viernes, 27 de mayo de 2016

Hechos de los Apóstoles Archives - Libros de la Biblia

Hechos de los Apóstoles Archives - Libros de la Biblia















LOS APÓSTOLES ANTE EL SANEDRÍN  5,21-26




LOS APÓSTOLES ANTE EL SANEDRÍN 5,21-26



   Manuel Lasanta


   21b Mientras tanto, el sumo sacerdote y los que le
apoyaban convocaron al Consejo de jueces israelitas a una reunión, y
mandaron traer a los presos. 22 Pero cuando los guardias llegaron a la
cárcel no los encontraron. Así que volvieron con el siguiente informe:



23 –Hemos encontrado la cárcel cerrada con todas las
medidas de seguridad, y a los soldados vigilando firmes a las puertas;
pero, al abrir, no encontramos a nadie dentro.



   24 Al oírlo, el comisario de la guardia del templo y
los principales sacerdotes estaban perplejos y no atinaban a explicar
qué habría podido suceder. 25 Hasta que uno llegó y les dijo:



   –Los que metisteis en la cárcel están plantados en el templo, enseñando al pueblo.


   26 Fue entonces el comisario con sus guardias a
buscarlos, pero sin recurrir a la fuerza, pues temían ser apedreados por
la gente.






Cuando se reunió el pleno del Sanedrín temprano por la mañana, sus
dirigentes –los sacerdotes saduceos y letrados fariseos- se perturbaron
al escuchar que no se podía encontrar a los emisarios de Jesús que
estaban encarcelados. El comisario de la guardia del templo y sus
oficiales estaban todavía más perturbados, porque ellos eran los
responsables de custodiar con seguridad a los presos.


De cualquier modo, si bien los prisioneros habían escapado, no habían
ido muy lejos. Mientras el Sanedrín en pleno estaba deliberando, entró
uno de la calle para informar a las autoridades que los emisarios de
Jesús estaban otra vez enseñando las mismas cosas en el patio del
templo. Entonces los senadores llegaron a la inquietante conclusión de
que los apóstoles tenían todavía más apoyo que el que ellos habían
imaginado; parecía que tenían simpatizantes en las filas de la policía
del templo, e incluso quizá entre algunos miembros del propio Sanedrín.
¿De qué otro modo podrían ellos haber salido tan discretamente de la
cárcel? ¿Dónde iba a terminar todo esto?


Pero el comisario del templo, oyendo que los apóstoles todavía
estaban dentro de su jurisdicción, fue con sus policías y para
persuadirlos de que lo acompañaran a la sesión del tribunal. No utilizó
la fuerza con ellos, ni ellos ofrecieron resistencia. Si los apóstoles
hubieran querido seguir donde estaban, podrían haber confiado en el
apoyo de la multitud que los estaba escuchando y los guardias del templo
habrían tenido que enfrentar una situación muy incómoda; pero gracias a
la moderación de los apóstoles, no hubo perturbación del orden público.


No se sabe si admirar más la mansedumbre de los apóstoles o la
obstinación de sus enemigos, quienes podían temer no solo a las masas
reunidas en el templo, sino también al poder que los propios apóstoles
habían mostrado con sus palabras. Además, los llevaron al Sanedrín,
donde sabían que los estaban esperando para tomar medidas más drásticas y
violentas.









EL COMIENZO DE LA PERSECUCIÓN SADUCEA  5,17-21a




EL COMIENZO DE LA PERSECUCIÓN SADUCEA 5,17-21a



   Manuel Lasanta


17 El sumo sacerdote y sus partidarios, los del grupo
saduceo, se llenaron de envidia. 18 Entonces arrestaron a los emisarios y
los metieron en la cárcel pública. 19 Pero un ángel del Señor abrió de
noche las puertas de la prisión, los sacó y les encargó: 20 “Marchaos y
plantaos en el templo, explicando al pueblo todo lo referente a esta
nueva forma de vida”.



   21a Conforme a lo que oyeron, entraron en el templo al amanecer y empezaron a enseñar.





Se ha sostenido que este incidente es un duplicado del relato del
arresto de Pedro y Juan y su interrogación ante el Sanedrín ofrecido en
4,1-22, derivado de una fuente paralela. Sea como sea, está claro que
Lucas presenta este incidente como una consecuencia del caso anterior.
Pedro y Juan ya indicaron que no tendrían en cuenta la orden que les
prohibía hablar en nombre de Jesús. Ellos y sus colegas continuaron su
predicación, junto con un ministerio de sanidad que reproducía en mayor
escala la señal realizada en el lisiado del templo y que había derivado
en su primera comparecencia ante el Senado. Ahora las autoridades del
templo, a instancias del grupo pontifical (el partido saduceo)
arrestaron a todo el grupo de apóstoles –presumiblemente mientras
estaban predicando en el pórtico de Salomón- y los encerraron durante
toda la noche. Se proponían, al día siguiente, tomar medidas más
drásticas con ellos que en la ocasión anterior.


Es paradigmático ver cómo reaccionaron los dirigentes religiosos del
partido sacerdotal. Habían visto señales portentosas. Habían oído hablar
de la muerte de Ananías y Safira. Consideraban con envidia cómo el
pueblo alababa a los emisarios de Jesús. Pero es sorprendente observar
el enfado y envidia con que reaccionaron ellos. Tanto que los llevó a
arrestarlos y meterlos en la cárcel pública, donde se metían a los
peores criminales.


De modo que el texto resalta la incredulidad de las autoridades
senatoriales del partido saduceo, pues Lucas quiere resaltar que tan
importante es entender la naturaleza de la fe como de la incredulidad.
Ya ha considerado los elementos de la fe: en primer lugar el temor a lo
invisible y al poder divino (que tan bien explica Rudolf Otto en su obra
Lo Santo), en segundo lugar, conduce a una disposición para
escuchar y aceptar el mensaje de la Buena Nueva y, en tercer lugar, el
poder del Espíritu Santo, que no da lugar a una reacción transitoria y
superficial, sino a un cambio profundo proveniente de la enmienda y la
conversión, como resultado del cual se pasa a formar parte de la Iglesia
–comunidad- del Mesías.


Lucas ha dado rienda suelta a lo que podríamos llamar la anatomía de
la fe, y ahora pasa a la anatomía de la incredulidad, pues, para
nosotros, es igualmente importante entender la incredulidad, porque en
ocasiones sucede que la gente llega a la fe precisamente por medio de su
comprensión del carácter de la incredulidad. Ven lo terrible que es, lo
horrible, lo necio y absurdo y, al percibirlo, se vuelven de ella y
creen. Muchas veces, grandes incrédulos han sido luego grandes
creyentes.


Por eso estos testimonios que ofrece Lucas, no nos ofrecen únicamente
descripciones positivas, sino también las negativas. Todo está
concebido para abrir nuestros ojos y llevarnos a dar adhesión al
Evangelio, pues así como la fe no cambia a través de los siglos, tampoco
cambia la incredulidad. Cuando algunos afirman que la incredulidad y el
escepticismo son consecuencias del Siglo de las Luces, de la
Ilustración o del avance científico del pasado siglo XX, se equivocan:
el Evangelio fue rechazado en el siglo I también. El Evangelio se
rechaza hoy de la misma manera que se rechazó hace 2000 años. Nada ha
cambiado. La fe en Jesús como Mesías y Señor es la misma hoy que
entonces; y la incredulidad también. Al analizar, pues, el
comportamiento de estos saduceos del Sanedrín en su incredulidad, no
encontramos sino la sencilla verdad acerca de todos los que rechazan el
Evangelio, todos los que le vuelven la espalda, todos a quienes les
disgusta.


¿Por qué alguien rechaza el Evangelio? Esta es la pregunta que se
responde aquí, donde vemos a unas personas religiosas que rechazan un
mensaje que solo hacía bien a los demás. ¿Cuál es la naturaleza o causa
de la incredulidad? Y lo primero que observamos es que la incredulidad
no tiene un origen intelectual, lo cual hay que subrayar
convenientemente, porque en la actualidad hay quienes se mofan del
cristianismo por motivos intelectuales. Afirman ser personas modernas,
con gran capacidad filosófica y científica que apelan a la razón. La
perspectiva científica –afirman- es imparcial y objetiva, pues los
científicos no tienen ideas preconcebidas –el prejuicio solo alcanza a
la gente religiosa-, sino que con mentes imparciales consideran los
hechos objetivamente.


La idea que muchos tienen hoy es que la ciencia ha demostrado que el
cristianismo es una falacia. Algunos incluso dicen sentirlo, porque
–afirman- les gustaría creer, desearían tener fe, pero no pueden dar
adhesión a un mito irracional.


El problema es que también hay personas con un gran intelecto y
formación científica que afirman creer precisamente por eso, y todo
debido a su excepcional inteligencia y preparación científica. ¿Qué pasa
entonces? Podríamos debatir este asunto durante horas, pero no hay
necesidad.


En segundo lugar, ha habido personas en esta sociedad (algunas de
ellas salen precisamente en el libro de los Hechos) que al principio
eran adversarios implacables del Evangelio, al que despreciaban y
ridiculizaban. Pero más tarde se volvieron creyentes excepcionales, como
Pablo, Agustín o C. S. Lewis. ¿Por qué cambiaron? No hay evidencia de
que desarrollaran alguna enfermedad nerviosa. No hay prueba alguna de
que sus mentes comenzaran a degenerar. Algunos de ellos cambiaron cuando
eran considerablemente jóvenes y no solo eso, después dieron muestra
suficiente de que sus intelectos aún funcionaban con la brillantez de
antes. Si las mismas personas, con los mismos cerebros, habiendo
rechazado primero el Evangelio, luego lo aceptaron, aportando buenas
razones para el cambio, eso es una prueba suficiente de por sí.


O, en tercer lugar, en ocasiones encontramos a dos hermanos que han
crecido juntos, con prácticamente los mismos dones, que han ido a la
misma escuela y a quienes les ha ido igual de bien, uno de los cuales es
creyente y el otro no. ¿Por qué esa diferencia en la fe? No se puede
decir que sea una cuestión de inteligencia, de genética o
medioambiental.


¿Es el conocimiento y el avance científico moderno la causa de la
incredulidad? ¿Cuál era la causa de la incredulidad de aquellos
senadores religiosos del Sanedrín? Puesto que también rechazaron el
Evangelio, obviamente deben haber tenido alguna otra razón para su
increencia. Si se pudiera mostrar que en el pasado todos creían el
Evangelio y que la incredulidad ha aparecido únicamente desde que hemos
dividido el átomo, entonces, evidentemente, tendríamos una prueba
irrecusable. Pero no es el caso. En el pasado había tanta incredulidad
como ahora.


Los avances modernos son algo maravilloso. Cualquiera que diga algo
en contra de la genética molecular o de la física cuántica o lo inventos
de nuestros días es, simplemente, un necio. Pero hay que señalar que el
aumento del conocimiento no tiene nada que ver con la cuestión que
estamos debatiendo. Dividimos el átomo. ¿Nos dice eso algo más sobre
nosotros mismos? ¿El hecho de que hayamos caminado por la Luna –un logro
maravilloso- explica por qué siguen habiendo guerras terribles en el
mundo? ¿Todo ese aumento del saber nos dice algo más acerca de los seres
humanos: qué son, quiénes son o qué van a hacer en este universo? ¿Nos
dice cómo vivir una vida más limpia, recta o qué hay después de la
muerte? Los cohetes espaciales no pueden decirnos nada acerca del alma,
ni de Dios. Los aceleradores de partículas no pueden abordar las grandes
cuestiones fundamentales de la vida. Cuanto más ahondamos en el mundo,
más mundo encontramos.


¿Cuál es, pues, la causa de la incredulidad? “El sumo sacerdote y
sus partidarios saduceos se llenaron de envidia, arrestaron a los
emisarios y los metieron en la cárcel pública”.



La incredulidad es enteramente una cuestión de sentimiento y
prejuicio. Aquellos dirigentes religiosos conocían la sanidad del
lisiado del templo. Habían escuchado a los apóstoles, personas sin
preparación y del vulgo, explicar las Escrituras con elocuencia y
entendimiento. Habían oído de las muertes de Ananías y Safira, cosas que
no podían explicar. Sin embargo, no adoptaron una actitud
verdaderamente amable, ni siquiera científica, que hubiera sido, sin
duda, decir: “No podemos cuestionar estos hechos inexplicables, y es
obvio que su origen no está del todo en estos hombres. Tiene que haber
algo más. Prestemos atención y veamos a dónde conducen”.
En vez de
adoptar esa actitud de investigación humilde y tolerante, lo rechazaron
todo. Se llenaron de envidia furiosa, de enojo e indignación, y
encarcelaron al grupo apostólico.


Pero cundo despuntó el nuevo día, y se convocó una reunión del
Consejo para ocuparse de los emisarios de Jesús, no se los encontró. Las
puertas de la cárcel estaban cerradas, los policías del templo que los
custodiaban estaban en sus puestos, pero los prisioneros se habían ido.


Lucas atribuye la huida del grupo apostólico a la intervención divina. Fue “un ángel del Señor”
quien abrió las puertas de la cárcel por la noche y los liberó. La
expresión idiomática proviene del Antiguo Testamento donde se usa para
decir que la mano de Dios está detrás de los acontecimientos. El texto
no dice si el agente era un ser sobrenatural (un ángel celeste literal) o
un mensajero humano de parte de Dios. Pero quienquiera haya sido el “mensajero” en esta ocasión tenía voz, porque dijo a los apóstoles que siguieran predicando en el templo “todo lo referente a esta nueva forma de vida” (v. 21).









MILAGROS Y SEÑALES DE PEDRO  5,12-16




MILAGROS Y SEÑALES DE PEDRO 5,12-16



   Manuel Lasanta


12 Por medio de los emisarios se hacían muchas señales y
prodigios entre la gente, y todos se reunían de común acuerdo en el
pórtico de Salomón. 13 Ninguno de los demás se les atrevía a juntarse;
aunque los elogiaban. 14 Y aumentaba el número de los que creían en el
Señor, tanto hombres como mujeres. 15 Era tal la multitud, que sacaban a
los enfermos a la calle, en catres y camillas para que, al pasar Pedro,
al menos su sombra cayera sobre alguno. 16 También de los pueblos
vecinos acudían a Jerusalén trayendo enfermos y atormentados por
espíritus impuros; y eran sanados.






Puede preguntarse cómo la afirmación que “ninguno de los demás se les atrevía a juntarse” a los discípulos puede armonizar con el informe de que “aumentaba el número de los que creían en el Señor”;
la razón parece ser que la muerte de Ananías y Safira hizo que se
apartaran todos los que no estaban comprometidos. Esto significa que aún
entonces hubo gente que solo se dejó llevar por la curiosidad y los
acontecimientos. A la gente siempre les atraen las multitudes. Quizá den
la impresión de ser creyentes; pero no lo son. Son simples curiosos. En
Jerusalén, cuando estas personas vieron el caso de Ananías y Safira,
dijeron: “No queremos esto”. En lenguaje moderno: se subieron
al carro de la solidaridad de bienes. Pero cuando murieron Ananías y
Safira, se marcharon. Tal vez pensaban que ellos serían los siguientes
en caer muertos.


Otra vez se nos habla en el texto acerca de las “señales y prodigios”
realizados por los emisarios de Jesús, parece que en el pórtico de
Salomón, el amplio claustro oriental del templo donde Pedro había
predicado su segundo sermón (3,11) y donde se reunían los creyentes para
sus plenos –no para participar en los ritos del templo- (v. 12).
Aquellas señales y prodigios hechos por los apóstoles tuvieron dos
resultados opuestos. Por un lado, nadie entre el pueblo judío se atrevía
a juntarse con ellos, aunque los elogiaban (v. 13). Por otra parte,
aumentaba el número de los que creían en el Señor, así tanto hombres
como mujeres (v. 14). La presencia del Dios vivo, ya sea que se
manifieste por medio de la predicación, de los prodigios o de ambos, es
alarmante para algunos y atractiva para otros. De hecho, algunos se
alejan atemorizados, pero otros son llevados a la fe.


A medida que crecía el movimiento, continúa Lucas, la gente sacaba a
los enfermos a la calle, posiblemente sus parientes, amigos y vecinos
enfermos, y los ponían en catres y camillas para que, al pasar Pedro, al
menos su sombra cayera sobre alguno (v. 15). La sombra de Pedro era tan
eficaz como expresión de poder sanador como lo había sido el borde del
manto de su Maestro (Mc 6,56). No es extraño que la gente común cantara
alabanza a los apóstoles y que el número de creyentes aumentara. Aun de
las aldeas y ciudades remotas de Judea la gente acudía a la capital
Jerusalén con sus enfermos y personas atormentadas por espíritus impuros
(Lucas no confunde las dos condiciones), con la esperanza de
beneficiarse del ministerio de sanidad de los apóstoles y de Pedro en
particular.


Ahora bien, hoy en día algunos creyentes tienen dificultades al
preguntarse por qué no suceden estas cosas que pasaban entonces. Esta
pregunta es seria, y también digna de una respuesta. Lo primero que
debemos aceptar es que la Iglesia no es una sociedad ni institución
humana. Ningún ser humano puede hacer por sí mismo señales y prodigios.
Los apóstoles tenían mucho cuidado al subrayar esto. Cuando el pueblo de
Jerusalén estaba dispuesto a aplaudirles, Pedro y Juan dijeron: “¿Por
qué os asombráis, israelitas? ¿Por qué nos miráis como si nosotros
hubiéramos hecho andar a este hombre por nuestro propio poder o
devoción?”
(Hch 3,12). Ellos no eran sino instrumentos.


Si la Iglesia hubiera hecho milagros cuando y donde hubiera querido
–como algunos hoy sostienen- la situación sería diferente; sin embargo, a
pesar de haberlo intentado muchas veces, no ha podido. Esto es así
porque este poder está en manos exclusivamente divinas, y ese es el gran
mensaje que da el libro de los Hechos. En los comienzos de la Iglesia,
Dios le dio este poder a hombres incultos y sin letras para que pudieran
decir con el apóstol Pablo: Ese tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que esa fuerza tan sublime viene de Dios y no de nosotros” (2 Co 4,7). Dios autentificó el mensaje de ellos. El autor de la Carta a los Hebreos lo expresó así: “Dios añadió su testimonio con señales, prodigios, diversos milagros y distribuciones del Espíritu Santo según su voluntad” (Heb
2,4). Por eso hoy, cuando escuchamos a muchos líderes pentecostales o
carismáticos prometer sanidades y milagros a granel debemos tener
cuidado, porque esas cosas nunca han sucedido en la Iglesia de forma
ritunaria.


En aquel comienzo debían quedar bien asentados los grandes principios
que gobernaban la vida de la Iglesia. Y si miramos el Antiguo
Testamento, vemos lo mismo. En los tiempos de Moisés y Josué, cuando
Dios dio la Ley en el Sinaí, señales increíbles sucedían a menudo. En
los días de David, solo ocurrieron unas cuantas. Los profetas Elías y
Eliseo eran capaces de hacer milagros, pero no se nos dice que los demás
profetas tuvieran el mismo don. Esto es así porque ellos fueron los dos
primeros en la institución profética; fueron el inicio. Después, cuando
la gente estaba preparada para escuchar, los demás profetas continuaron
impartiendo el mensaje. En la época de Jeremías, los milagros eran casi
desconocidos. Durante el ministerio de Jesús, otra vez hubo señales en
abundancia, señaladas como “maravillas” (griego “paradoxa), “actos de poder” (griego “dunameis”), “signos” (griego “semeia”) o “portentos” (griego “terata”). Después que él partió, sus discípulos hicieron señales y portentos increíbles.


Y lo mismo podemos inferir en la historia de la Iglesia, donde ha
habido períodos excepcionales, llamados avivamientos, donde hubo una
impactante manifestación del poder inmediato de Dios y una presencia
abrumadora de su Espíritu. A veces, hombres y mujeres, caían
literalmente al suelo, en medio de una irresistible convicción, y la
gente era casi arrollada. Esto sucedía en tiempos queridos por Dios para
manifestar su poder y poner en pie a la Iglesia o librarla de las
falsedades. De modo que la respuesta de por qué no tenemos esas cosas
ahora es una falacia: nunca han dejado de producirse, solo que suceden
cuando Dios quiere. Nosotros no podemos ordenarlas, pues están solo en
las manos de Dios.


En las iglesias actuales que yo conozco se ora por los enfermos y se
piden también señales y milagros. Algunas veces la gente es sacudida y
tiembla, o llora o grita. Pero son reuniones privadas donde hay grupos
pequeños y se evita la publicidad, como Jesús hacía cuando curaba, que
incluso prohibía que aquellas cosas se contaran y publicaran. Y es que
estas cosas no son un foco público para la Iglesia, pero son un foco
para las oraciones de los cristianos.


Sin embargo, la verdadera dificultad es otra, y es que, a menudo, la
gente pide y demanda las señales y prodigios. Hay quienes sienten que el
hecho de que ahora no abunden estas cosas es algo injusto. Dicen: “Si
nosotros hubiéramos vivido en aquella época y hubiésemos visto esas
señales, habríamos creído. Si hubiéramos visto a Pedro y a Juan o a los
demás apóstoles, entonces seríamos mejores cristianos”.
Esta es la
peor falacia de todas, porque es un argumento que se basa en el supuesto
de que tales sucesos dan lugar a resultados automáticos. Pero no es
así.


Leamos la afirmación que hizo el Señor Jesús acerca del rico Epulón y
Lázaro en su parábola de Lucas 16. Menciona una conversación que tuvo
lugar en el Hades, entre Abraham, en la parte buena del Hades, y Lázaro,
en la parte mala. Cuando Abraham dejó claro que no había tráfico entre
ambos lugares, el rico dijo: “Si no puedo ir allí y si Lázaro no
puede venir a liberarme, entonces, te ruego, envía a Lázaro a mis
hermanos. Me quedan cinco en el mundo terrenal y todos están viviendo
como yo lo hacía. Envía a Lázaro para que les explique lo que les va a
pasar como fruto de su insolidaridad”
.


“Pero hijo, -le responde Abraham-, tienen la Biblia. Que tus hermanos escuchen las palabras de Moisés y los Profetas”.


“Oh no, -dijo el rico-, si alguien de entre los muertos fuera a ellos y les hablara, entonces escucharían”.


“No, no lo harían –concluyó Abraham-. Si no creen a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque alguien resucitara” (Lc 16,31).


Esta es la respuesta de Jesús. La gente piensa que si ve milagros y
señales entonces la fe les resultará más fácil. Pero ese es un grave
error. Eso fue lo que Jesús le dijo al apóstol Tomás: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que, sin haber visto, llegan a creer” (Jn 20,29).


Esta es la enseñanza, y significa que estos fenómenos no producen
resultados automáticos. Por eso, incluso muchas personas que vieron
estas cosas en los Hechos de los Apóstoles, nunca creyeron, hasta
odiaron aquel Nuevo Camino que los discípulos de Jesús anunciaban. No
hay, por tanto, nada injusto en el hecho de que no veamos estas cosas.
Lo importante es que las hemos oído: “un gran espanto vino sobre toda la comunidad y sobre todos los que se enteraron de estos sucesos” (v. 11). Esto se repite varias veces en el libro de los Hechos; y nosotros estamos también oyendo estas cosas ahora.


La gran pregunta para nosotros hoy no es si hemos visto estas cosas
–y algunos seguramente las habrán visto-, sino si hemos entendido su
significado. El propósito de estas señales es hablarnos. Ya entonces
hubo distintas reacciones a las señales. La pregunta básica es: al
enterarnos de esto, ¿cómo reaccionamos? ¿Nos espantan o nos llevan a la
fe?









EL GRUPO EN NEGATIVO: ANANÍAS Y SAFIRA  5,1-11




EL GRUPO EN NEGATIVO: ANANÍAS Y SAFIRA 5,1-11



   Manuel Lasanta


5,1 Pero hubo un hombre llamado Ananías, que junto con
Safira, su esposa, vendió una finca; 2 aunque, de acuerdo con ella, se
quedó con una parte del dinero, y luego, haciendo creer que daba el
importe íntegro de la venta, puso el resto a disposición de los
emisarios.



   3 Pedro le dijo:


   –Ananías, ¿cómo dejaste que Satanás se te colara
dentro y te hiciera mentir al Soplo del Espíritu Santo para sisar parte
del precio que te dieron por la finca? 4 ¿Acaso el terreno no era ya
tuyo? Y si lo vendías, ¿no era tuyo también el dinero? ¿Cómo se te
ocurrió hacer algo así? ¡No nos has mentido a nosotros, sino a Dios!



   5 Al oír esto, a Ananías le dio un colapso y cayó
muerto. Y todos los que lo supieron se llenaron de un temor tremendo.
6 Vinieron entonces unos jóvenes, amortajaron el cuerpo y se lo llevaron
a enterrar.



   7 Como unas tres horas después llegó la esposa de Ananías, sin saber lo que había ocurrido.


   8 Pedro la interpeló:


   –Dime, ¿vendisteis la finca en el precio que habéis declarado?


   –Sí, así es –contestó ella.


   9 Pedro le recriminó:


   – ¿Por qué os habéis confabulado para poner a prueba
al Espíritu del Señor? Ahí vuelven los que llevaron a enterrar a tu
marido, y ahora te llevarán a ti también.



   10 En el acto, ella cayó muerta a sus pies. Cuando los
jóvenes entraron la encontraron cadáver, y se la llevaron para
enterrarla junto a su esposo. 11 Entonces un gran espanto vino sobre
toda la comunidad y sobre todos los que se enteraron de estos sucesos.






El texto empieza con un melancólico “pero”. Hasta la mejor persona tiene su “pero”, y también la mejor iglesia.


Dos miembros de la comunidad, Ananías y Safira su esposa, como muchos
otros miembros –y como había hecho José Bernabé-, vendieron un terreno
que poseían. Retuvieron parte del precio para su uso privado, como
tenían todo el derecho de hacer, y Ananías llevó el resto a los
emisarios de Jesús para que lo utilizaran en beneficio de la comunidad,
pero –a diferencia de Bernabé- presentó su monto como el total del
precio de venta recibido. Así, Ananías y Safira cometieron un doble
pecado, una combinación de deshonestidad y engaño. A primera vista no
había nada malo en que retuvieran parte del dinero de la venta. Como
dijo Pedro más tarde, su propiedad les pertenecía tanto antes como
después de la venta (v. 4). Pero hay aquí algo oculto, porque Lucas al
declarar que Ananías “se quedó con una parte del dinero”, elige el verbo griego “nosfizomi” que significa “malversar”.


Este verbo es el mismo término que usa la versión Septuaginta (LXX)
para el robo de Acán (Jo 7,1), y en la única otra aparición que hace en
el Nuevo Testamento significa “robar” (Tit 2,10). Esto puede
querer decir que la historia de Ananías es para Lucas lo que la historia
de Acán es para el libro de Josué. En ambas narraciones un acto de
engaño vicia al pueblo de Dios. Al comienzo de la Iglesia del Antiguo
Testamento también los israelitas (representados por Acán) “faltaron a la palabra”
al retener para uso privado la propiedad que se había dedicado a Dios.
También ahora, cuando aparece por primera vez en el libro de los Hechos
la palabra “iglesia” (griego “ekklesia”, hebreo “qahal”; v. 11)
sugiriendo la comunidad de Dios aparece un caso de malversación e
hipocresía. Tenemos que suponer, entonces, que antes de la venta Ananías
y Safira habían hecho algún tipo de acuerdo para entregar la totalidad
del producto de la venta. Por eso, cuando llevaron a los emisarios de
Jesús solo la parte en lugar del todo, se hicieron culpables de
malversación.


El apóstol Pedro, percibiendo el fraude, le espetó a Ananías palabras
calculadas para hacer ver al infeliz la enormidad y fealdad de su
pecado, que no era otro que la hipocresía. La práctica poco escrupulosa
en el comercio ordinario de la vida era tan común entonces como ahora,
pero entre los discípulos de Jesús debía prevalecer un nivel más alto de
probidad. La queja de Pedro no fue que a la pareja le faltara
honestidad (al aportar solo una parte del precio de la venta) sino que
les faltaba integridad (al simular que aportaban la totalidad cuando
llevaban solo una parte). Eran unos mentirosos.


Y es que Ananías, en su esfuerzo por ganar una reputación mayor que
la que realmente había obtenido, trató de engañar al grupo de creyentes
con una descarada mentira (su motivación no era aliviar a los pobres de
la comunidad, sino alimentar su propio ego), pero en realidad estaba
tratando de engañar al Espíritu Santo, cuyo poder vivificante había
creado la comunidad y la mantenía viva. Así de real era la apreciación
que tenían los apóstoles sobre la presencia y autoridad del Espíritu
Santo en su medio. Una mentira a Pedro, como hombre individual, podría
haber pasado como algo relativamente venial, pero aquello –sea que
Ananías lo supiera o no- era una mentira a Dios, porque el Espíritu
Santo en la Iglesia es Dios mismo presente entre su pueblo (1 Co 14,25).
Lamentablemente tan pronto fue necesario remarcar la lección que más
tarde formuló Pablo: “¿No sabéis que sois templo de Dios y morada
del Soplo del Espíritu divino? Si alguien destruye el templo de Dios,
Dios lo destruirá, porque el templo de Dios es sagrado, y ese templo
sois vosotros”
(1 Co 3,16s).


Además, detrás de toda esa maldad estaba el diablo, el gran enemigo
de Dios y de la humanidad. Aquí tenemos a Satanás, el que tentó a los
primeros padres en el parque del Edén en el capítulo 3 del Génesis, y el
que tienta ahora a la Iglesia naciente. Al principio de la creación
original el diablo entró y causó problemas; después vino la segunda
creación, la Iglesia, y, una vez más, el diablo se puso en acción. Un
hombre y una mujer al principio, un hombre y una mujer aquí de nuevo. La
primera mujer, Eva, era figura de la Iglesia que sale del costado de
Adán (como la Iglesia sale del costado de Cristo). Primero fue su cuerpo
y luego será su esposa.


El apóstol Pedro, un hombre espiritual como consecuencia de su
bautismo del Espíritu, vio exactamente lo que estaba ocurriendo: el
diablo se le había colado dentro a Ananías e inspiraba aquella trama. El
diablo frecuentemente tiene el control, pues es el dios de este mundo
(2 Co 4,3), y entra en al corazón de los humanos para gobernarlos y
dirigirlos hacia el mal. ¡Por eso el mundo está como está! Sin embargo,
aquí hay algo más: el diablo también actúa en la Iglesia, puede
disfrazarse de ángel de luz (2 Co 11,14) y negar los mismos basamentos
de la Iglesia. Satanás, ese poder invisible (Ef 6,12), ese ángel
rebelado contra Dios y enemigo de su creación, es demasiado listo,
demasiado retorcido y demasiado sutil como para ser vislumbrado. El
diablo –el adversario- es un tramposo y un engañador; su programa
engaña. Los placeres y beneficios que ofrece siempre conducen
irremisiblemente al juicio. Al final acaba uno prendido por el cuello.
Eso es lo que estaba ocurriendo en la Iglesia primitiva.


Nadie había obligado a Ananías a vender su propiedad. La comunidad de
bienes en el primitivo grupo de Jerusalén era totalmente voluntaria. No
se trataba de un comunismo incipiente, porque en el comunismo nada es
voluntario. El terreno pertenecía a Ananías; podía guardarlo o venderlo
como quisiera y, cuando lo hubiere vendido, el dinero obtenido sería
suyo para disponer también como quisiera. En una situación en la que a
aquellos que siguieron el ejemplo de José Bernabé se les tuvo en alta
estima dentro del grupo, la presión social sobre otros para que hicieran
lo mismo, o que aparentaran hacerlo, debió haber sido considerable.


Pedro dijo a Ananías: “¿Cómo se te ocurrió hacer algo así?” (v. 4). A pesar de que Satanás había entrado en su corazón para tentarle, Pedro dice que Ananías “había puesto en el corazón hacer esta cosa”
(griego original), lo cual demuestra que no podía echarle la culpa al
diablo, el cual tienta, pero no fuerza (Stg 1,13ss). Con otras palabras,
Pedro estaba diciendo: “Ananías, no tenías necesidad de vender esta
finca, pero aún después de que recibieras el dinero, no había ninguna
obligación de dar un céntimo. Podías habértelo quedado todo. Pero
decidiste engañar deliberadamente, ¿por qué pusiste esto en tu
corazón?”.
Y ahí era donde estaba el problema. No era un problema
intelectual, ni un problema de conocimiento o información. Era algo más
profundo. Era Satanás que estaba encontrando un hueco en el corazón de
Ananías. Por eso, mientras Pedro hablaba, el pecado de Ananías lo
alcanzó, y éste se sintió tan culpable y conmocionado que cayó muerto.
De hecho, si aquello hubiese sido un pecado de pura debilidad ante una
tentación, Pedro habría orado con él para que se arrepintiese. Pero fue
un evidente acto de juicio –el juicio que comienza primero en la casa de
Dios- y no es extraño que todos los que lo oyeron se llenaran de temor.


Pero también pudo haber sido aquello un acto de misericordia, si se
considera el incidente a la luz de las palabras de Pablo acerca de otro
ofensor contra la comunidad cristiana: “Reunido en espíritu con
vosotros, en el Nombre y por el poder de nuestro Señor Jesús, entregad a
ese individuo a Satanás; y aunque humana y físicamente quede destrozado
por el instinto, la mira es que su espíritu se salve el día del Señor”
(1 Co 5,4s).


Inmediatamente, “unos jóvenes” sacaron y sepultaron el
cadáver de Ananías. En aquel clima, la sepultura seguía rápidamente a la
muerte. Aparentemente a Safira no le dijeron nada de la muerte de su
esposo; no hay modo de saber si se hizo algún intento de comunicarse con
ella.


La muerte de Ananías debió ser un golpe para Pedro, pero la
siguientes tres horas le dieron tiempo para considerar la tragedia y
reconocer en ella el juicio divino. Por eso, cuando entró Safira, Pedro
sospechó la confabulación: “Dime, ¿vendisteis la finca en el precio que habéis declarado? Sí, así es; contestó ella”
(v. 8). Safira tuvo una oportunidad de decir la verdad, pero abundó en
la falsedad de su esposo. Ananías y su mujer se habían puesto de acuerdo
en contar la misma versión, pensando que así no serían descubiertos. Se
habían dicho: “Ni los apóstoles ni nadie lo sabrá. Daremos la impresión de ser personas muy devotas. ¡Que listos somos!”. Pero se olvidaron del Espíritu Santo de Dios y de que
“ninguna criatura escapa a su mirada, pues todo le está descubierto y
patente a los ojos de aquél a quien hemos de dar cuentas”
(Heb
4,13). Por eso, a estas alturas Pedro no tenía dudas de que Safira
compartiría el destino de su marido, así que le descubrió la fealdad de
su pecado: “¿Por qué os habéis confabulado para poner a prueba al Espíritu del Señor?”.


Quienes tienen la presunción de pecar confiados en la impunidad,
están poniendo a prueba al Espíritu del Señor. Después Pedro le dio la
noticia de la muerte de Ananías y pronunció la misma sentencia divina: “Ahí vuelven los que llevaron a enterrar a tu marido, y ahora te llevarán a ti” (v. 9).


Hay algunos pecadores a los que Dios despacha por la vía rápida,
mientras que a otros los soporta un tiempo, sin duda tiene razones para
hacer esta diferencia, aunque no está obligado a rendirnos cuentas de
ellas. En muchos casos, una muerte repentina no significa castigo por
algún grave pecado; quizás es un favor que se les hace al pasar de este
mundo sin dolor ni pena. No obstante, es una advertencia para todos, a
fin de estar siempre preparados. Varias preguntas quedan sin contestar
en este texto. ¿Eran Ananías y Safira verdaderos creyentes a pesar de su
carnalidad? Hay quienes piensan que sí, y que su juicio estaría dentro
de las categorías que Pablo expresa en 1 Corintios 11,28ss, aunque hay
también quienes piensan que solo eran meros creyentes nominales, pero
que nunca habían sido regenerados por el Espíritu. En realidad, no hay
modo de responder a la cuestión. Por un lado, ellos no se comportaron
como si fueran creyentes genuinos; por otro, no se puede decir con
certeza que no lo fueran, a menos que uno esté dispuesto a afirmar que
todo el que cometa un acto de hipocresía no puede ser un creyente. El
temor que cayó sobre toda la comunidad sugiere que muchos de sus
miembros (como muchos israelitas cuando se desenmascaró a Acán) tenían
razones para temblar. Por otra parte, las muertes de Ananías y Safira
tampoco significan que el castigo por el pecado sea siempre la muerte
repentina. Puede serlo, o puede no serlo. No hay nada en el relato que
diga que esto sea una ley universal.


En definitiva, la impresión que este episodio causó en todos los que se enteraron fue impactante: “Entonces un gran espanto vino sobre toda la comunidad (griego “ekklesia”) y sobre todos los que se enteraron de estos sucesos” (v. 11).









EL GRUPO EN POSITIVO: JOSÉ BERNABÉ  4,32-37




EL GRUPO EN POSITIVO: JOSÉ BERNABÉ 4,32-37



   Manuel Lasanta


32 Todos los creyentes, que ya eran muchos, eran de un
mismo sentir y pensar, pues nadie decía que sus cosas fueran solo suyas,
sino de todos. 33 Los emisarios seguían dando un poderoso testimonio de
la resurrección del Señor Jesús, y eran muy estimados, 34 pues no había
ningún indigente entre ellos, ya que quienes poseían terrenos o casas
los vendían, y el precio 35 lo ponían a disposición de los emisarios
para repartirlo según la necesidad de cada uno. 36 Tal fue el caso de un
clérigo levita llamado José, natural de la isla de Chipre, a quien los
emisarios pusieron por apodo Bernabé (que significa: “Predicador”),
37 que vendió un terreno de su propiedad y puso el importe a disposición
de los emisarios.






La comunidad llena del Espíritu exhibía una notable unanimidad,
expresada hasta en la voluntaria actitud hacia la propiedad privada. Los
miembros consideraban que sus propiedades estaban a disposición de la
comunidad; aquellos que poseían casas o tierras las vendían a fin de que
los bienes estuviesen más convenientemente a disposición del grupo en
forma de dinero. De se modo, los miembros más ricos hacían provisión
para los más pobres y, por un tiempo, nadie tuvo hambre o necesidad,
aunque cuando más tarde se agotaron los fondos y llegó una hambruna (Hch
11,28), la congregación llegó a depender de la generosidad de los
hermanos de fuera.


En este nuevo sumario de la comunidad de Jerusalén se silencia la
participación de la misma en el culto del templo (Hch 2,42). Y es que al
comparar los dos cuadros que pinta Lucas se observa que aunque las
reuniones se seguían celebrando, estas se tenían en el Pórtico de
Salomón (Hch 5,12) debido al considerable número de creyentes, pero
ahora eran reuniones de enseñanza, no de participación en la liturgia
judía. Desde el temblor descrito anteriormente, ya no subían al templo a
orar. Para la nueva Iglesia el templo judío había dejado de ser lugar
de culto, para pasar a ser lugar de reuniones. El sacrificio ya no será
el del cordero en el templo, sino el sacrificio eucarístico en las
casas. La “gloria” (el Espíritu Santo) ha pasado del templo a la comunidad eclesial.


Lucas nos recuerda el carácter de esta comunidad de creyentes, donde
nadie decía que sus cosas fueran solo suyas. Da una imagen de paz
maravillosa, una imagen de unidad, fraternidad y amistad, que era una
evidencia del impacto del Evangelio en sus vidas.


Algunos afirman que simplemente se trataba de una especie de
comunismo primitivo. El comunismo hace a todos iguales, de modo que
todos comparten sus bienes. Pero ¿era esto comunismo? Desde luego que
no. La diferencia es que lo que Lucas describe aquí era totalmente
voluntario. ¿Cuánto había de voluntario en la extinta Unión Soviética o
en cualquier otro país comunista? Donde hay comunismo, nada es
voluntario, pues este lleva a cabo sus propósitos a través del poder y
por la fuerza. Si es desafiado, eres eliminado. En el grupo descrito por
Lucas no se hacía nada con el temor de que la policía secreta estuviera
vigilando y actuara rápidamente.


Además, a la luz de la afirmación posterior de Pedro a Ananías, de
que su propiedad le pertenecía (Hch 5,4), se entiende que no podemos
forzar estas palabras para suponer que los creyentes habían renunciado
literalmente a la propiedad privada, a favor de la propiedad en común.
Tal vez la frase importante sea que “nadie decía que sus cosas fueran solo suyas, sino de todos”
(v. 32). Si bien de hecho y legalmente seguian teniendo sus bienes,
mentalmente y de corazón cultivaban una actitud tan radical que pensaban
de sus posesiones como disponibles para ayudar a sus hermanas y
hermanos necesitados. Tenían tal amor por sus hermanos que lo mostraban
solidariamente cuando algunos pasaban por estrecheces y necesidades
vendiendo sus propiedades y dándolas para paliar esas situaciones
desdichadas (1 Jn 3,16ss); pero la venta era voluntaria y esporádica, a
medida que surgía la necesidad de tener dinero contante.


Los Doce emisarios de Jesús, como dirigentes de la comunidad,
recibían las ofrendas de buena voluntad que se les traía, y cuya
administración ellos habían asumido, aunque tenían que dedicar su tiempo
y sus energías al testimonio público de la resurrección del Mesías
Jesús. Mientras hacían esto, el poder de Dios, demostrado con señales
poderosas, acompañaba la predicación de los apóstoles, como respuesta a
la oración (v. 30), a la vez que continuaban disfrutando la experiencia
de la gracia de Dios y del favor de la población de Jerusalén. Ahora
bien, ¿cuál era su tarea principal? Dar testimonio de la experiencia
clave y crucial de sus vidas: haber sido testigos del Mesías resucitado.
¡Cómo callar una experiencia así, haber visto a Jesús resucitado!


Era por esto que ellos eran apóstoles, emisarios y embajadores del
Mesías Jesús. Era por esto que había Iglesia. Sin resurrección de Jesús
no habría nada de esto, pues el grupo de seguidores de Jesús estaba
absolutamente acabado después de la crucifixión de su maestro. ¡Todos
estaban deprimidos! Ese hubiera sido el final de todos ellos de no ser
por aquel acontecimiento tan formidable que les cambió las vidas. Ellos
habían visto cómo su maestro agonizaba cosido a un leño, cómo murió
gritando y entregando su espíritu al Padre, cómo bajaron el cadáver de
la cruz, cómo lo llenaron de ungüentos, cómo lo depositaron en el
sepulcro, cómo hicieron rodar una piedra en la entrada, cómo la sellaron
y cómo pusieron soldados para cuestodiarla. ¡Todos los vieron dolidos y
lastimados por la situación!


Tres días después acudieron a la tumba, incrédulos y abatidos, porque
algunas mujeres decían que un terremoto había corrido la losa del
sepulcro y unos ángeles merodeaban el lugar. ¡Jesús había resucitado
dejando solo tras de sí la ropas con las que fue sepultado! Se levantó
corporalmente con un cuerpo transformado y glorificado. Pudo enseñarles
sus manos y su costado. Le dijo al incrédulo Tomás que metiera sus dedos
en las llagas (Jn 20,27). Les pidió algo de comer (Lc 24,42s) para que
no pensasen que se trataba de un fantasma o de un mero espíritu (Lc
24,39). Un espíritu no come, es inmaterial, pero Jesús estaba
demostrando que era material, aunque diferente. Podía atravesar una
puerta cerrada. No obstante, era el mismo cuerpo en esencia. Esa es la
resurrección de la que los emisarios daban un poderoso testimonio. ¡Dios
no había dejado en la tumba a Jesús! Finalmente lo había acogido.


¿Cómo se puede explicar la conducta de aquellos hombres sin letras y
del vulgo? ¿Cómo pudo nacer la Iglesia? ¿Cómo pudieron iniciar un
movimiento que puso en jaque al mayor imperio conocido? Estos hombres
por sí mismos nunca hubieran podido hacer nada de esto. Pero, en cambio,
realizaron cosas formidables. Ellos fueron los pilares sobre los que se
fundó la Iglesia que luego se extendió por todo el mundo y que con el
tiempo venció nada menos que al Imperio Romano, y ha permanecido desde
entonces.


¿Cómo hicieron estas personas todo aquello si la resurrección hubiera
sido un fraude? ¿Debemos pensar que se inventaron los hechos o que
fingieron creer en algo que no era verdad? ¿Cómo unos impostores podrían
haber producido nunca la literatura del Nuevo Testamento? La idea es
ridícula, el bien no procede del mal. Solamente se puede concluir que la
resurrección de Jesús fue un hecho real y objetivo. Por eso estos
apóstoles se aferraron a ella y estaban dispuestos a morir antes que
negarla.


¿Por qué era tan fundamental la resurrección de Jesús? ¡Porque
probaba que la muerte de Jesús había dado completa satisfacción al Dios
Santo y a su justa Ley! No es sorprendente que el apóstol Pablo dijera: “Él (Dios) levantó de los muertos al Señor Jesús, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para hacernos justos” (Ro 4,24s). ¿Y cuál es el argumento de 1 Corintios 15? “Si
Jesús no resucitó, el mensaje que predicamos no tiene contenido, ni
tampoco sirve para nada la fe que tenéis… aún estáis hundidos en
vuestros pecados… Si todo cuanto esperamos de Cristo se limita a esta
vida, somos las personas más dignas de lástima”
(1 Co 15,14-19).


Ahora bien, hay un único camino de salvación, y éste pasa por el
Mesías Jesús, como tuvieron el privilegio de predicar aquellos doce
hombres sin letras. El Señor Jesús se ofreció a sí mismo al Padre como
su propio cordero. La gran pregunta es esta: ¿Nos puede salvar el Señor
Jesús? Solo si puede probar que es lo suficientemente grande y bueno
como para soportar el castigo de todos nuestros pecados, pasando a
través de la muerte que todos merecemos, y apareciendo triunfante al
otro lado. Y eso es precisamente lo que hizo.


Pero uno se pregunta hoy si Dios quiso que aquellas señales y
prodigios que realizaban los emisarios de Jesús eran acontecimientos de
todos los días y expresiones normales de la vida de los creyentes. Sin
embargo, los milagros por definición son algo contrario a lo normal o
cotidiano. Cierto es que aparte de los apóstoles, Esteban y Felipe
también hicieron señales, pero puede argumentarse que a ellos les tocó
un papel único en la colocación de los fundamentos de la misión mundial
de la Iglesia (Hch 7,1ss; 8,5ss). De hecho, lo que se discierne en la
Biblia es que los milagros se agruparon en torno a los principales
órganos de revelación, particularmente Moisés el dador de la Ley, el
nuevo testimonio profético iniciado por Elías y Eliseo, el ministerio
mesiánico de Jesús, y sus emisarios, de tal forma que Pablo se refirió a
sus milagros como “las señales distintivas de un apóstol” (2
Co 12,12). Bien puede haber situaciones en las que los milagros tengan
su lugar en nuestros días, por ejemplo, en las fronteras de la misión y
en una atmósfera de incredulidad que exige una lucha frontal de la
Iglesia. Pero la Biblia da a entender que estos son casos especiales, y
no parte de la vida cotidiana de los fieles.


Bernabe era un chipriota judío que destacaba por ser una inspirado
predicador (un profeta), que tenía parientes en Jerusalén (Hch 12,12;
Col 4,10) como también un terreno. Las reglamentaciones del Pentateuco
que prohibían a los sacerdotes y a los levitas tener tierras en
propiedad (Nm 18,20-24; Dt 10,9; 18,1s) parecen indicar que el terrenito
era más bien un campo para una tumba. Ese terreno lo vendió y entregó
el producto de la venta a los apóstoles para beneficio de la comunidad.
Se trata del primer ejemplo, de una serie de tres, mediante los cuales
se intenta describir cómo se llevó a la práctica en la comunidad de
creyentres el reparto de bienes. Los otros dos personajes serán la
pareja formada por Ananías y Safira, que recurrieron a la simulación
para escapar al control de los administradores.


Debemos hacer hincapié en este hecho narrado por Lucas porque hay
gente que piensa que la Iglesia es una sociedad perfecta y que nunca ha
habido ni habrá en ella nada malo. ¡Qué estupidez! Pero desde sus
comienzos aparece este terrible episodio que ocurrió en la Iglesia casi
tan pronto como nació.


La misma honradez encontramos en al Antiguo Testamento, aunque traten
de decirnos que el mismo es un conjunto de cuentos de hadas o imágenes
idealizadas. No perdamos de vista lo que la Biblia narra de los defectos
de Abraham, lo que cuenta del tramposo Jacob, o del violento y adúltero
David. La Biblia nos dice la verdad de cada uno de sus personajes, con
todas sus imperfecciones y defectos. Y ahora, en los mismísimos
comienzos de la Iglesia nos presenta también sus terribles realidades,
sin maquillaje.













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