martes, 24 de mayo de 2016

El ballet de la bruja y el inquisidor, Julio Caro Baroja - Biblioteca Gonzalo de Berceo

El ballet de la bruja y el inquisidor, Julio Caro Baroja - Biblioteca Gonzalo de Berceo



Las viejas quitan la escoba de las manos á las que tienen buenos vigotes;las dan lecciones de volar por el mundo, metiendolas por primera vez, aunque sea un palo de escoba entre las piernas.(Manuscrito de la Biblioteca Nacional)
 

el ballet del 

inquisidor y la bruja



Julio Caro Baroja  
   
 Si
hay alguien al que en España le persiguen las brujas todavía, ese
alguien es un servidor de ustedes. Porque una vez cada trimestre, según
cálculo veraz, se me presentan en casa exigiéndome
toda clase de tributos: conferencias. artículos, ponencias. Porque,
eso sí, vivimos en un mundo tan solemnemente burocrático y hasta
«científico», que una bruja puede ser objeto de una ponencia. También de
un «Iogos». He aquí la «Brujología» como muestra. Es
inútil que diga a voces y proclame que no creo en el poder de las
brujas. Las brujas se me presentan en persona para pedirme hasta
prólogos para sus obras.

¡Linda maestra!
Dibujo
preparatorio, sueño
4.
Tinta de bugallas a pluma.
Goya,
Museo del Prado. Madrid.


   

  
Por otra parte, también he de admitir que durante mi vida he tratado o por lo menos sufrido, a varios
inquisidores a la moderna. No todos hispánicos y católicos. sino también nobles representantes


de las razas nórdicas o de la raza de Israel, los cuales han fiscalizado mis escritos y hasta mis actos, con poca benevolencia.

   Paciencia, pues, y sigamos con el trato de la bruja y el inquisidor.
Al fin y al cabo, peor es tratar con otras gentes que el lector puede
adivinar fácilmente quiénes son. ¿Es mejor un contratista de grandes
obras o un arquitecto de casas baratas
o un capitalista con dinero en Suiza que un inquisidor que se paseara
tranquilamente con otros letrados por los alrededores de una ciudad
antigua y de vez en cuando mandara pegar cien azotes a una bruja? Desde
luego que no.

  Soñando con mis papelotes a un lado y unos discos de «ballet» a otro
he pensado que si tuviera talento y conocimientos musicales, lo cual me
falta en absoluto, podría componer un «ballet» que se llamara «El
inquisidor y la bruja
»,
para hacer competencia a los que los han metido en las tablas en forma,
a mi juicio, excesivamente dialéctica y sin ir al meollo de la
cuestión.








Dos personajes en busca de autor







   Relación viejísima,
estructural y funcionalmente considerada. Porque el juez es igual a si
mismo a lo largo de los tiempos y la mujer acusada aún más, si cabe. La
mujer, aparte de «otros excesos» como el de volar, por el que dicen que
condenaron en cierta ocasión a una monja reverenda, da bebedizos de
amor, provoca el desamor, mata niños, arruina haciendas, causa
naufragios, pedriscos, metamorfosis. El juez la juzga.

  ¿Desde cuándo?

   Un amable magistrado del Parlamento de Burdeos, que a comienzos del
siglo XVII
achicharró a una porción de brujas y brujos en el dulce país vecino al
mío del Labourd, publicó en 1612 un grueso tomo recogiendo sus
experiencias como tal achicharrador. El
libro lleva de lema una prescripción del Éxodo, capítulo veintidós, versículo
dieciocho, que, en la versión española de Cipriano de Valera, se traduce así: «A la hechicera no dejarás que viva». El
Éxodo es un libro compuesto de partes muy distintas entre sí, que abarca la historia de los israelitas en la
época de los grandes movimientos. Sea la que sea la fecha en que se compiló y fijó su texto, resulta claro que de

él arrancará todo lo que puede decirse de la hechicera o la bruja ante el inquisidor
o el juez laico en los países cristianos. La ley rotunda, breve, queda ampliada en el Deuteronomio (XVIII, 11-12).








Hechiceras romanas







  Pero el oficio de inquirir, de
averiguar si en la propia sociedad se dan delitos contra la religión
establecida, sacrilegios, hechizos y otros actos similares que deben ser castigados, se encuentra, claro es, fuera del
Judaísmo y fuera del Cristianismo en sus distintas ramas.

  Un ejemplo típico de «acción judicial» de esta clase es el que podría
llamarse «affaire» de las Bacanales, en Roma, precedido y seguido por
otros dos grandes procesos en que las mujeres hicieron el gasto.

  En efecto, en el año 33 a. de C. se habían producido muchas muertes en
Roma. Todas con los mismos síntomas y entre gente importante: muchos
magistrados.
En cambio, las mujeres aparecían libres de aquella especie rara de plaga
o
peste. He aquí que una mujer, humilde criada o sierva, va a ver al edil
curul y
le promete revelar la causa del mal a condición de que se le perdone.
El  Senado acepta la condición y la mujer, ante una comisión, manifiesta
que todo el mal es debido a unas matronas que preparaban cocciones
venenosas, drogas y ponzoñas que tenían escondidas. Descubiertas las
maléficas, se les obligó a beber aquellas pociones y murieron. La
culpabilidad de las primeramente denunciadas quedó clara y de grupo en
grupo se


llegó a condenar hasta setenta. Cuenta esto Tito Livio con excesiva
sobriedad de detalles. Entre los modernos, unos aceptan la realidad de
los crímenes. Otros, la niegan. Casi lo de menos es si el hecho es
cierto o no. Lo de más es que nos pone:

  1.º Ante una mujer humilde, denunciante.

  2.º Ante uno o varios magistrados que investigan y juzgan.

  3.º Ante unas mujeres, importantes, acusadas, convictas, confesas y condenadas,
según las leyes vigentes. Estas mujeres envenenadoras serían también hechiceras,
según la opinión extendida, desde la misma antigüedad clásica. Dejemos los arquetipos a un lado.

   El caso es que en el 180 a. de C. hubo otro asunto parecido.
Enfermedades de hombres, muerte de patricios, acusación



de mujeres, juicio y condena. A estos dos hay que asociar, pero sólo
desde un especial punto de vista, el referido asunto de las Bacanales;
porque el mismo Tito
Livio dice que la encuesta, abierta el año 186 a. de C., también empezó a
causa de las denuncias de una mujer mal afamada, la cortesana Hispala,
que hizo ciertas confidencias acerca de iniciaciones en que participó de
joven, al cónsul Postumio.
Las confidencias están llenas de detalles sobre horrores que se
atribuían a mujeres y hombres de las mejores familias de Roma, en orgías
que celebraban en honor a Baco. La encuesta sirvió para acusar hasta
siete mil secuaces de la secta religiosa de origen
extranjero. Una ola de denuncias sucedió a otra. Los acusados eran
juzgados rápidamente.

  En este caso, es sobre todo el mecanismo del procedimiento el que
interesa. Volvemos a encontrar a la delatora, al magistrado, a los
acusados, sobre todo, mujeres, amenazando el orden de modo peculiar. Lo
religioso prima.








Los efectos del bulo







  El lector puede
establecer por su cuenta la conexión que pueden tener estos
hechos con lo que en castellano se llama «bulo», que es una clase muy
especial de noticia falsa, con efectos graves. Algunos etimologistas nos
dicen que «bulo» viene de «bulla» y que, por lo tanto, se relaciona con
bola. Otros niegan la conexión. En cualquier caso, de la simple «bola»
al «bulo», hay una distancia bastante grande. Porque la «bola» supone
una acción individual que produce risa y descrédito desde el primer
momento. El «bulo», en cambio, es un acto colectivo. En su difusión,
participan muchas clases de gentes y se puede estudiar en sociedades muy
diversas.

  Los niños, en las escuelas, fabrican ya bulos alarmantes sobre
exámenes que han de ocurrir en condiciones que asustan. Las comadres en
los mercados también los elaboran. Cuando hay un momento de tensión
política o religiosa el bulo domina sobre multitudes. Durante la
República todos oímos hablar de ciertos caramelos envenenados que
produjeron irritación popular y nuestros bisabuelos hubieron de oír los
bulos que corrieron cuando el cólera de 1834. Se envenenan
las aguas, se produce la muerte de inocentes. Los responsables son
gentes odiadas: los beatos, en un momento, los jesuitas, en otro; en
otro, los masones, los judíos, en fin. A lo largo de la historia de
Europa este triste bulo de los envenenamientos ha producido terrores
parecidos.

  Pero lo grave es que la gente de autoridad le dé crédito y se planteen
situaciones como la que se dio en Milán el verano de 1630, cuando la
peste famosa. Manzoni
en «I Promessi Sposi», dio una descripción dramática de la situación
que, en general, parece que está de acuerdo con lo que los eruditos
italianos han averiguado sobre el asunto. En 1937 Fausto Nicolini
publicó un estudio comparando el texto novelesco con ciertos documentos.
En 1975, Luigi Ferrarino ha publicado varios documentos españoles que
perfilan nuestro conocimiento del caso.

  La peste va unida a muertes y traiciones sin castigo... pero sobre
todo a «ungüentos envenenados y polvos de la misma calidad que en pocas
horas hacen morir a las personas». Hay, sin duda, una conjura y a ella
pertenecen los «untori»
que renegaban de Dios, se convertían en bestias y entraban donde no
pueden
entrar hombres. « Todo se hace por parte del Demonio». Además, se dice
que los
convictos y confesos mediante el modernísimo sistema del tormento decían
haber recibido grandes cantidades de dinero por «sembrar los polvos y
untar los lugares más comunes del comercio».

  Un comisario y un barbero fueron los



principales acusados. He aquí al señor inquisidor actuando. He aquí la
receta mágica para producir la peste: «cuerpos de hombres, niños de
leche, apestados vivos puestos a hervir en una caldera...» Sierpes
también, claro es. Los polvos así confeccionados se soplaban con ciertas
cañitas sobre tiendas, iglesias, confesonarios. La gente moría. Las
ollas se repartían, se vendían. Se complicó a mercaderes, caballeros de
San Juan, canónigos, curas, frailes: todos «untadores». Tales cosas dice
la relación de un hombre espantado. Otras se ajustan a las mismas
convicciones. En una carta del 31 de agosto se cuenta cómo el Cardenal
Borromeo y el Inquisidor Mayor, por orden de Su Santidad, «citaron
personalmente al diablo» para que aclarara la situación. Las estantiguas
corrían por el cielo. El diablo dio la fecha de San Miguel para
responder sobre el remedio...

  Mientras tanto se instruyen causas, se sentencia, se mata de modo
cruel a los acusados que aceptan su papel en casos. En casos se niegan a
reconocer nada, lo cual se considera también como signo evidente de
culpa.

  Si en la historia hay un «bulo» que haya producido errores famosos es
este que produjo la peste de Milán en momentos de tensiones políticas
gravísimas.






Dios y el César







  Religión y Política
mezcladas. Los intereses de Dios y los del César juntos. El bulo
haciendo estragos. Jueces actuando. En la Roma republicana lo mismo que
en Milán dependiente de Felipe IV y
de su valido el Conde Duque.
  Parémonos a reflexionar un poco acerca
de lo contado y preguntemos en primer término: ¿Qué clase de juez es el
que puede actuar en estos casos? De un lado, se puede pensar que se
trata de un hombre de fe estrecha para el que el poder del Mal, queda
expresado en un dios extranjero o maligno (los paganos aceptaban la
existencia de dioses con malignidad) o en el diablo. De otro, que es un
burócrata o alto funcionario sombrío y ordenancista, como hay muchos,
que cree en la represión por principio. Incluso sin creer demasiado ni
en Dios, ni en el Diablo; o creyendo más en el segundo que en el
primero.


  

¿Cómo se ejerce la Justicia
entonces? Aceptando todo lo que pueda suponer culpa, lo que pueda
considerarse objeto de castigo y represión, como «realmente ocurrido» y
establecido. Si canta el reo en el tormento todo va sobre ruedas. Si no
canta. iAh! iPor algo será! jY qué decir de los testigos! Todos valen.
Mujeres histéricas, niños aterrorizados, hombres de mala voluntad. Toda
clase de odios, resentimientos, miedos, pasiones oscuras, valen para
formar un juicio.

  Si, sobre esto, el juez es un poco pedante y letrado (cosas que van
muy bien juntas) puede acogerse a las leyes antiguas, expresión de la
mayor pureza. Si hasta Platón decía que había que castigar el abuso de
la Magia, podían invocarse
altísimas autoridades para castigar . Pero en el mundo cristiano, las
leyes represivas arrancan del «Éxodo» y llegan a los códigos de Teodosio
y Justiniano, para pasar luego a otras colecciones.

  Esto pesa más, claro es, que las burlas e ironías de los escépticos o
satíricos. Gravedad, ante todo... Mas en esto de la gravedad también hay
su quid. Cierto Lord inglés que se distinguió por su perspicacia, dijo
en forma de sentencia que la gravedad es un signo de impostura. Es
decir, no todos los hombres graves son impostores, pero sí muchos
impostores son hombres graves. Al que le parezca escandalosa esta
proposición le recomiendo que recuerde los textos evangélicos acerca de
los fariseos.

  No se trata ahora de determinar la calidad intrínseca de los de la
secta: sí de fijar el arquetipo de los «separatistas» que fundan la
separación en su propia superioridad haciendo de los formalismos
religiosos, de ritos nimios, de ademanes y apariencias, los elementos
básicos
de la Religión para producir efecto sobre el pueblo. Los cristianos que
han
aceptado el término «fariseísmo» para expresar el tipo más repulsivo de
hipocresía, también han usado por estas tierras
de la palabra «santón» : un falso santo, fuera del Cristianismo. Un
hombre
hipócrita que aparenta santidad, dentro de él. Un hombre con poder
también sobre
grupos algo atontados o fanáticos. ¿Cuántos magistrados, cuántos jueces,
cuántos
inquisidores han sido representantes de un poder farisaico,
«separatista», de una piedad sospechosa, de una beatería endomingada y
perversa?

   La cuenta está por hacer. Pero la distinción entre el fanático de
verdad y el falso fanático, ya está planteada desde la época de Jesús,
víctima de unos hombres de leyes.






Sociedad medieval y magia







  Pero volvamos a nuestros jueces e inquisidores, en trance de juzgar a gentes humildes y acusadas de especiales delitos.

  Es evidente que cuando se trata de los de Magia. la sociedad cristiana
medieval
recogió no sólo el espíritu y la letra de las leyes judaicas, sino que
también aceptó lo que se prescribía en el Derecho Romano y en el Derecho
germánico de origen no cristiano. Es evidente también que los jueces
civiles durante largo tiempo estuvieron más apegados a leyes tajantes
que los eclesiásticos, por una razón sabida. Cuando los Padres de la
Iglesia tuvieron que luchar con los paganos y sus creencias, utilizaron
gran parte del arsenal de los filósofos y escritores griegos y romanos
que les habían combatido o aún combatían, como vulgaridades propias de
gente del común, fábulas ridículas, prescripciones grotescas e
inmorales.

  En esta condena, de una manera más o menos equívoca, queda incluida la
Magia, objeto de burlas de hombres como Petronio, Luciano y otros. Y en
un momento determinado, un gran padre cristiano, nada menos que San
Agustín, llega a decir que algunos de los actos más populares y
corrientemente atribuidos a las brujas o hechiceras eran debidos a que
estas mismas padecían ensueños, durante los cuales creían actuar.

   La teoría del ensueño fue conocida por los teólogos medievales y tuvo
partidarios siempre frente a los que seguían una tesis realista,
radical, entre los que quedaron muchos magistrados civiles. Hay que
reconocer que esta doctrina se refiere a una parte tan sólo de lo que se
considera delitos de Magia.
Dígase lo que se haya dicho en torno a la naturaleza y orígenes del
llamado «pensamiento
mágico», éste es mucho más vario y fluido de lo que dan a entender
algunos teorizantes. Pero la cuestión, ahora, es subrayar que siempre
hay algo de equívoco al considerarlo.

   Por otra parte, en la praxis de los jueces civiles durante mucho
tiempo se aceptaron procedimientos que pueden considerarse mágicos para
averiguar si eran ciertos o no los mismos delitos de Magia: porque no
puede pensarse que sean otra cosa las «ordalías» o «salvas» de agua
hirviendo, hierro candente, etc., que fueron condenadas por hombres de


Iglesia de épocas distintas, incluyendo con ellas el duelo y el
«Judicium Dei», en general. Así pues, en ningún caso el juez, civil o
eclesiástico, ha estado menos «centrado» que cuando se trata de juzgar a
magos, hechiceros, brujas de alto copete o de poca importancia en la
sociedad. Porque tratándose de otros asuntos, las leyes, sus leyes, eran
clarísimas.
Tratándose de Magia hay desde textos de graves escritores cristianos que
se
burlan de creencias tales como los vuelos de las viejas parleras y
malfamadas, a disposiciones severísimas contra las mismas. Desde Juana
de Arco, acusada de trato con el Diablo y quemada por ello, a la vieja
beoda, objeto de burlas y chascarrillos, hay toda una escala de mujeres
que se encuentran, siempre, en un momento de su vida, ante el mismo
personaje semirreligioso, semipolítico (o policía), que las ha de juzgar
.






Brujería y crisis política

  No es fácil
imaginarse un proceso por Brujería o Magia dentro de un contexto
inteligible para nosotros. Porque, por ejemplo, en España, los
abundantísimos legajos que se conocen, con causas de los siglos XVI,
XVII y XVIII, se extienden de modo mayor o menor en contar detalles.
Pero ni podemos decir gran cosa del carácter de los jueces ni tampoco se
reconstruye del todo el de las acusadas. Son casi siempre los testigos
los que hacen el mayor gasto.

   Por otro lado, cuando un inquisidor aparece muy destacadamente por
presentar ciertos rasgos de credulidad, se convierte en una especie de
fantoche: o de personaje de «ballet
»,
precisamente. Recordemos, por vía de ejemplo, aquél ante el cual, con
su escribano y sus oficiales presentes, voló una bruja navarra en
tiempos de Carlos V y del que hablan relaciones de la época y la misma
historia del Emperador, escrita por Fray Prudencio de Sandoval. Vuelen
enhorabuena las brujas ante notario para satisfacción de los ocultistas y
otras gentes que con exceso se dan en estos tiempos. Pero recordemos en
las circunstancias en que vuelan; de honda crisis política también, a
veces.

   En contraste con este caso y con algunos otros de los que luego se
hablará,
hay que reconocer que la Inquisición española en general y los
inquisidores en
particular, no se dejan llevar o arrastrar siempre de «lo que se dice» y
que suelen tener que frenar al pueblo alborotado y a algunas
autoridades civiles, también sobreexcitadas.

  El asunto es largo y complejo. Sobre todo es complejo cuando se
trata de casos de lo que se puede llamar «Brujería colectiva», muy
distintos a los de otros tipos de Magia.




 

Diablo omnipresente

  En cualquier
ciudad o pueblo de la península, allá por los siglos XVI y XVII, se
dieron causas contra mujeres y hombres malfamados, tenidos por
hechiceros que, aplicando técnicas distintas ( «malas artes» ), creían
entrar en relación, de forma más o menos explícita, con el Diablo.

   El Diablo anda por todas partes, según es bien sabido: pero las
mujeres se entienden con él para satisfacer sus pasiones y odios,
amorosos en gran parte, o para ganar dinero, vendiendo sus conocimientos
mágicos a otras mujeres y


hombres que también están dominados por la pasión, pero que se
consideran ignorantes.

  Volvemos a los arquetipos. Circe, mujer seductora por sí misma, es
hechicera. Medea, mujer violenta y frustrada en su amor, es hechicera.
Canidia, terrible, es hechicera. Todas con propios fines. Pero aparecen
además las viejas, sin ilusión erótica propia, que trabajan para otros.
Ya salen en los costumbristas griegos y latinos, en los poetas eróticos.
Y he aquí que pasados siglos, los modelos son los mismos para
dramaturgos y

novelistas. Para los inquisidores también. Porque, en efecto, aquí está
el
proceso contra una dama más o menos bien situada y enloquecida de amor.
Aquí el
de la mujer lujuriosa, violenta, entrada en años, que no se resigna a la

renuncia, así como así. Aquí, por fin, el de la Celestina: alcahueta,
perfumista, vendedora de aderezos femeniles y sobre esto, hechicera:
fabricante de filtros de amor o desamor, conocedora de conjuros en que
saldrán desde los príncipes del Infierno
al «Diablo cojuelo». El señor inquisidor en su tétrico despacho de
Toledo, de Cuenca, de Valladolid, o cualquier otra ciudad, tendrá que
interrogarlas, llamar a testigos, deliberar, sentenciar .

  Si se piensa que casi todas salen convictas y confesas de haber tenido
tratos muy familiares con el Demonio y de haber cometido una serie de
feas fechorías,
parece que la pena común de auto o autillo con coroza, paseo en asno por
las
calles de la ciudad, cien azotes y alguna penitencia más, no es muy
grave. Más
si se considera también a qué penas estaban expuestos aquellos que por
la misma
época y creyendo en Díos, tenían acerca de El ideas un poco diferentes a
los señores del Santo Oficio y otros teólogos.

  Tal vez, en un caso, el inquisidor actúa como juez de costumbres y
castiga como tal, mientras que en el otro actúa como juez de ideas y ya
se sabe que con las ideas no hay que jugar. Una cosa son las mujeres y
los mozos enamorados y otra los herejes. Con éstos, toda dureza es poca.
Pero, leyendo a Fernando de Rojas, a Cervantes, a Lope, a otros autores
de los siglos XVI y XVII,
puede uno llegar a preguntarse hasta dónde no hay algo de impostura o de
fariseísmo en la manera de actuar de estos jueces, doctos y sesudos,
que ven al que hace pactos diabólicos más tranquilamente que al que
invoca al Dios de Israel o piensa que en Roma hay muchos abusos.






Brujería colectiva

  La «praxis»
resulta más complicada cuando se trata de procesos de lo que pudiéramos
llamar «Brujería colectiva», es decir, de aquéllos en que quedan
acusadas muchas personas a la vez, por haber ido al aquelarre o sabbat,
haber adorado al Demonio, haber cometido mil fechorías sobre hombres,
animales,
haciendas, provocando muertes y enfermedades, tempestades, pérdidas de
cosechas. Todo lo malo que se pueda imaginar y en sociedad o asociación.

  Estos procesos se dieron en muy distintas partes de la Europa
medieval. Es complicado seguir los pasos a la acción de la justicia,
simultáneamente, pero no cabe duda de que en los Pirineos hay un viejo
foco de
acción y que, en la Península, donde más abundan es en las provincias
Vascongadas y Navarra, aunque no falten en otras partes. En todo caso,
los rumores básicos se fundan en tradiciones muy viejas y extendidas
acerca de la existencia de conventículos de
brujas que, en cada país, tienen un lugar famoso. Fuera de las áreas
referidas, Cernégula, Barahona, Gallocanta, etc. Lo mismo se darán en
tierras germánicas lejanas. Mas la tradición se convierte en terrible
realidad cuando, a lo largo de los siglos XIV y XV, se mata a mansalva a
los acusados de haber adorado al Demonio en conventículos tales y no
sólo esto sino que también se
escriben manuales enderezados a facili
tar el trabajo a los jueces. Descollará
entre estos manuales el «Malleus maleficarum
», compuesto por dos dominicos alemanes.

  Los horrores producidos por la especie de locura teológica que se da, sobre todo, a raíz de la bula «Summis .desiderantes
» de Inocencio VIII (5 de diciembre de 1484), han sido contados mil veces.

  En pleno Renacimiento, en época de papas letrados y aun tenidos por
algo escépticos y paganizantes,
se repitieron los actos de terror que, en principio, -fuerza es
confesarlo- se justificaron en libros de hombres muy eruditos en letras
sagradas y profanas, los cuales no sólo conocían las leyes viejas, sino
también los textos griegos y latinos que podían apoyar la creencia en la
acción real de brujas y hechiceras. En ningún caso parece más cierta la
sentencia de Heráclito de que aprender mucho no hace fuerte a la
inteligencia, como al leer aquellos libros abominables.

  Como coronación archierudita de tal literatura podría ponerse el libro
de Martín
del Río con sus disquisiciones mágicas; pero hay otros anteriores,
igualmente detestables en espíritu, como el de Bodin y algunos
posteriores, como los de De Lancre: los dos, hombres civiles. Como
civiles, también actuaron una serie de magistrados de Francia, Alemania,
Inglaterra, católicos y protestantes, que dejaron triste memoria.



Actitud de los inquisidores

  La literatura en
lengua castellana no es de las más descomedidas y, a lo largo de los
siglos, hay
teólogos que defienden la vieja tesis del ensueño: esto, en pleno siglo
XV, en pleno siglo XVI. El parecer de los inquisidores es vario. En unos
momentos, hay procesos en que se acepta la doctrina de la realidad.
Esto ocurre, por ejemplo, en Navarra, poco después de que las tropas de
Carlos V


entraran en el antiguo reino. También cuando en tiempo de Felipe III se
celebraba
el escandaloso auto de fe de Logroño del que corrió una relación que
produjo estupor. Pero, en otros casos que se dan escalonados, parece que
los inquisidores procuran frenar las pasiones populares e incluso la
acción de señores rurales, corregidores y otras autoridades, lanzadas a
administrar justicia por su cuenta. Pase el negocio por donde tiene que
pasar. Mucho papeleo. Mucha deliberación. Consultas a la Suprema. Al
final incluso, sobreseimientos o silencios.

  No nos imaginemos, pues, grandes hogueras con brujas ardiendo vivas ni
otras escenas horribles y estereotipadas de esta clase, pero sí a
muchas pobres mujeres y hombres encarcelados, llevados de aquí a allá,
esperando la sentencia y muriendo, a veces, mientras llega. Pensemos
también en familias afrentadas,
en matrimonios deshechos, en vecindades destruidas por el odio. En
pequeñas autoridades locales ejerciendo un poder con sadismo e histeria.
Cada vez se abre un foso mayor entre los que creen y los que no creen,
pero los padecimientos no cesan porque haya hombres de cabeza que
defienden la «teoría» tal, frente a la «teoría» cual: irrealidad frente a
realidad.






  El auto de fe de Logroño

    Llegó, sin
embargo. un momento en que las cosas llegaron a su límite. El citado
auto de fe de Logroño, celebrado los días 7 y 8 de diciembre de 1610,
fue objeto de una «relación
»
impresa, como otros. Pero no era esta una relación sucinta de delitos y
castigos, sino una larga descripción de los horrores que llevaban a
cabo los brujos y brujas allá en la Montaña atlántica de Navarra, en mis
tierras familiares de Vera, Lesaca. Zugarramurdi,
el Baztán, el valle de Santesteban. El que escribió el relato. utilizó
parte del proceso. pero
bordó otra. Ha sido una de las piezas de mayor descrédito contra
la Inquisición que se utilizaron en el momento en que se abolió. Como es
sabido, Moratín hijo, publicó una edición con notas burlescas de la que
se hicieron bastantes reimpresiones a lo largo del siglo XIX.

   En ella quedaban en muy triste lugar don Alonso Becerra Holguín,
del hábito de Alcántara; don Juan Valle Alvarado y don Alonso de Salazar
y
Frías, inquisidores apostólicos. En realidad, los responsables de lo
ocurrido fueron los dos primeros. El tercero actuó. pero de una manera
que no ha sido conocida hasta mucho después. En la zarabanda o baile
convulsivo final con que podría terminar nuestro «ballet
», bailan de manera feroz
y descompuesta Becerra Holguín y Valle Alvarado. Bailan también brujos y brujas. testigos, niños, sapos con cogulla, machos
cabríos. Todos en su ámbito propio, en la cueva infernal, con el púlpito en que predican los doctores de la secta
y el «Infernako erreka
» atravesándola. Todo es verdad. Vuelos, metamorfosis. «untos» tan terribles como los de Milán, sortilegios de todas clases dentro de una organización que es como la «Contraiglesia»,
la inversión total del Cristianismo. Participan en tales actos, señoras
y sacristanes, molineros. viejos caseros y caseras, hidalgos de pueblo.
iQuién lo diría!

  ¿Se puede creer todo esto y darlo a la publicidad? Don Alonso de
Salazar y Frías, un sacerdote más jurista que teólogo. que había estado
en Roma y que murió casi a la vez que Lope. de canónigo de Jaén, dudó,
al parecer, desde el


principio. Los señores de la Suprema, en Madrid, también. Pidieron
dictamen a eruditos como Pedro de Valencia. Al fin comisionaron al mismo
Salazar para que, con un «edicto de gracia» en mano, revisara todo lo
ocurrido.

  Y aquí termina el «ballet». A unos movimientos furiosos sigue una
paralización total. El inquisidor se sienta. Los brujos también. Hablan
sin
levantar la voz. Todo lo dicho antes es mentira. No ha habido ni hay
juntas, ni
machos cabríos, ni unciones y metamorfosis, ni sapos vestidos de fraile,
ni niños cuidándolos. Todo lo declarado ha sido producto del terror
colectivo, del miedo: del «bulo», en fin. Para que no vuelva a pasar lo
ocurrido,


lo mejor es no hablar de ello. Tal es el último dictamen del licenciado
Salazar y Frías.

   Lo malo es que se siguió hablando. Sin embargo, sus informes
surtieron cierto efecto porque, por lo menos en los países teatro de las
persecuciones, no volvió a haber grandes procesos. Lo cual no quita
para que literatos de mayor o menor renombre siguieran aludiendo a la
brujería vascónica como a cosa conocida y para que hoy todavía haya
gente que, por temperamento, prefiera creer en que las brujas vuelan y
sostengan
que los inquisidores deben aceptar todos los testimonios como buenos, a
pensar
que «el sueño de la razón produce monstruos».










Por Julio Caro Baroja
Historiador y antropólogo



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