viernes, 27 de mayo de 2016

EL PATRIARCA JOSÉ - Libros de la Biblia

EL PATRIARCA JOSÉ - Libros de la Biblia










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EL PATRIARCA JOSÉ



Manuel Lasanta


Jacob-Israel tuvo doce hijos; dos de ellos muy queridos por ser hijos
de su amada Raquel. José era el favorito, por eso sus hermanos lo
odiaban, especialmente después de que su padre le regalara una túnica
espléndida, de muchos colores.


Los hermanos de José estaban muy enfadados con él, pero, sobre todo,
porque José respetaba el Nombre del Señor y les echaba en cara todas las
cosas malas que ellos hacían entre los cananeos, que eran paganos. Esas
cosas no podía soportarlas José, pues los cananeos empezarían a hablar
mal de Jacob-Israel y hasta podrían despreciar al Dios de Israel. Por
eso José contaba a su padre las cosas malas que hacían sus hermanos. Por
otra parte, Jacob amaba más a José que a los demás hijos, pues José era
el hijo mayor de Raquel, y además respetaba el Nombre del Señor.


Un día José dijo a sus hermanos: “He tenido un sueño muy hermoso
en el que estábamos todos atando manojos, entonces mi manojo se levantó y
se quedó erguido. Vuestros manojos permanecieron alrededor del mío y se
inclinaban ante el mío”.



Sus hermanos se enojaron contra él y le dijeron: “¿Acaso reinarás tú sobre nosotros? Nunca seremos tus criados”. Por esta causa aún le aborrecían más.


Poco después José tuvo otro sueño que también contó a sus hermanos: “Esta noche he soñado que el sol, la luna y las estrellas se inclinaban ante mí”.


Tal vez hubiera sido mejor que José se quedara callado, pues hasta su padre le reprendió: “¿Qué sueños son esos, José? ¿Acaso vendremos tu madre y yo a inclinarnos ante ti?”.


Los hermanos de José le odiaban cada vez más, y ya ni le hablaban.
Sin embargo, la Biblia dice que también le envidiaban. Ellos habrían
querido tener esa clase de sueños. Jacob, por otra parte, recordaba
cuando Dios le habló en Betel, y se preguntaba en qué vendría a parar
todo aquello.


Un día los hermanos de José marcharon lejos con los rebaños.


Jacob vivía aún en Hebrón, al sur del país de Canaán. Sus hijos
salieron con los rebaños hacia Siquém, que estaba bastante lejos, pero
José se quedó acompañando a Jacob.


Una mañana Jacob llamó a José y le dijo: “Debes ir donde tus hermanos y preguntarles cómo van las cosas y si se encuentran bien”.


“Por supuesto, padre”, contestó José, poniéndose la ropa más
hermosa que tenía, la túnica de colores que le había regalado su padre,
y de madrugada emprendió el camino hacia Siquém donde llegó al
atardecer. Estuvo buscando por todas partes, pero no encontró a sus
hermanos. Por suerte encontró a un hombre que le preguntó: “¿A quién buscas?”. “Busco a mis hermanos”, respondió José. “Ya no están aquí, han seguido adelante. Les oí decir que iban a Dotán”. Entonces José se dirigió en esa dirección y efectivamente, en los alrededores de Dotán encontró a sus hermanos.


La larga marcha le habían cansado, tenía hambre y sed, pero… ya
estaba cerca de sus hermanos y con ellos podría reponerse y descansar.


Cuando llegó notó el malestar en el ambiente, pues no querían hablarle. Se habían dicho entre sí burlonamente: “Aquí viene el soñador”. Con una expresión cargada de odio y envidia le vieron acercarse.


“¿Sabéis lo que haremos? Le mataremos y así sus sueños quedarán en nada” –dijo uno de ellos.


Todos estaban de acuerdo, excepto Rubén, el hermano mayor, quien dijo: “Tengo una idea mejor. ¿Veis aquel pozo profundo? Le echaremos en él y como es hondo no saldrá jamás”.


Rubén quería salvar a José y planeó enviarle secretamente a su padre,
pero no podía decirlo porque sus hermanos no le escucharían. De esta
forma ellos pensarían que Rubén quería matarlo de hambre y sed en el
pozo.


“Bien –dijeron los demás– lo haremos así”. Mientras tanto, José ya había llegado hasta ellos.


“Que alegría de encontraros –dijo José-. Estoy muy cansado. ¿Cómo estáis vosotros?”.


Nadie contestó, al contrario, se abalanzaron contra él, le quitaron
la hermosa túnica y lo echaron al fondo del hoyo. José no salía de su
asombro.


“¿Qué hacéis? No me hagáis daño”, suplicaba. Pero no le
hacían caso. Con un golpe sordo cayó al fondo de la cisterna. Por
fortuna no había agua en el pozo, pues de lo contrario se habría ahogado
sin remisión.


“Id a comer un poco –dijo Rubén– mientras yo cuido de las ovejas. Cuando hayáis terminado yo iré a comer también”.


Mientras Rubén se quedó al cuidado de los rebaños, sus hermanos
comieron con gran apetito, pero no dieron a José ni la más pequeña
migaja.


Mientras tanto, Rubén pensaba: “Cuando mis hermanos hayan comido
vendrán a cuidar las ovejas y yo iré a la cisterna, entonces sacaré a
José y lo enviaré de vuelta a nuestro padre”.



Mientras tanto, los hermanos vieron acercarse una caravana de
comerciantes; eran ismaelitas, descendientes de Ismael, hijo de Agar y
Abraham. Junto con ellos iban también unos madianitas, descendientes de
Madián, hijo de Abraham y Cetura. Todos iban camino de Egipto.


Llevaban sus camellos cargados de mercancías que traían de Babilonia y que iban a vender a Egipto. De repente, Judá dijo: “¿Sabéis lo que podemos hacer? Vendamos a José como esclavo a esta gente. Así no lo mataremos y nos libraremos de él”.


“¡De acuerdo!”, gritaron los demás.


Cuando los comerciantes se acercaron les ofrecieron venderles un
esclavo muy trabajador. Los ismaelitas se interesaron ya que un esclavo
podía serles útil en el viaje y luego en Egipto no faltaría quien lo
comprara.


“¿Cuánto vale?”, inquirieron.


“Veinte piezas de plata”, fue la respuesta, y sacaron a José
del hoyo para que los comerciantes lo examinaran. Pronto estuvieron de
acuerdo en el precio.


Cuando José vio que lo sacaban de la cisterna se puso contento, pues
pensó que todo había sido una broma de sus hermanos y que ahora le
darían de comer y de beber.


Pero no tardó en comprender su error. Pronto se dio cuenta de que le
estaban entregando a unos extranjeros que se encaminaban a Egipto y que
allí sería vendido como esclavo. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
Nunca más volvería a ver a los suyos. Ni se despediría de su padre. En
su angustia suplicaba a sus hermanos, pero estos se ríen de él y se
burlan de su dolor.


¡Qué crueldad! ¡Qué malvados eran aquellos hijos de Israel!


Cuando los hijos de Jacob llegaron a los rebaños para relevar a Rubén
y que éste pudiera comer, rápidamente Rubén corrió hacia la cisterna
para liberar a José, pero, al mirar dentro del pozo vio que estaba
vacío. Se llevó un gran susto, y fue a preguntar a sus hermanos: “¿Dónde está José?”.


“Lo hemos vendido a una caravana que iba a Egipto”.


Rubén se espantó ante tal respuesta.


“¿Qué vamos a decir a nuestro padre?”, preguntó.


Entonces tomaron un cabrito, lo mataron y tiñeron la túnica de José
con la sangre del animal de tal forma que la ropa quedó cubierta con la
sangre y así la enviaron a su padre.


Israel recibió la ropa, y al examinarla dijo: “Esta es la túnica de mi hijo José. Seguro que ha sido devorado por una fiera”.


Jacob se anegó en llanto, rasgó sus vestidos en señal de luto y su
cabeza se cubrió de canas por la tristeza. Entonces llegaron sus hijos y
le dijeron: “Padre nuestro, no llores más, pues nosotros aún estamos contigo”.


Todos trataban de consolar a Jacob, pero nadie le decía que José estaba vivo y que le habían vendido para Egipto.


Jacob, el que fuera un día un engañador, fue engañado por sus propios hijos.








José con Potifar y en la cárcel


Los mercaderes vendieron a José a un rico egipcio llamado Potifar.
Pero Dios no se olvidaba de José, y lo bendecía también en Egipto. De
modo que muy pronto Potifar se dio cuenta de que había adquirido un
esclavo honrado y servicial, y miraba con simpatía a José y charlaba con
él. Lo nombró mayordomo sobre toda su casa; ahora todos los demás
criados tendrían que obedecerle.


Aquello era un gran honor para José ya que de ahora en adelante su
vida sería más fácil y Potifar, su señor, sería más amable con él.


José agradeció el honor y redobló su esfuerzo y el Señor no solo bendijo a José, sino también a Potifar.


En ningún lugar el trigo era tan abundante como el de Potifar, sus
vacas eran las más gordas y grandes. Pero a José le era imposible
olvidar a su familia, y de noche, en la cama, las lágrimas acudían a sus
ojos.


Potifar estaba casado, pero su esposa no lo amaba. Un día llamó a José y le dijo: “Acuéstate conmigo, porque yo no amo a mi esposo”.
Pero José la rechazó, aunque ella a partir de entonces lo acosaba. Un
día agarró a José de sus ropas y le dijo que se acostara con ella. Pero
al huir José, dejó su manto en manos de la mujer, que decidió vengarse y
comenzó a gritar y pedir socorro. Al acudir los criados ella aseguró
que José quiso violarla y al huir había dejado el manto en sus manos.
Cuando Potifar regresó, su esposa le contó aquella historia. Entonces
Potifar se enfureció tanto contra José que lo metió en la cárcel,
ignorando su versión de los hechos.


Primero José fue vendido como esclavo por sus propios hermanos, había
sido llevado al lejano Egipto, donde posiblemente no volvería a ver a
su querido padre y ahora era arrojado injustamente a una celda oscura y
sombría. Pese a todo, el Señor estaba con José y le ayudó allí mismo.


“¿Qué es lo que realmente has hecho? ¿Por qué te han metido aquí?”, preguntó el carcelero a José.


Éste se lo contó con sinceridad, y el carcelero creyó la versión de
José, pues veía en él a un hombre honesto y humano, y le permitió salir
de aquella celda para asistirle en sus tareas, si bien no podía salir
del recinto de la cárcel. Hacía algunos trabajos como servir las comidas
a los otros presos, limpiaba las celdas, barría el corredor y algunas
tareas más. Esto permitía a José no aburrirse. Al igual que en la casa
de Potifar, José realizaba su trabajo con esmero y diligencia y esto
hacía que el jefe de la cárcel cada vez le estimara más y lo tratara
amablemente.


Un día llegaron a la cárcel dos nuevos prisioneros, eran dos
cortesanos del palacio del faraón. Uno era el jefe de los coperos y el
otro el jefe de los panaderos. A ellos también servía José la comida y
de vez en cuando charlaba con ellos.


Una mañana José entró en la celda y los encontró con la mirada fija y una expresión de tristeza.


“¿Qué os pasa? ¿No os encontráis bien?”.


“No, no es eso –respondieron-. Es que hemos tenido unos extraños sueños y no sabemos qué significan”.


Durante unos momentos José se quedó en silencio, luego dijo: “El significado de esos sueños solo lo conoce el Señor, pero él puede revelarlo. Contadme vuestros sueños”.


“Soñaba –dijo el copero-, que estaba de nuevo en palacio
y en mi sueño veía una vid con tres sarmientos, de los que salían
flores y de las flores brotaban racimos de uvas. Cuando las uvas estaban
maduras las exprimía hasta que el jugo salía de ellas y lo recogía en
la copa del faraón, llenaba la copa y se la daba. Nunca he tenido un
sueño más extraño. Me gustaría saber su significado”.



Pasados unos momentos, José le dijo: “Esos tres sarmientos
significan tres días. Pasados tres días saldrás de la cárcel, te pondrás
de nuevo tus hermosos vestidos y volverás al servicio del faraón para
llenar su copa”.



Una gran alegría inundó al copero al saber esa gran noticia; casi no podía creerlo.


José siguió: “Cuando estés de nuevo con el faraón háblale de mí y
hazle saber que estoy aquí aún siendo inocente. ¿Lo harás? Entonces
puede que el faraón me libre de estos calabozos”.



“Por supuesto que contaré tu historia al rey, puedes contar conmigo”, prometió el copero.


El panadero había escuchado todo en silencio y ahora pensaba: “Quizás también a mí me den la libertad, sería fantástico”.


“Te voy a contar mi sueño; escucha, soñaba que llevaba tres
canastillos sobre la cabeza. En el de arriba había toda clase de tortas y
deliciosos pasteles. Entonces, de pronto, vi acercarse a unos pájaros
volando, se posaron sobre el canastillo y picotearon los pasteles.
¿Podrás decirme el significado del sueño?”.



“Por supuesto –contestó José-. Los tres canastillos
significan también tres días, dentro de los cuales saldrás de la cárcel.
Pero no volverás al palacio del faraón, sino que serás ahorcado.
Entonces vendrán los pájaros y comerán tu carne”.



El panadero palideció de temor.


En seguida José se marchó porque tenía que atender a los demás presos.


Pasados tres días llegó un mensaje del faraón. Ese mismo día era el
cumpleaños del rey y se celebraba una gran fiesta en el palacio. Y tal
como José había predicho, el copero volvió al palacio y el panadero fue
ahorcado.


A la mañana siguiente, José se despertó esperanzado por si llegaba
alguien a liberarle ya que el copero habría contado todo al faraón, pero
llegó la noche y nadie llegó. “Tal vez mañana”, pensó José y con este pensamiento se durmió. ¿Acaso no había prometido el copero hablar de José al faraón?


Sí, el copero lo había prometido, pero tan pronto salió de la cárcel
se olvidó de ello. Cuando se vio de nuevo en el palacio del faraón no
volvió a pensar en José.


José, gobernador de Egipto


Un día, el faraón reunió a todos los magos y sabios de Egipto ante su trono, y les dijo: “Os
he mandado llamar para ver si podéis ayudarme. He tenido un sueño y
ahora os pido que me déis el significado de dicho sueño”.



“Explíquenos el sueño, y se lo interpretaremos”, respondieron los sabios.


“Poned atención. En mi sueño estaba a orillas del Nilo, de pronto
subieron del agua siete vacas que iban a pacer al prado. Eran vacas
gordas. Poco después subieron otras siete vacas del agua, pero eran
vacas flacas. Entonces las vacas flacas devoraron a las gordas y, a
pesar de ello, siguieron siendo tan flacas como antes”.



El rey se quedó en silencio y toda la sala permaneció expectante.


“Entonces –continuó el faraón– me adormecí y tuve otro
sueño. En este había siete espigas de trigo muy hermosas, los granos
eran muy grandes, después subían otras siete espigas marchitas, sin un
grano de trigo, que devoraron a las siete espigas grandes y, sin
embargo, quedaron tan flacas como antes. Interpretadme el significado de
estos sueños”.



El rey esperaba en silencio la respuesta.


Pero nadie decía nada. Los sabios y magos se miraban y se encogían de
hombros. Nadie sabía qué significaban aquellos extraños sueños.


El faraón preguntó de nuevo: “¿Quéreis decirme qué significan estos sueños?”.


“Señor, no lo sabemos, no podemos darte una respuesta”.


Aquello fue una decepción para el faraón, pues estaba convencido de que sus sueños tenían una significación especial.


De pronto, el copero, que estaba también presente, pensó en José,
acordándose también de la promesa que le había hecho dos años atrás.


“Señor –dice-, conozco a una persona que podría dar con el significado de estos sueños”.


“¿De quién se trata?”, preguntó el faraón.


“¿Recuerda usted que hace dos años me envió a prisión junto con el jefe de los panaderos? –dijo el copero.
Allí estaba también un joven de Canaán, llamado José, que nos servía la
comida. Una noche habíamos tenido un sueño y José nos lo interpretó.
Afirmó que yo sería rehabilitado, pero el panadero sería ejecutado. Y
así pasó”.



“Ve, rápidamente y llama a José”, ordenó el faraón.


Los soldados corrieron hacia la cárcel en busca de José, quien, como
siempre, estaba atareado en sus labores, pues ya no esperaba nada de
aquel copero que le había prometido acordarse de él en la corte del
faraón. De pronto escucha: “José, debes presentarse inmediatamente a faraón”.


“¿Yo? –preguntó sorprendido. ¿Qué quiere el rey de mi? Además, no puedo ponerme delante suya con estas ropas de presidiario”.


Lo cogieron, le cortaron el pelo y le pusieron ropas nuevas para llevarlo a palacio.


José entró tímidamente en el palacio real y fue conducido por los
criados ante el trono del faraón. Haciendo una reverencia, llegó ante el
rey.


“José –dijo el faraón-, he tenido unos sueños y ningún sabio de Egipto me los ha podido explicar. He oído decir que tú puedes descifrarlos”.


“Señor, yo no puedo hacer eso, pero Dios puede declarar su significado al rey”.


Seguidamente, el faraón contó a José sus sueños de las siete vacas
gordas y la ssiete espigas gordas, que fueron devoradas por las siete
vacas y las siete espigas flacas. Cuando acabó, dijo a José: “Dime ahora lo que significan estos sueños”.


José respondió: “Majestad, el Señor por estos sueños ha declarado
lo que va a suceder. Las siete vacas gordas y las siete espigas llenas
significan siete años. Se trata de un mismo sueño. Su interpretación es
que vendrán siete años de abundancia, durante los cuales habrá tanto
trigo que la gente no sabrá qué hacer con él. Pero después de estos
siete años de abundancia, vendrán otros siete en los que la tierra no
producirá nada y como consecuencia vendrá una gran hambre. El que hayan
sido dos sueños significa que el tiempo está muy próximo, comenzando el
año próximo. Tendrá que elegir usted a alguien prudente y sabio que sea
capaz de administrar todo el excedente de grano de los siete años de
abundancia para que haya para cuando lleguen los siete años de hambruna y
de esta forma los egipcios tengan para comer y no mueran de hambre”.



José permaneció en silencio, también el rey y todos los presentes.
Unos pensaban que José se lo estaba inventando todo, pero otros creían
que decía la verdad.


Entonces el faraón dijo: “José, tu Dios te ha declarado el
significado de estos sueños. Como en Egipto no hay nadie más sabio que
tú, desde ahora te nombro gobernador sobre todo el país de Egipto. Todos
los egipcios tendrán que obedecerte”.



Faraón se levantó y entregó un hermoso anillo de su propio dedo a
José, quien pasó en un solo día de preso en las cárceles de Egipto a
primer ministro del reino. Nunca imaginó que pudiera ocurrirle tal cosa.


El rey dio órdenes a los criados y José fue revestido con hermosas
ropas reales. Después el rey le puso un collar al cuello. Poco después,
un carruaje conducido por un noble egipcio se detuvo ante palacio y José
subió en él. Un vocero gritaba: “¡Doblad las rodillas!”. Y todo el mundo se inclinaba al paso de José.


Poco después José se casó con Asenat, una mujer noble, hija de unos
de los principales de Egipto, lo que era un gran honor para José. Juntos
vivían en un hermoso palacio.


¿Olvidaría ahora José al Señor, Dios de sus padres? No fue así. José
vivía agradecido a Dios por aquellos privilegios y por lo inescrutables
que son sus caminos.


José estaba ahora muy ocupado, recorriendo todo el país. Por todas
partes ordenó construir graneros para almacenar el excedente que ya
estaba produciendo. El trigo almacenado era imposible de calcular.


En estos años de abundancia José tuvo dos hijos, el mayor se llamaba Manasés y el segundo Efraín. ¡El Señor era bueno con José!


Por fin, pasaron los siete años de abundancia y al octavo año
sembraron los egipcios de nuevo sus campos, pero la tierra no dio
cosecha. No pudieron segar trigo y comenzó la hambruna, entonces los
egipcios se dirigieron al faraón y le dijeron: “Danos grigo o moriremos de hambre”.


“Escuchad –dijo el faraón-, no os doy trigo. Id a José”.


Como José había almacenado grandes cantidades de grano en las
ciudades, escuchó sus ruegos, abrió los graneros y los egipcios
recibieron trigo para preparar sus panes.


Todos estaban contentos, y decían: “¡Con cuánta sabiduría ha actuado José! Si no hubiera sido por él, moriríamos de hambre. José nos ha salvado”.


José vuelve a ver a sus hermanos


La carestía no solo afectó a Egipto, sino que también los pueblos
vecinos la sufrieron. Pero, al oír que había alimento en Egipto, mucha
gente viajó hasta allí para comprar trigo.


En Canaán la familia de José también estaba hambrienta, así que sus
hermanos viajaron a Egipto enviados por Jacob, donde habían oído que se
podía comprar grano. Cuando llegaron fueron enviados al gobernador, se
inclinaron ante él e hicieron sus peticiones. José les miraba
atentamente. Luego, en tono airado, les dijo: “¿Quiénes sois y de dónde venís?”.


Aquellos diez hombres se asustaron y dijeron: “Señor, venimos del país de Canaán para comprar trigo”.


“Creo que eso no es cierto –contestó José con brusquedad, para observar si eran tan malos como antes. Más bien parecéis espías”.


“No, eso no es cierto. Somos todos hermanos y venimos a por trigo”.


José, con el mismo tono duro, les dijo: “No me dejaré engañar por
vosotros. Habéis venido a inspeccionar las zonas vulnerables del país.
Si os dejo marchar pronto volveréis con un ejército para robarnos el
trigo”.



“Escúchenos, señor, por favor. Éramos doce hermanos, todos hijos
del mismo padre. El menor, Benjamín, ha quedado en casa con nuestro
padre y uno falta. Solo hemos venido a comprar trigo”.



¿Acaso es que no reconocían en el gobernador a su hermano José? No,
porque habían pasado veinte años y además las ropas los confundían.


Sin embargo, José los reconoció inmediatamente. Pero no se dio a
conocer a ellos. Quería saber si eran tan malos como antes y quería
probarles.


Por eso, cuando los hermanos terminaron de hablar, José sentenció: “Sin
duda sois espías. Sin embargo, voy a investigar si decís la verdad. Uno
de vosotros se quedará aquí en Egipto mientras los demás vuelven a
Canaán para llevar el trigo para vuestras familias. Pero después debéis
volver y traer a vuestro hermano menor, así sabré que me habéis dicho la
verdad. Si no lo hacéis, el que quede aquí será ejecutado”.



Los hermanos estaban horrorizados.


“Si no hubiésemos vendido a José –se dicen unos a otros– no nos pasaría esto. Es un castigo del Señor”.


Rubén, que había querido salvar inicialmente a José, dice: “Es culpa vuestra. Yo os prevení, pero no me hicisteis caso”.


Ellos no sabían que José estaba entendiendo todo cuanto hablaban.


Enseguida llamó José a unos soldados y les ordena tomar a Simeón para
encarcelarlo. José ordena que llenen los sacos de los otros nueve y
luego se marchan. En el camino uno de ellos abre su costal y se espanta.
En el saco está el dinero que ha pagado por el trigo. Ahora el
gobernador pensará que han robado el dinero. No lo entienden.


Por fin llegan a Canaán, Jacob sale a su encuentro y les pregunta: “¿Dónde está Simeón?”.


“Padre, el gobernador estaba muy enojado con nosotros. Piensa que
somos espías. Simeón se ha tenido que quedar en Egipto como rehén ya
que cuando volvamos a comprar más trigo debemos llevar a Benjamín, pues
así lo ha ordenado el gobernador, de lo contrario no nos venderá más
trigo, ni nos dejará volver a casa”.



“No –respondió Jacob resueltamente-. A Benjamín no le dejaré ir; quedará aquí conmigo”.


Jacob, el viejo cojo, con el fresco recuerdo de la pérdida dramática
de José, estaba espantado. Ahora creía también perder a su pequeño
Benjamín, pero la familia necesitaba el trigo, y al final accedió. Rubén
llegó a decirle: “Padre, puedes matar a mis dos hijos si no te traigo a Benjamín de vuelta”. Era una proposición absurda, pues Jacob nunca haría eso.


Por fin Jacob los dejó marchar con Benjamín. Tomaron el dinero que
llevaban en los sacos, pues todos encontraron el dinero que habían
pagado por el trigo cada uno en su saco, quizás de esta forma el
gobernador se mostrara más amable con ellos.


Jacob los siguió con la mirada. “Señor, que ese hombre se porte ahora de otra forma con ellos. Que les crea”. Luego entró en su tienda.


“Yo soy José”


De nuevo en Egipto, los hijos de Israel llegan ante José y se
inclinan de nuevo ante él. José recuerda sus maravillosos sueños de
cuando estaba junto a ellos. Todo se ha cumplido con exactitud.
Inmediatamente se percata de que Benjamín está entre ellos y ordena que
los lleven a su casa. Como José daba las órdenes en egipcio sus hermanos
no entendían lo que decía y temieron que nuevamente los metiera en la
cárcel.


“Señor –dicen al hombre que los acompaña-, tal vez usted
piense que la vez anterior os robamos el dinero, pero no fue así. No
sabemos quién lo metió en nuestros sacos. Ahora traemos el doble del
dinero, el anterior y para comprar más trigo, por ello podéis ver que
somos personas honradas”.



El hombre les respondió amablemente: “No tengáis miedo. Sé que no robasteis el dinero. Por favor, entrad”.


Poco después los diez hermanos están sentados en una de las
habitaciones del palacio del gobernador. Luego se abre la puerta y entra
Simeón. Todos se llenan de alegría. Simeón pregunta cómo están su
padre, su mujer y sus hijos. Sus hermanos le informan y le piden que les
cuente cómo lo ha pasado en la cárcel. Antes de darse cuenta ha pasado
la mañana.


A media tarde vuelve José y se muestra muy amable con ellos, sobre todo con Benjamín. Todo es muy diferente a la vez anterior.


Les pregunta por su padre, si vive y goza de buena salud y les invita a comer con él.


Cuando la mesa está dispuesta el mismo José va indicando a cada uno
el puesto que va a ocupar. Primero Rubén, el mayor, luego Simeón,
después Leví y así sucesivamente. Todos han ocupado el puesto de acuerdo
con su edad. Con sorpresa se miran cariacontecidos. ¿Cómo sabía eso el
gobernador? ¿Habrá sido una casualidad? No saben qué pensar.


José toma los alimentos y da a cada uno una parte; sin embargo, hace
una diferencia, a Benjamín le da cinco veces más que a los demás.


¿Por qué hizo José esto?


Sencillamente quería probar a sus hermanos favoreciendo a Benjamín y
comprobar si eran tan envidiosos como antes. Por fortuna ninguno de
ellos sintió celos de que Benjamín recibiera más. Terminada la comida se
levantaron y José ordena que les sean llenados los sacos y a la mañana
siguiente los once parten hacia Canaán, donde les espera su anciano
padre; todos van contentos y alegres. Simeón les acompaña y a Benjamín
no le ha pasado nada. Dicharacheros, van conversando entre sí.


Pero… de pronto oyen gritos. Cuando se vuelven ven que unos jinetes les siguen y les hacen señas para que se detengan.


El oficial de los jinetes les dice: “Qué ingratos sois”. Todos se quedan sorprendidos sin saber lo que quiere decir, y mirando al recién llegado preguntan: “¿Qué significa esto, señor?”.


“Lo sabéis mejor que yo –dice ásperamente-; sois unos ladrones”.


“¿Nosotros? ¿Por qué?”.


“El gobernador os ha tratado amablemente y vosotros a cambio le habéis robado su copa. Es algo muy bajo”.


Indignados niegan con la cabeza.


“No es cierto –exclaman-; incluso hemos traído el dinero
de la vez anterior. Examine usted nuestros sacos y aquel en cuyo saco
esté la copa que sea matado y los demás nos quedaremos aquí como
esclavos”.



“No –contesta el egipcio-. Aquel en cuyo saco esté la copa solo él quedará como esclavo del gobernador. Los demás podréis regresar a casa”.


El egipcio examina cuidadosamente los sacos comenzando por el del
mayor, pero no encuentra nada. Los hermanos se miran unos a otros
pensando: “Somos inocentes; debe tratarse de un error”.


Finalmente, solo queda el saco de Benjamín.


De repente, todos palidecen. Victoriosamente el egipicio alza la mano
con la copa robada. Todos lo miran estupefactos. Con una expresión de
angustia miran a Benjamín, su hermano menor.


Por la expresión de Benjamín se dan cuenta de que él es ajeno al
robo, de que no sabe nada, pues está tan sorprendido como todos.


Silenciosamente cargan los sacos sobre sus asnos y regresan de nuevo a
la ciudad. Otra vez están ante José, que les mira con enojo.


“¿Con esta ingratitud correspondéis a mi amabilidad? –les pregunta-.
Creo que tenía la razón la primera vez al desconfiar de vosotros. Ahora
os habéis descubierto. Sois unos ladrones, y nos os dejaré sin
castigo”.



Todos callan, no se atreven a hablar, ni siquiera a mirarle. Judá se adelanta: “Señor –responde tímidamente-, haga con nosotros lo que mejor le parezca. Es Dios quien nos castiga por nuestros pecados. Todos seremos sus esclavos”. Pero José niega con la cabeza.


“No –dice-, nada de eso. No es culpa vuestra. Solo aquel
en cuyo saco fue encontrada la copa quedará aquí como esclavo. Los
demás podéis volver a casa”.



Los hermanos se miraban unos a otros. No se atrevían a volver sin Benjamín.


Cómo habían cambiado los hermanos de José. Hace veinte años no les
importaba volver a casa después de vender a José. Ahora no se atreven a
regresar ante su padre sin Benjamín. Nuevamente Judá se atreve a hablar.


“Señor, por favor, escúcheme. Le suplico que no se enoje, pues sé
que es tan poderoso como el mismo faraón. Como sabe nuestro padre es
muy anciano. Raquel, una de las mujeres de nuestro padre, tuvo dos
hijos. El mayor ya no vive, el otro es Benjamín. Nuestro padre le ama
muchísimo y es por eso que la primera vez quedó en casa. Usted nos pidió
que nos acompañara. Cuando volvimos de nuestro primer viaje lo contamos
todo a nuestro padre, pero él no quería que nos acompañase. Forzados
por el hambre hemos hecho este segundo viaje y para que nuestro padre le
dejara venir yo he salido fiador por él ante nuestro padre. Le he
prometido que volvería conmigo. Si ahora vuelvo sin él nuestro padre
morirá de tristeza. Por eso os ruego que me toméis a mí por esclavo en
lugar de él”.



Judá calla. Su voz está temblorosa y las lágrima surcan sus mejillas.


El silencio se puede cortar en la sala. Todos esperan ansiosos la
respuesta de José. De pronto el gobernador ordena a todos los egipcios
presentes que salgan de la habitación y cierren la puerta.


Cuando José está a solas con sus hermanos se echa a llorar. Sus hermanos le miran asustados.


“Yo soy José –les dice en su idioma-. ¿Vive aún mi padre?”.


Sus hermanos se miran espantados.


“Tú no puedes ser José. Nosotros le vendimos como esclavo a una caravana”. Pero le miran fijamente. Sus facciones… Están paralizados por el temor. José les dice:


“Acercaos más. Yo soy José. ¿Por qué tenéis miedo de mí? No os
haré daño. Ha sido el Señor quien ha obrado así, porque aunque vosotros
me hicisteis el mal, el Señor lo ha transformado en bien. Aun quedan
cinco años de hambre. Volved rápido a casa y contad todo a nuestro padre
y volved luego para vivir aquí en Egipto, así os podré dar todo el
trigo que necesitéis. Traedlo todo. Os proporcionaré campos donde podáis
estableceros. Benjamín, ¿no crees tú tampoco que soy tu hermano? Ven
aquí”.









José y Benjamín se abrazan y se besan. Lloran de alegría. Luego José besa a todos sus hermanos. La Biblia dice: “Después sus hermanos hablaron con él”.


No sabemos de qué hablaron, pero nos podemos hacer una idea. ¡Cuántas
cosas debieron decirse! El mismo faraón se enteró de que los hermanos
de José estaban allí y aprueba que se establezcan en Egipto.


José ordena que se les provea de carros y caballos para el traslado.
Han de llevar todos sus enseres y traer a sus mujeres e hijos. Les
promete que les dará el mejor lugar de Egipto. Todo se prepara con
rapidez.


José da regalos a todos sus hermanos. Reciben ropas nuevas, pero
Benjamín recibe cinco veces más que los demás, también les da dinero y
víveres para el viaje.


Cuando todo está preparado les dice: “No riñáis por el camino; id de prisa y traed a mi padre y a toda mi familia. Os espero con impaciencia”.


Salen de la ciudad sin ningún miedo, y hacen felices el camino.


Un encuentro feliz


Jacob esperaba nervioso el regreso de sus hijos. ¿Qué habrá sucedido?
¿Se habrá mostrado esta vez más amable ese extraño gobernador? ¿Volverá
Simeón con ellos? ¿Le habrá ocurrido algo a Benjamín?


Jacob pasaba las noches pensando en ello, sin poder conciliar el sueño. Se pasaba el día orando a Dios y elevando plegarias.


Un día los vio venir a lo lejos. Alguien gritó: “¡Padre, José aún vive! Le hemos visto. Es ese nuevo gobernador que rige todo el país de Egipto”. El viejo Jacob se sobresaltó. Tiene que sujetarse para no caerse. La Biblia dice: “Y su corazón se desmayó”.


Con una expresión negaba con la cabeza con los ojos bañados en
lágrimas. No puede creerlo. Debe ser un error. Luego, cuando ve los
regalos, los carros y el trigo siente que le flaquean las rodillas. José
no estaba muerto, nunca fue devorado por ninguna fiera. José vive.


“¡Basta! Vamos a Egipto. Quiero ver a mi hijo antes de morir”.


El cruel engaño de sus hijos ha quedado ahora al descubierto, sin
embargo, en ninguna parte leemos que Jacob se enfadara con ellos. Si
esto hubiera pasado veinte años antes, Jacob habría maldecido a sus
hijos por haberle engañado, pero ahora es un hombre maduro y ha
aprendido lecciones profundas. Él mismo había sido un engañador y había
engañado a su propio padre y a su hermano. Pero ahora estaba
quebrantado, era un junco hueco por el que circulaba libremente el
Espíritu de Dios. Contempla todo como una disciplina del Señor por sus
pecados pasados y lo acepta.


Jacob no pegó ojo en toda la noche, dando gracias a Dios. Benjamín y
Simeón habían regresado sanos y salvos y José estaba vivo… y era
gobernador de Egipto.


Ahora él iría a Egipto también, pero, ¿era esa la voluntad del Señor?
Jacob tiene miedo a dejarse llevar y hacer algo que vaya contra los
planes de Dios. El amor natural por José no debe interferir con el
propósito de Dios. Antes ya lo había hecho y había pagado las amargas
consecuencias. Por eso, al día siguiente, cuando todos salen hacia el
sur, en los límites del país de Canaán Jacob edifica un altar en
Beerseva y ofrece un holocausto al Dios de Isaac. Colocó todo en el
altar. ¿Ir o no ir? La decisión era de Dios.


“Señor, ¿apruebas esta partida? ¿Es esta tu voluntad?”.


El Señor le da la respuesta por la noche: “Jacob, tú deseas saber
cuál es mi voluntad. Pues bien, marcha sin miedo a Egipto porque yo te
acompañaré, haré de ti una gran nación y traeré de nuevo a tus
descendientes a esta tierra. Tú morirás en Egipto y José cerrará tus
ojos”.



Ahora Jacob ya está tranquilo y a la mañana siguiente continúa el
viaje. Judá va delante para informar a José de que su padre se acerca.


Cuanto más se aproxima Jacob a Egipto, tanto más arde en deseos de ver a José.


En la lejanía ven un carro acercarse rápidamente. Es el carro de
José, que arde en deseos de abrazar a su padre. José salta del carro en
marcha, pues ha reconocido a Jacob en lontananza, pero también Jacob ha
reconocido a su hijo y abre sus brazos.


“Padre mío”, balbucea José.


“José”, dice Jacob, con grandes lágrimas que surcan su vieja y arrugada cara, pero no son lágrimas de tristeza sino de alegría.


José echa sus fuertes brazos al cuello de su padre y Jacob abraza tembloroso a su hijo favorito, a quien creía muerto.


Ambos no pueden dejar de llorar, pero no les importa. Estarían así
toda la vida. ¡Cuántos dolores y tristezas habían conocido en sus vidas!
Y, sin embargo, ahora el Señor les daba una alegría. La Biblia dice: “Y lloró sobre su cuello abundantemente”.


“José, hijo mío; ahora ya puedo morir en paz tras ver tu rostro”.


“Ven conmigo padre”, dice José deshaciendo suavemente su abrazo.


Juntos prosiguen el viaje hacia la región de Gosén, en el delta del Nilo.


En seguida José, acompañado de cinco de sus hermanos, se presenta ante el faraón, quien los recibe amablemente.


“¿Cuál es vuetro trabajo y qué oficio tenéis?”, pregunta.


“Somos pastores y ganaderos. ¿Podríamos vivir en Gosén?”.


Egipto era un país agrícola donde se cultivaba mucho trigo. La región
de Gosén estaba próxima a la frontera oriental, cerca del mar, y se
componía de grandes praderas, por tanto era muy apropiada para ellos,
puesto que sus vacas y ovejas necesitaban pasto.


Faraón se muestra conforme y les concede su petición. José ordena que sean construidas allí casas para su padre y sus hermanos.


Los hijos de Jacob estaban todos casados y tenían hijos. En total eran setenta personas.


Cuando terminaron de construir las casas, las amueblaron y así de
esta manera vivió Jacob con toda su familia en Egipto. El Señor les
cuidaba y ayudaba en todo. Solamente que el Señor les había ordenado que
vivieran separados de los habitantes de Egipto y que no se mezclaran
con ellos, para conservar así su identidad.


Cuando Jacob hubo descansado del viaje, José le condujo a la
presencia del faraón, quien miró con respeto a este anciano y le
preguntó: “¿Qué edad tienes?”.


Jacob le respondió: “Tengo ciento treinta años. Pocos y malos son
los años de mi peregrinación, pues no soy tan viejo como era mi padre,
ni como fue mi abuelo”.



Después Jacob bendijo al rey y se marchó.


José cuidó de la manutención de su padre y hermanos, dándoles trigo
en abundancia. Durante los cinco años restantes que duró la carestía los
egipcios siguieron acudiendo a José para comprar trigo. Cuando se les
terminó el dinero tuvieron que vender sus ganados; luego sus tierras,
después sus casas y, por último, se vendieron ellos mismos como
esclavos.


Pero José no llegó a eso, y nunca los esclavizó. Cuando finalizaron
los años de hambre, estas personas volvieron a sus propias casas y a sus
propias tierras, pero de la producción que recolectaban tenían que dar
la quinta parte al faraón, que les había avalado durante la hambruna.


Jacob bendice a los hijos de José


Un día el viejo Jacob, ya medio ciego, enfermó. José fue a verle con sus hijos Manasés y Efraín para que los bendijese.


Manasés era el mayor y, por tanto, debía recibir la bendición de
primogenitura. Como Jacob no veía, José colocó a los niños de tal forma
que la mano derecha de Jacob reposara sobre la cabeza de Manasés y la
izquierda sobre la de Efraín. Pero Jacob cruzó sus manos, para que la
bendición de primogenitura cayera sobre el menor.


“Padre, te has equivocado”, le advirtió José.


Pero Jacob negó con la cabeza y afirmó: “No me equivoco, lo hago intencionadamente, pues no es Manasés, sino Efraín, quien ha de recibir la mayor bendición”.


José lo acepta, pues las historias pasadas le hacen ver que los caminos del Señor son inescrutables.


Poco tiempo después Jacob estaba en el lecho de muerte. Había
cumplido ciento cuarenta y siete años y todos sus hijos estaban allí.
Era un momento muy emocionante. Ahora Jacob era como un profeta que
había adquirido verdadera percepción de los propósitos de Dios.


Jacob bendijo a sus hijos uno a uno. Comenzó por el mayor, Rubén,
pero éste no recibe la bendición de primogenitura. Siguieron después
Simeón y Leví, que tampoco recibieron esa bendición. Judá era el cuarto,
y a él dio Jacob la bendición: “Judá, los hijos de tu padre se
postrarán ante ti; tú eres cachorro de león. No se apartará de Judá el
cetro, ni el bastón de mando de entre tus rodillas, hasta que llegue
aquel a quien le pertenece”.



El cetro es un bastoncillo que los reyes tenían en sus manos. Aquí
hace Jacob una referencia a que el Mesías prometido –el Ungido de Dios-
vendría de la tribu de Judá.


Todos los hijos de Jacob reciben una bendición, excepto Dan, de quien dice: “Tu salvación esperé, Señor”
(Génesis 49,18). Jacob habla con tranquilidad y seguridad pues sabe que
sucederá como él dice. Los bendice por fe. Cuando termina se recuesta,
encoge sus pies, levanta los ojos al cielo y en dando un suspiro muere.


José pone su mano sobre los ojos de Jacob, los cierra y llora como un
niño. Aquel hombre desesperante se había convertido en el Israel de
Dios.


Poco tiempo después un cortejo de carros y soldados conduce el cuerpo
de Jacob para ser sepultado en Canaán, en la cueva de Macpela, donde
reposan Abraham y Sara, Isaac y Rebeca, pues así se lo había prometido
José a su padre. José, el poderoso gobernador va con ellos.


Después de morir Jacob, José vivió durante cincuenta y cuatro años
más. Cuando murió Jacob dijo a sus hermanos, que pensaban que ahora se
vengaría de ellos: “No estoy yo en el lugar de Dios, quedaos
tranquilos. Cuando muera sepultadme en Egipto, pero cuando Dios lleve a
nuestro pueblo de vuelta a Canaán, mis huesos deben ir con ellos”.



José murió y pasaron muchos años hasta que surgió un nuevo faraón que
no conocía a José. Éste esclavizó a los hebreos y les hizo labrar sus
campos y construir sus ciudades. No hay relatos de lo sucedido en los
cuatrocientos años que van desde Jacob hasta Moisés. No obstante, el
texto bíblico se ajusta a lo que se sabe de Egipto en el siglo XIII a.
C., cuando una nueva dinastía trasladó la capital al norte, al delta, y
necesitaba obreros para fortificar la zona. Los textos de la época
mencionan a los “habirus”, los hebreos, para esa tarea. Durante
muchos años los israelitas trabajaron como esclavos en Egipto, y la fe
de Abraham fue casi olvidada.









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