en que utilizamos hoy el término
para aludir a las ciudades modernas. Cuando los
viajeros victorianos descendían de los buques de
vapor en el puerto de Salónica, se sentían a la vez
sorprendidos y horrorizados al verse recibidos
por hordas de judíos que hablaban una extraña
mezcla de lenguas que llamaban ladino. Aquellos
judíos de apariencia oriental cogían a los viajeros
y sus maletas y los llevaban por las estrechas calles
de Salónica hasta una posada de estilo occidental,
a fin de que pudieran sentirse como en casa en
aquella pintoresca ciudad. Mi tatarabuelo debía
de vivir en el barrio judío de Salónica, y debía
de encontrarse con frecuencia con los turistas que
viajaban al Levante mediterráneo.
Me resulta imposible entender los motivos
por los que Moshe Aelion abandonó la ciudad que
los judíos como él llamaban «la Madre de Israel».
Quizás su traslado estuvo motivado por cuestiones
financieras; quizás fue el encanto de la cosmopolita
capital otomana lo que atrajo a Moshe a Estambul.
Acaso tenía alma de trotamundos, y una mañana
llenó una pequeña maleta con ropa suficiente para
una semana, se puso un fez y se dirigió hacia el sur.
Fuera cual fuese la razón, su partida cambiaría la
futura identidad de la familia Aelion, desembocando
a la larga en mi nacimiento en el seno de una familia
judeoturca residente en Estambul. Dicha familia
hablaba turco y llevaba el apellido «Alyon», una
versión turquificada del original, recreada siguiendo
las reglas de la gramática turca.
La Salónica donde nació Moshe Aelion ya no
existe. El nacionalismo borró los 500 años de domi-
nio otomano de la faz de Salónica y, con ellos, todos
los recuerdos de Moshe.3 Pero todo esto no resulta
sorprendente: al fin y al cabo, la Salónica otomana de
Moshe fue una creación que siguió a la destrucción
de la ciudad bizantina que existió antes que ella, y
la Salónica bizantina, un resultado de la aniquila-
ción de la Salónica romana. Como escribieron dos
viajeros victorianos en el siglo XIX: «Todo lo que es
del período pagano ha sido bizantinizado, y todo lo
que era bizantino ha sido mahometanizado».4
1. La exposición «La esencia de las cosas», que presentaba la obra de Constantin Brancusi (1876-1957), se exhibió
en el Museo Guggenheim entre el 11 de junio y el 19 de septiembre de 2004. Véase http://pastexhibitions.guggenheim.org/
brancusi/index.html.
2. «Estambul» en ladino.
3. Mark Mazower, Salonica, City of Ghosts: Christians, Muslims and Jews 1430-1950, Londres, Harper Collins, 2004.
4. Georgena Mary Muir Mackenzie y Adeline Paulina Irby, Travels in the Slavonic Provinces of Turkey-in-Europe, Lon-
dres, Daldy, Isbister & Co, 1877.
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Pero Salónica está desorientada; vive ajena a su
omnipresente crisis de identidad. Al fin y al cabo, es
una ciudad moderna, una ciudad griega. Ya no re-
cuerda su vida anterior como Salónica, una floreciente
ciudad otomana donde coexistieron capas y capas de
identidades. Tampoco recuerda que sus habitantes
judíos la llamaban «la Madre de Israel», o cómo
cerraba de buen grado su puerto cada sábado por el
sabbat judío. Ha olvidado que antaño los judíos la
habían convertido en el centro cultural del judaísmo
sefardí. No puede recordar cómo los Jóvenes Turcos
se reunían en secreto en sus cafeterías para planear
el derrocamiento de Abdul Hamid II, o cómo los
sabateos, dönmeh o maaminim (creyentes) como se
denominaban a sí mismos, pronunciaban sus rezos
secretos antes de ser enviados junto con los musul-
manes de la ciudad a tierras extranjeras.5 Tampoco
recuerda cómo los cristianos ortodoxos, musulmanes,
judíos y armenios vivieron en sus respectivos barrios.
Durante siglos, estas comunidades habían convivido,
pero de forma separada: sin mezclarse, pero también
sin que se produjeran disputas serias entre ellos. Todo
esto ya no puede recordarlo, puesto que no queda
mucho que se lo recuerde. No está confusa, ya que
todo lo que hoy conoce es su identidad actual. Su
existencia pasada yace enterrada bajo edificios de
cemento y amplios bulevares, como si «la Madre de
Israel» nunca hubiera existido.
Yo crecí en una ciudad que sufría una crisis de
identidad similar: Estambul. De pequeña odiaba ir a
casa de mis abuelos. Allí todos los adultos gritaban en
ladino –mi abuelo tenía problemas de oído–, mientras
yo me quedaba sentada en un gran sofá sin entender
una palabra. Siempre salía de casa de mis abuelos con
dolor de cabeza por todo aquel galimatías. Ladino. La
lengua de los judíos españoles que abandonaron su
patria durante la Expulsión, que nunca renunciaron
a su lengua natal, sino que la enriquecieron (o co-
rrompieron) infundiéndole las lenguas de sus nuevas
patrias: turco, francés, hebreo... Ladino: una lengua
que hoy está condenada a muerte.6
¿Es el ladino siquiera una lengua por derecho
propio, o es simplemente castellano antiguo corrom-
pido por las lenguas de otros? «Una lengua inventada
es aquella que pertenece a quienes eluden la histo-
ria», dijo el escritor e intelectual turco Cemil Meriç;
es la voz «de una generación que perdió su memoria»
y «pertenece a quienes no tienen país».7 Dudo que
Meriç escribiera estas líneas pensando en el ladino,
ya que era un nacionalista conservador. Sin embargo,
los judeoturcos procedentes de la Expulsión española
no han tenido país y, de algún modo, tampoco han
eludido la historia. Mi abuela nunca me ha hablado
en su lengua materna; tampoco la habría entendido.
Nacida y criada en la República turca, me habla en
turco con un marcado acento ladino y, cuando se
emociona, las palabras en ladino fluyen de su boca
como mariposas apresadas que escapan de su jaula.
De joven sufrió las consecuencias de los programas
estatales que castigaban a quienes hablaban ladino
(o griego o armenio). «¡Vatanda, Türkçe Konu!»
[«¡Ciudadano, habla turco!»], exigían los auténticos
turcos.8 Así, se convirtió en inmigrante de su propio
país sin moverse ni un centímetro.
5. El intercambio forzoso de población entre los musulmanes de Grecia y los cristianos de Turquía se firmó en 1923 en
la Conferencia de Paz de Lausana. El intercambio de población consideraba a los dönmeh de Salónica «musulmanes»,
y pese a las demandas de exención dicha comunidad se vio sometida al intercambio. En un irónico giro del destino, los
judíos que se quedaron en la ciudad fueron exterminados por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Véase el trabajo
recientemente publicado sobre los dönmeh de Marc David Baer, que incluye un fascinante capítulo sobre la comunidad
sabatea de Salónica. Marc David Baer, The Dönme: Jewish Converts, Muslim Revolutionaries, and Secular Turks, Stanford,
Stanford University Press, 2010.
6. Hoy día casi todos los hablantes nativos de ladino tienen más de sesenta años. Mientras que los más entusiastas
conservacionistas del ladino organizan conferencias y se comunican online a través de grupos de Internet, sus hijos y nietos
no aprenden ni hablan esta lengua. Véase Tracy K. Harris, «The State of Ladino Today», European Judaism, vol. 44, n.º 1,
primavera 2011, pp. 51-61. Recientemente, European Judaism ha dedicado dos números a estudios sobre el ladino.
7. Cemil Meriç, «Arrows of Fate», Journal of Levantine Studies, 1, invierno 2011.
8. La campaña «¡Ciudadano, habla turco!», que se inició en 1928 y se prolongó a lo largo de toda la década de 1930,
movilizó a la opinión pública turca de cara a presionar a sus conciudadanos para que hablaran sólo turco, dirigiéndose
especialmente a las minorías no musulmanas. Por medio de tales iniciativas, el gobierno presionaba a los no turcos para
que se asimilaran y se convirtieran en «turcos». Puede verse un detallado análisis de la campaña «¡Ciudadano, habla
turco!» en Senem Aslan, «“Citizen, Speak Turkish!”: A Nation in the Making», Nationalism and Ethnic Politics, vol. 13,
n.º 2, 2007, pp. 245-272.
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Versión en español
Yo no hablo ninguna lengua inventada y, sin
embargo, es mi generación la que ha perdido la
memoria. Es mi generación la que ha matado el
ladino. Hoy, cuando voy a ver a mi abuela y le pido
que me hable de su niñez, las mariposas afloran de
sus labios y entiendo la mayor parte de lo que dice.
La entiendo porque en América aprendí español,
una lengua no «inventada».
Antes de que esta tercera capa, la americana,
quedara cosida a mi doble identidad como turca y
judía, luchaba por decidir si estas identidades dua-
les coexistían, como en la vela havdalah trenzada
de varias mechas que se enciende para marcar el
final del sabbat judío, o bien se rechazaban una a
otra separándose para siempre, como el Bósforo
separa Asia de Europa. Recuerdo los viernes por la
noche, cuando la voz profunda del imán penetraba
en nuestra sala de estar por una ventana abierta y
se mezclaba con la voz de mi abuelo salmodiando
el kiddush (el rezo del sabbat) en hebreo mien-
tras sostenía un vaso de vino. Irónicamente, él no
sabía ni una palabra de hebreo, y leía de un libro
de oraciones transliteradas y adaptadas al turco.
Aquella mesa de comedor sirvió a gentes de dos
épocas distintas. A diferencia de mis abuelos, que
conservaban la tradición salonicense de mante-
nerse separados de la población de la nación en la
que formaban una pequeña minoría, yo respondí
«no» cuando me preguntaron si había hecho ami-
gos judíos.
¿Acaso había escogido la vela? ¿Cómo podría ha-
berlo hecho, cuando, como hija de padres laicos, yo
ni siquiera tenía idea de que existiera algo llamado
«vela havdalah»? Había pasado toda mi niñez en
Turquía negándome a participar en ninguna ac-
tividad judía, ya fuera asistir a las reuniones del
club juvenil del centro comunitario judío o trabar
amistad con la «simpática hija» de los amigos de mis
padres. Sólo después de convertirme en judeoame-
ricana descubrí las complejidades de la religión que
conformaba mi identidad, una religión en la que no
creía ni practicaba.
Entonces, de algún modo, me encontré siendo
el miembro más activo del Club Multicultural
Judío de mi universidad estadounidense, esfor-
zándome en cocer hornos enteros de jahnun, un
manjar que nunca había probado. El jahnun es
un plato tradicional judío yemení hecho de masa
enrollada y cocida al horno a baja temperatura du-
rante una noche. Unos meses después de mi primer
contacto con el jahnun en Estados Unidos, llegué
a Jerusalén como estudiante de intercambio en la
Escuela Internacional de la Universidad Hebrea.
En Jerusalén podía comprar jahnun congelado en
el colmado de la esquina listo para calentar en el
microondas. En Jerusalén, el judaísmo estaba dis-
ponible empaquetado y listo para llevar. El jahnun
es judío y yo también lo era; pero ¿era el jahnun
algo mío, era mi cultura?
Al repasar mis primeros días en Jerusalén, lo
único que recuerdo es la frase shabbat shalom.
Tenía un efecto visceral en mí; las ondas sonoras
de aquellos shabbat shalom pronunciados en voz
alta viajaban por mis huesos y me llegaban a las
entrañas. Allá en Estambul, mis abuelos solían pro-
nunciar estas dos palabras durante las cenas de los
viernes. Después del kiddush, los miembros de la
familia se besaban unos a otros y se decían shabbat
shalom. Por entonces el significado de este ritual
resultaba desconocido para mí. Pero en Jerusalén la
gente empezaba a decir shabbat shalom los jueves, y
seguía repitiéndolo durante todo el fin de semana.
El taxista, la mujer del supermercado, mi profesor
de hebreo, el hombre que tocaba el violín en la calle
al agradecerme el shéquel que le había echado en la
caja... todos decían shabbat shalom. Y yo respondía
lo mismo.
La ciudad de Jerusalén –una ciudad extraña,
¡pero tan familiar...!– me recordaba a Estambul
debido a su yuxtaposición de lo moderno con lo
antiguo, ambos elementos tan entremezclados que
no podían separarse. Pasé muchas tardes deam-
bulando en torno a la Ciudad Vieja, charlando
con tenderos, bebiendo kafe turki en restaurantes
familiares con vistas a la Cúpula de la Roca. La
Ciudad Vieja de Jerusalén se divide en cuatro
barrios: judío, musulmán, cristiano y armenio.
Dichos barrios no están divididos físicamente con
muros como los que separan la Ciudad Vieja de la
Jerusalén moderna, sino que son los habitantes de
cada uno de ellos quienes marcan la separación.
En cierto modo, esta ciudad arcaica ha conservado
la tradición otomana de mantenerse juntos pero
separados. Incluso fuera de los muros de la Ciudad
Vieja construidos por el sultán Solimán el Magní-
fico, los judíos ultraortodoxos de Mea Shearim no
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se mezclan con quienes llevan una vida secular, y
los anglosajones prefieren instalarse en vecindarios
como la Colonia Alemana, donde es más probable
que uno oiga hablar en inglés que en hebreo. Aun-
que los barrios árabes parezcan estar a kilómetros
de distancia de la Jerusalén judía, ambos están
unidos en un trágico avatar.
Parte de mi experiencia en Jerusalén incluyó
el ulpán, escuela donde se imparten clases inten-
sivas de hebreo. Estudié en una clase ecléctica con
estadounidenses que habían venido a Israel por un
año, unos pocos sudamericanos y rusos que habían
emigrado a Israel de forma permanente, y tres
árabe-israelíes. Los dos rusos siempre se sentaban
juntos; el argentino lo hacía al lado del colombiano;
los tres árabes ocupaban su propio pequeño rincón,
y los norteamericanos se repartían por toda el aula,
dominando las clases con su marcado acento.
Hablé con los palestinos todo lo que pude con
mi rudimentario hebreo. Cuando se enteraban de
que yo era turca, me preguntaban con vehemencia
si era musulmana. Ante su visible decepción, yo
les respondía que era judía. Sin embargo, eso no
impidió que siguiéramos manteniendo agradables
conversaciones a lo largo de todo el curso. Todos ellos
habían nacido en Jerusalén y estaban aprendiendo
hebreo para poder estudiar en la universidad. Me
sentí confundida. ¿Cómo es que no hablaban hebreo,
si habían nacido y se habían criado en Israel? La en-
señanza secundaria de Ibrahim había sido en árabe.
El hebreo sólo se enseñaba durante dos cursos, una
hora a la semana, y él apenas se había presentado
en clase porque no quería aprender la lengua del
país al que despreciaba. Me dijo que luego había
lamentado aquella decisión.
Ibrahim me recordó a un profesor de literatura
comparada de mi universidad, allá en Estados Uni-
dos, al que llamaré profesor Woodhead. Era asesor
de Estudios sobre Oriente Próximo, una de mis
asignaturas en la universidad, y mientras asistía a
sus clases sobre Las mil y una noches había estado
contemplando la posibilidad de ir a estudiar a Is-
rael. Había muchas opciones para los estudiantes
extranjeros en Israel: podía estudiar en Tel Aviv,
Beerseba o Jerusalén. Así que acudí a su despacho
a pedirle consejo.
Sentada ante su escritorio, le hablé de mi deseo
de seguir aprendiendo hebreo y empezar a aprender
árabe. Su primera respuesta fue decirme lo difícil
que era aprender árabe, «una tarea de toda una vida»
para la que yo no era una candidata adecuada. Tras
asegurarle que era consciente de la dificultad del
árabe, él sintió la necesidad de preguntarme: «¿Ya
sabe que yo no soy judío?». ¿Por qué le pedía consejo?
Cogida por sorpresa, le respondí que le consultaba
por ser mi profesor, no porque no fuera judío, lo que
de hecho ya sabía.
El profesor Woodhead se sintió incómodo por mi
respuesta lógica a su pregunta tan poco profesional
y masculló algo sobre las distintas universidades de
Israel. Luego declaró que Jerusalén era «demasiado
peligroso» y prosiguió diciendo: «En cualquier caso,
la única ocasión en la que tendrá algún contacto con
los palestinos será cuando le limpien los lavabos».
Ante este comentario, que parecía más bien un
ataque personal, yo no respondí nada. Quizás fue
la actitud de dicho profesor la que me hizo escoger
Jerusalén.
Dejé Jerusalén más perdida, más confusa, y
sintiéndome aún más lejos de alcanzar mi esencia.
El jahnun, el kafe turki, Ibrahim, el profesor Wood-
head... todo ello se mezclaba en mi cabeza en un
revoltijo, y no podía sacar nada en claro. Antes de
que tuviera tiempo de reordenar mis pensamientos
se inició mi último año de universidad. Un tranquilo
día de otoño en Nueva Inglaterra llevé a un turista
al Museo de Arte de la Escuela de Diseño de Rho-
de Island. La obra Mujer lavándose en la fuente
(1874), de Jean-Léon Gérôme, cautivó mi atención.
Es una representación típicamente orientalista de
una mujer desnuda lavándose en un «baño turco».
Mientras la luz procedente de una ventana invisi-
ble ilumina su cuerpo suave, otra mujer –envuelta
en negros ropajes que dan la impresión de que no
tuviera piel alguna– proporciona el contraste que
a menudo se encuentra en las pinturas de Gérôme.
Dos mujeres orientales: una de piel tersa, tez oscura
y exóticamente voluptuosa, y la otra cubierta con
su turbante y arrodillada del modo en que lo hacen
las mujeres orientales cuando realizan primitivas
tareas domésticas.
No sé si Gérôme estuvo alguna vez en Salónica,
pero sí que hizo varios viajes por todo el Levante
mediterráneo y llegó a ser conocido como uno de
los más destacados pintores orientalistas de Euro-
pa. Pintaba siguiendo un estilo que Edward Said
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Versión en español
señalaría como ejemplo de orientalismo.9 En cierta
medida yo coincidía con Said: Occidente, en un
esfuerzo por colonizar, explotar y dominar Oriente,
trató de «estudiar» las tierras, lenguas, culturas y
tradiciones orientales, acentuando su exotismo, su
primitivismo y su bárbaro despotismo. Al «descu-
brir» el despotismo de Oriente, los eruditos habían
justificado su propio imperialismo.
Pero el aire de simplicidad que impregna la teoría
dicotómica de Said, que traza una clara línea divisoria
entre Oriente y Occidente, me molestaba. Si Israel
es la colonia de los judíos occidentales que explotan
ilegalmente a los palestinos, como argumentaría Said,
entonces ¿yo era la judeoamericana «occidental» a la
que supuestamente había lavado el cerebro la propa-
ganda sionista, o era la descendiente de aquel hebreo
salonicense al que el viajero europeo decimonónico
orientalizó de manera tan ignorante?
Han pasado años desde aquel solitario paseo
por Nueva York. Hoy, una réplica de La musa de
Brancusi que compré aquel día en el Guggenheim
ocupa un lugar permanente junto al espejo de mi
dormitorio. Las vetas originales del mármol que
cinceló Brancusi para crear el rostro de la mujer
meditabunda se hallan en tal armonía con la forma
que le dio su creador que la piedra es una con su
arte. No tiene ojos, sólo unas cejas simétricamente
alineadas que se unen para formar la nariz, y una
leve sonrisa que asegura su paz de espíritu. No son
los detalles ausentes de sus rasgos faciales los que
crean su personalidad, sino su cráneo liso, oval y
casi perfecto. Ella es «la musa». Pero ¿a quién está
inspirando de manera tan intensa?
«En el arte, la simplicidad no es un fin, sino
que por lo general llegamos a la simplicidad
cuando nos aproximamos al verdadero sentido de
las cosas», escribió Brancusi.10 Él no esculpió La
musa de la manera más simple posible, sino que
llegó a su simplicidad como resultado de repre-
sentar su existencia más fundamental, buscando
su esencia.
La escultura de un pez de Brancusi es simple-
mente una forma oval con extremos lisos, como
narices. «Cuando ves un pez no piensas en sus
escamas, ¿verdad? Piensas en su velocidad, en
su cuerpo flotante y destellante visto a través
del agua... Si yo hiciera aletas, ojos y escamas,
detendría su movimiento y te captaría mediante
un patrón, o una forma de realidad. Pero yo sólo
quiero el destello de su espíritu».11 Es mucho más
fácil para los seres humanos encontrar la esencia
en aquello de lo que estamos separados. Una cosa
es identificar y captar la esencia de un pez, y otra
encontrar la propia esencia. Si la esencia de un pez
está en el espíritu de su movimiento, ¿dónde bus-
caremos la de una persona? ¿Hacia dónde miraré
para encontrar mi esencia?
No tengo una respuesta. Pero a veces, cuando
cierro los ojos, me veo a mí misma como el conjunto
de las vidas que he buscado en ciudades antiguas,
veo todos los viajes aún no emprendidos por sus
calles y todos los edificios destruidos y reconstrui-
dos, las lenguas habladas y olvidadas, los nombres
renombrados y las historias inventadas, borradas y
reinventadas. En ese momento, como en un destello,
veo su esencia. Ellas son la Musa.
9. Said define el orientalismo como «un estilo de pensamiento basado en la distinción ontológica y epistemológica entre
“Oriente” y (casi siempre) “Occidente”». Véase Edward Said, Orientalismo, Barcelona, Debate, 2002.
10. Carolyn Lanchner, Constantin Brancusi, Nueva York, The Museum of Modern Art, 2010.
11. Ibid., p. 34.
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