martes, 24 de mayo de 2016

Enrique «el Impotente»: sus manos gigantes y un pie valgo delatan que era estéril

Enrique «el Impotente»: sus manos gigantes y un pie valgo delatan que era estéril













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Enigmas de la Historia

Enrique «el Impotente»: sus manos gigantes y un pie valgo delatan que era estéril


Los médicos no descartan que Juana «la
Beltraneja» fuera hija suya, posiblemente recurriendo a una precaria
fecundación in vitro. Según especifica el humanista Hieronymus Münzer,
«los médicos fabricaron una cánula (caña) de oro que introdujeron en la
vulva de la Reina»

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Enrique IV de Castilla, dibujado en un manuscrito por el viajero alemán Jörg von Ehingen - Wikipedia
César Cervera






-
Madrid
- 08/01/2015 a las 00:00:01h. - Act. a las
22:03:25h.
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España
Uno de los grandes enigmas en la historia de España es qué clase de patología o problema tenía Enrique IV de Castilla
para no poder dejar un heredero. Al menos uno que resultara creíble,
puesto que su única hija, Juana «la Beltraneja», fue llamada así por ser
el más que probable fruto de la relación adúltera de la Reina con el
valido del Rey Beltrán de la Cueva. Y lo que no pasaba
de un mero cotilleo en la Corte, se convirtió en un asunto de estado
cuando a la muerte del Rey se enfrentaron los partidarios de Isabel «la Católica» –hermanastra del fallecido– contra los de Juana «la Beltraneja» en la Guerra de Sucesión Castellana, que cobró dimensión internacional con la intervención de Francia y Portugal.

Desprestigiado
por la propaganda al servicio de los futuros Reyes Católicos y
ninguneado por muchos nobles como el Primer Duque de Alba, quien explotó
como nadie las debilidades del Monarca, Enrique IV fue acusado de homosexual y de instigar con gusto las relaciones extramatrimoniales de su segunda esposa.
El objetivo era deslegitimar su reinado y dinamitar los derechos de su
única hija. Lejos de las intoxicaciones políticas de entonces, el
prestigioso médico Gregorio Marañón creyó encontrar la
solución al misterio cuatro siglos después: el Rey sufrió una displasia
eunucoide –definida hoy en día como una endocrinopatía– o bien los
efectos asociados a un tumor hipofisario (la parte del cerebro que
regula el equilibrio de la mayoría de hormonas). En ambos casos, la impotencia del Rey encontraba por fin una explicación científica.

La
primera referencia a los problemas sexuales de Enrique tuvo lugar
cuando siendo Príncipe de Castilla se casó a la edad de 15 años con la Infanta Blanca de Navarra,
hija de Blanca I de Navarra y de Juan II de Navarra. Enrique alegó que
había sido incapaz de consumar sexualmente el matrimonio, a pesar de
haberlo intentado durante más de tres años, el periodo mínimo exigido
por la Iglesia, y en mayo de 1453, un obispo declaró nulo el matrimonio a
causa de «la impotencia sexual perpetua» que un maleficio había
provocado en el castellano. Evidentemente, la nulidad
respondía a cuestiones políticas. El Príncipe, intuyendo la inminente
muerte de su padre, buscaba una excusa para romper su alianza con
Navarra y acercarse a Portugal a través de un matrimonio con Juana,
la hija de los reyes lusos. Un maleficio transitorio justificaría
porque la impotencia solo afectaba al matrimonio con la navarra y no a
relaciones futuras. La petición iba acompañada del testimonio de varias
prostitutas de Segovia que declaraban haber mantenido relaciones
sexuales con el castellano. No en vano, era cierto que sus intentos de dejarla encinta habían fracasado estrepitosamente.
Aparte de los auxilios espirituales –devotas oraciones y ofrendas–, el
futuro Rey recurrió a todos los remedios posibles, desde brebajes y
pócimas con presuntos efectos vigorizantes enviados por sus embajadores
en Italia –por aquel entonces considerada la metrópoli de la ciencia
erótica–, hasta la financiación de exóticas expediciones a África en busca del cuerno de un unicornio.

¿Víctima de una despiadada leyenda negra?

El 20 de julio de 1454 falleció Juan II
y al día siguiente Enrique fue proclamado Rey de Castilla. Una de sus
primeras preocupaciones fue sellar la alianza con Portugal, que se
materializó en 1455 casándose en segundas nupcias con Juana de Portugal.
Las dos décadas de su reinado (1454-1474), donde muchos nobles hicieron
y deshicieron a sus anchas, fueron cantadas por los cronistas como uno
de los más calamitosos de todos los que el reino español sufrió a lo
largo de su historia. La ausencia de autoridad y justicia en Castilla,
puesto que la mayoría de nobles no reconocía ni respetaba a los
privados del Monarca –seleccionados de entre los escalones de la nobleza
media– provocó el levantamiento de ejércitos privados por todo el
territorio. Como explica el hispanista William S. Maltby en su libro «El Gran Duque de Alba»
(revisando los antepasados del tercer duque de la familia), «la
supervivencia durante el reinado de Enrique IV dependía de expandir las
rentas y el número de hombres a igual ritmo que el más rapaz de los
compañeros».

No obstante, hoy en día los historiadores consideran
que la mayoría de los textos del periodo exageraron los sucesos y gran
parte de la leyenda negra sobre Enrique IV es fruto de una campaña
contra su imagen auspiciada por los Reyes Católicos. No así los rumores
sobre su impotencia. Los problemas médicos son reales, y el completo
diagnosticó de Gregorio Marañón en 1931 y de otros posteriormente
planteaban una posible respuesta: una «displásico eunucoide con reacción acromegálica» de carácter hereditario,
según la nomenclatura de la época, que no solo entorpeció el completo
desarrollo sexual del Rey sino que le provocó ser estéril. Dada su
contextura biológica, Marañón también veía factible, como sostenían las
crónicas de sus detractores, que el castellano tuviera tendencias homosexuales.

El urólogo Emilio Maganto Pavón
–en su obra «Enrique IV de Castilla (1454-1474). Un singular enfermo
urológico»– considera que el diagnóstico del célebre médico es
incompleto y señala que el origen del desorden hormonal era más bien un
síndrome de neoplasia endocrina múltiple (MEN) producido por un tumor hipofisario productor de la hormona del crecimiento y la prolactina. En
ambos casos, el estudio de la momia de Enrique IV, perfectamente
conservada, sirvió para corroborar las graves carencias hormonales que
mostraba el cuerpo del castellano. Así se pudo observar que el Monarca
tenía una frente amplia, que las manos (de un tamaño desproporcionado) tenían largos y recios dedos,
y que había un pie valgo (desviado). Las manos gigantes de Enrique IV
pudieron originar, a su vez, la fobia al contacto humano que las
crónicas identifican como un rasgo de su antipatía y problemas para
relacionarse. Y la deformación de uno de sus pies explicaría, según la
obra del propio Marañón, en cierto modo, la torpeza de movimientos del Monarca descrita en casi todos los escritos.

Estos rasgos anómalos y los síntomas no pudieron ser identificados por los médicos de la época en su conjunto, ni nadie pudo darse cuenta del grave proceso del que era objeto el castellano.
Ni siquiera hoy es posible hacer un diagnóstico definitivo sobre el
génesis del desorden hormonal que sufrió el Rey desde la pubertad. Tan
solo es fiable enumerar los síntomas descritos en los textos históricos.
Enrique IV padeció impotencia, anomalía peneana, infertilidad,
malformación en sus genitales, litiasis renal crónica (mal de ijada, de piedra y dolor de costado) y hematuria
(flujo de sangre por la orina). Precisamente, estos problemas
urológicos pudieron estar detrás de su fallecimiento el 11 de diciembre
de 1474 a causa de una obstrucción de la orina.

Una precaria fecundación in vitro

Asimismo, el principal síntoma urológico de su afección –la impotencia– fue el principal argumento usado por los partidarios y seguidores de los Reyes Católicos
para lograr sus propósitos en torno a la sucesión. Puesto que el Rey
había tenido graves dificultades para engendrar un hijo a su primera
esposa –e iba por el mismo camino en el séptimo año de su segundo
matrimonio–, el nacimiento de una heredera el 28 de febrero de 1462 despertó toda clase de suspicacias.
La niña nacida fue considerada como el fruto de una relación
extraconyugal de la Reina con Beltrán de la Cueva, el favorito del Rey,
el cual no solo estaba enterado del asunto sino que supuestamente lo
había incentivado para acallar por fin las acusaciones sobre su
impotencia.

Sin
embargo, sigue sin encontrarse ningún documento ni prueba que pueda
demostrar que Juana «la Beltraneja» no fuera hija del Rey. Sus restos fueron pérdidos y no es posible hacer una prueba de DNA. Y tampoco las investigaciones médicas recientes, como la de Emilio Maganto Pavón,
descartan al cien por cien la posibilidad de que Enrique IV fuera capaz
de superar su más que probable impotencia e infertilidad de alguna
manera. De hecho, pocos meses después del nacimiento de Juana, la Reina
anunció que estaba de nuevo encinta, en esta ocasión de un varón, aunque
el embarazo se malogró a los siete meses. Las crónicas de Hieronymus Münzer
sugieren una remota posibilidad sobre esta transitoria fertilidad del
Monarca: usó una precaria fecundación in vitro. Según especifica en sus
textos, «los médicos fabricaron una cánula (caña) de oro que
introdujeron en la vulva de la Reina. Que intentaron después que a
través de su luz el semen del Rey penetrara en la vagina de su esposa
pero que éste no pudo y que hubo que recurrir a otros métodos para
recoger el semen».El propio Rey debía tener dudas sobre la
paternidad pues, tras enormes vacilaciones a la hora de defender los
derechos dinásticos de Juana «la Beltraneja», su firma en el pacto de Guisando (1468)
desheredaba definitivamente a su hija a favor de su hermana Isabel «la
Católica». La razón esgrimida para dejar a la Infanta Juana de lado no
era su condición de hija de otro hombre, sino la dudosa legalidad del
matrimonio de Enrique con su madre y el mal comportamiento reciente de
ésta, a la que se acusa de infidelidad durante su cautiverio. Y aunque
el pacto fue posteriormente incumplido por ambas partes, las dudas del
Monarca dividieron aún más a la nobleza castellana, que a la muerte de
«El Impotente» se pusieron de forma mayoritaria del lado de Isabel y Fernando durante la Guerra de Sucesión Castellana, acaecida entre 1475 y 1479.

El conflicto concluyó en 1479 con la firma del Tratado de Alcáçovas,
que reconocía a Isabel y Fernando como Reyes de Castilla y obligaba a
Juana a renunciar a sus derechos al trono y permanecer en Portugal hasta
su muerte.
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