martes, 24 de mayo de 2016

La expulsión de los judíos. Inquisición española. SUÁREZ FDEZ. - Biblioteca Gonzalo de Berceo

La expulsión de los judíos. Inquisición española. SUÁREZ FDEZ. - Biblioteca Gonzalo de Berceo






Biblioteca Gonzalo de Berceo

   
 



INQUISICIÓN ESPAÑOLA
  
 - portada -
   

LA EXPULSIÓN DE LOS
JUDÍOS

Las
hipótesis explicativas
    La
comprobación de los datos que en capítulos anteriores hemos tenido ocasión
de exponer, sume a los historiadores en la mayor perplejidad. Los Reyes
Católicos, protectores de los judíos, fueron al mismo tiempo los que
desencadenaron la inexorable «solución final». Es indudable que si Fernando
e Isabel hubieran muerto en 1491 la fama que aún les rodea en las juderías
del mundo entero sería completamente distinta. ¿Cómo es posible una actitud
tan contradictoria en los mismos soberanos? Recientemente Netanyahu

1
ha elaborado la
hipótesis de que Fernando tenía un designio preconcebido de expulsión que
estuvo ocultando cuidadosamente hasta que halló la oportunidad de
ejecutarlo. Pero esto se contradice con toda nuestra experiencia de su
reinado y, también, con el paulatino desarrollo de las medidas coercitivas.
    
Antes de proceder a la narración de los hechos, en la forma en que se
reflejan a través de documentos, a quienes corresponde la última palabra, es
importante que examinemos las principales hipótesis que se han presentado.
    
Una opinión tradicional, nacida a principios del siglo

XIX,
pero que todavía se
repite en algunos manuales y libros de divulgación, acusa a los Reyes
Católicos de codicia. La Expulsión, de acuerdo con ella, obedecía al deseo
de robar los bienes de los judíos. Sabemos que tales bienes eran escasos.
Los únicos israelitas ricos los conservaron porque recibieron el bautismo o,
como en el caso de Abravanel, obtuvieron un permiso especial para
llevárselos. Hubiera sido como matar la gallina de los huevos de oro: los
judíos, trabajando y ahorrando en Castilla para pagar elevados impuestos,
valían infinitamente más que los despojos que quedaron tras ellos. Por otra
parte, Fernando e Isabel insistieron repetidas veces en el perjuicio
económico que la medida a adoptar significaba, pero afirmaron que preferían
el «gran bien» de la religión a cualquier otro. Ya no había grandes
empresarios judíos. Ladero ha podido demostrar que, en todo el siglo

XV,
jamás rebasan los
arrendatarios judíos el 2S por 100 de la imposición y, normalmente,
arrendaban porciones mucho más bajas. Desde hacia tiempo los conversos
habían sustituido a los judíos.
    
Recientemente Haliczer

2

ha modificado esta
hipótesis en otro sentido: los Reyes Católicos, que se vieron obligados a
apoyarse en el patriciado urbano para su tarea de gobierno, fueron obligados
a hacer una concesión decisiva a este sector social, adoptando una politica
antijudia. Pero esta presunción se basa en premisas falsas. No es cierto que
los Reyes Católicos se apoyasen en las ciudades; los estudios más recientes
demuestran precisamente lo contrario. Fuera de la nobleza, verdadera y
principal colaboradora del régimen, y de la Iglesia, sometida a control, sus
apoyos eran los grandes financieros, que escapaban al gobierno ciudadano, y
que eran cristianos, conversos y, en una parte muy pequeña, según hemos
visto, judíos. Para estos últimos el judaísmo no podía ser problema. Las
ciudades son el elemento débil dentro del sistema político entonces creado.
Como observa con agudeza Kriegel sería absurdo pensar que estas ciudades,
que nunca consiguieron que se cumplieran las promesas de poner términos a la
Hermandad, hayan poseído la fuerza suficiente para lograr la expulsión de
los judíos. La hostilidad a los judíos estaba circunscrita al ámbito de los
gremios menores de artesanos y no era universal.
    
Para H. Kamen, «la expulsión de los judíos representó la victoria de la
nobleza feudal sobre la clase más identificada con el capitalismo comercial»
3.
Frase rotunda y bella,
pero que se contradice con algunas cuestiones importantes y, en primer
término, con lo que Eliyahu Capsali recogió de labios de los propios
desterrados, los cuales dijeron que la expulsión había desagradado a los
magnates. Algunos grandes señores pretendieron recabar excepciones para los
judíos habitantes en sus dominios, porque necesitaban de ellos para la
administración del territorio. Los maestres de Alcántara y de Calatrava
sostenían a sabios judíos en su Corte. En el brillante círculo que Beltrán
de la Cueva sostiene en Cuéllar abundan los judíos; algunas veces, con
escándalo de los inquisidores, aquellos caballeros que presumían de
ilustrados acudían a la sinagoga para escuchar las predicaciones del rabino
Samuel, que era médico de don Beltrán.
    
La idea sustentada por Américo Castro de que existiese un clamor popular
contra los judíos, debe matizarse. La hostilidad, según hemos venido
exponiendo, fue más evidente en los sectores inferiores de la sociedad que
en los otros, más elevados. Pero es difícil ignorar que hubo manipulaciones
externas. Los apasionados perseguidores no nacen de la entraña de la sociedad sino que se
sitúan, como agitadores, por encima de ella.
     Ahora bien. Desde 1480
existe un programa de represión de la influencia religiosa de los
judíos, el cual, al aplicarse por etapas, condujo, finalmente, al
destierro. No quiere esto decir que la expulsión estuviese prevista de
antemano; es más probable que se ofreciese como único medio en una
etapa avanzada. Tras el programa se adivinan fuertes presiones sobre los
reyes, ante las cuales éstos ceden terreno paso a paso. Entonces, ¿de
dónde parte el impulso? Para M. Kriegel como para H. Beinart, que
representan escuelas de investigación israelitas de Haifa y de Jerusalem,
respectivamente, no hay duda: es la Inquisición, que denuncia desde el
primer momento el peligro en la forma en que aparece en el decreto de 31
de marzo, que impone luego la expulsión parcial, de Andalucía, y que
arranca por último a Fernando e Isabel la decisión final. Pero esta
nueva Inquisición ya no es un órgano de la Iglesia, sino un instrumento
político creado precisamente por los Reyes Católicos al servicio de su
concepción del Estado. Cabe dentro de lo posible que su establecimiento
fuese ya una concesión a las demandas hechas. Pero todo ello nos conduce
al análisis de un concepto de Monarquía que se inscribe en un «máximo» religioso.



La maduración de la
Monarquía
     Los judíos fueron, en
gran parte, víctimas de un aparato cuya construcción habían contribuido:
la Monarquía, objetivación del poder e identificación entre la comunidad
de los súbditos, su soberanía, y la persona del rey, el soberano. Pero
la presencia del pueblo de Israel en España y su legalidad se apoyaba en
estructuras políticas propias del siglo

XII,
cuando un rey de Castilla podía titularse a
sí mismo «emperador sobre las tres religiones». El poder del monarca, en aquel
tiempo, era el de un detentador de
la «potestas» que se le transmitía desde su antecesor; estaba en condiciones
de contratar con comunidades ajenas a la de
sus súbditos

«naturales» aceptando la estancia en sus territorio
mediante el pago de un canon y la sujección a determinadas condiciones.
Los judíos eran, por tanto, como muchas veces hemos tenido ocasión de
explicar, una propiedad real, fuente de ingresos.
     Los primeros
Trastámara, especialmente desde Juan

I,



pusieron en marcha un proceso de
transformación de las instituciones a partir de un cambio radical: la
identificación entre rey, reino, territorio y comunidad. Pero el signo
fundamental de dicha comunidad, sin el cual dejaria de existir, es su
religión, su ley, como expresan las Cortes. Al identificarse con ella,
el monarca no es sino la culminación, cumbre y síntesis de la comunidad
misma, a cuyo servicio se obliga inexorablemente. Fuera de la comunidad
no hay soberano, pero fuera del cristianismo no hay comunidad. Esto es
el «máximo» religioso, al que España se mantendrá fiel hasta el siglo
XVIII
e intentará imponerlo en Europa en un
determinado momento. El luteranismo no aplicaba ningún principio
distinto, pues afirmaba «cuius regio eius religio». Aunque disintieran
profundamente, por razones éticas y de táctica, de los procedimientos
recomendados por algunos bárbaros como el arcediano de Ecija, no
dejaban de considerar como un bien la «solución final». En los años
difíciles de principios del siglo


XV

algunos de los defensores de esta
«solución final» apuntaron ya a la expulsión como un medio.

     Las presiones
ejercidas sobre la comunidad judía recogieron sólo los frutos de la
injusticia: muchos de los conversos no eran otra cosa que malos judíos,
disfrazados ahora de malos cristianos. Los eclesiásticos de nota
comenzaron a asustarse ante una amenaza de cáncer que habían padecido
antes las sinagogas; sólo que esta vez se atribuyó enteramente al
judaísmo, el gran desconocido. Los políticos contemplaban otro aspecto
del problema, las luchas entre los cristianos nuevos y los viejos que
querían expulsar de sus oficios y cargos importantes a estos conversos.
No olvidemos que en 1473 se reprodujeron escenas sangrientas, en torno a
esta cuestión, que recordaban las de 1391.




 

      El medio normal que la
Iglesia poseía desde el siglo
XIII
para el tratamiento de las desviaciones era la Inquisición y a ella se
acudió, según dijimos, en vida de Enrique IV. Fernando e Isabel, que
poseían un afán de restauración y recomposición del orden a toda prueba,
aplicaron en favor de las aljamas y de su conservación los recursos que
la ley les brindaba. Se había vuelto, con ellos, a la distinción entre
israelitas y judíos; esta distinción se nos impone de una manera
esencial desde los documentos y mientras no la tengamos en cuenta nunca
podremos llegar a entender la aparente contradicción de la política de
los Reyes Católicos. Ellos querían que sus súbditos se convirtiesen,
todos, a la práctica de la verdadera religión, los que se llamaban
cristianos, los conversos, los judíos y los moros; todos, a fin de
poseer súbditos de una sola y misma clase. Era el único medio de
integrarlos en la comunidad española que estaban formando.

     Pero esta política, que
consiste en conservar a los israelitas y presionar sobre ellos para que
abandonen el judaísmo, tropezó con un obstáculo. Los judíos ya no eran
la minoría desconcertada, semidestruida y en declive, de finales de
1414. Todo lo contrario. Después de dos decenios de lucha, Abraham
Bienveniste había conseguido rehacerla, en lo material y, lo que es más
importante, en su espíritu. Para algunos conversos éste debió de
constituir un ejemplo aleccionador y sorprendente: el barco que
abandonaran durante el naufragio, desplegaba sus velas, mostraba sus
virtudes y su fe, se abría nuevamente a la esperanza. Cuando la
Inquisición -antigua o nueva- empieza a actuar se encuentra a cada paso
con conversos que «judaízan»; por los procesos que conocemos, judaizar
significa dos cosas: retorno a los rabinos y a la sinagoga o
conservación de creencias no cristianas de origen averroísta. Sólo que
los jueces no estaban para distingos: todo el peligro estaba en los
judíos; si éstos no existiesen, difícilmente podrían los conversos

«judaizar». Me parece que aciertan Kriegel y Beinart: es la
Inquisición quien presiona para que los judíos se conviertan -quedando
entonces bajo su poder- o se vayan. Pero insisto. La nueva Inquisición
no es un órgano de la Iglesia sino de la Monarquía.



 

Las leyes de
Madrigal
     En la marcha hacia la
solución final podemos establecer tres etapas. En abril de 1476, durante
la guerra civil, los Reyes convocaron Cortes en Madrigal. Entre otros
asuntos importantes se examinaron las disposiciones relativas a los
judíos de 1443 y 1462. Fueron, en consecuencia, renovadas dos leyes: la
que prohibía a los judíos vestir de seda y adornarse con oro y plata,
obligándoles en cambio a usar «una rodela bermeja de seis piernas, al
tamaño de un sello rodado»; y la que permitía contratar préstamos,
siempre que no excediesen los intereses legales que eran del 30 por 100
al año y que se probasen en juicio, con testimonio de dos cristianos.
Aunque estas leyes pueden ser consideradas ya como restrictivas, fueron
recibidas por los judíos con tranquilidad. La referida a vestidos nunca
fue urgida por los reyes, que dispensaron de ella a quienes vivían en la
Corte; se trataba de una concesión a las demandas de las ciudades y en
éstas había aspectos de hostilidad más importantes que la señal
infame.
     La ley de los
préstamos, repetición de muchas otras anteriores, dejaba abierta la vía
para las transacciones mercantiles, situando los réditos en la tasa
vigente en las ferias de Medina del Campo. Los reyes habían rechazado en
cambio con energía las demandas que se les habían hecho para que
autorizasen el impago de las deudas judías. En los años inmediatos
siguientes encontramos numerosos pleitos en torno a esta ley, porque los
documentos relativos a préstamos y créditos, a causa de la guerra,
habían desaparecido o resultaban conflictivos. Pero desde 1483 son
siempre los judíos quienes reclaman el cumplimiento de la ley de
Madrigal, porque la consideraban favorable a sus intereses.



Las expulsiones
parciales
     En 1480, al tiempo que
comenzaban las actuaciones de la nueva Inquisición, se dispuso, en las
Cortes de Toledo, que, en plazo de dos años, toda la población judía
fuese trasladada a  barrios que, rodeados
de cerca, garantizasen la no comunicación entre judíos y cristianos. El
argumento utilizado era puramente religioso: la perniciosa influencia
que aquellos ejercían sobre los cristianos nuevos. Los reyes no
presentaban la cuestión como iniciativa propia, sino como respuesta
favorable a la demanda de los procuradores. Sin embargo, en un caso
especialmente conflictivo, el de Soria, Fernando e Isabel declararon
que era «así cumplidero a servicio de Dios y aumento de nuestra santa
fe», y dirigiéndose a Cáceres añadieron que la convivencia entre judíos
y cristianos servía para «confusión y daño de nuestra santa fe». Una
bula de Sixto IV (31 de mayo de 1484) fue promulgada en apoyo de la
segregación.


     Comprobamos la activa
preocupación del Consejo real para asegurar estricto cumplimiento a esta
ley. Pero, además, se advierte que en los lugares pequeños se registró
profunda negligencia mientras que en las grandes ciudades los
municipios, con mucha frecuencia, se excedieron en sus atribuciones
aprovechando la ocasión para restringir las actividades de los judíos.
Así, por ejemplo, en Burgos se fijó el número de hebreos autorizados a
residir en la ciudad, expulsándose de ella a todos los matrimonios
nuevos de los últimos tres años. En Vitoria se puso en vigor una
disposición que prohibía la venta de víveres en la calle de los judíos.
En Orense se intentó expulsar a los judíos del lugar en que siempre
vivieron para instalarlos fuera de la ciudad y en zonas enteramente
nuevas. La judería de Zaragoza fue aislada del Coso recluyéndose a los
israelitas en un recinto estrecho e insalubre. Brillan, en cambio,
excepciones como la de Guadalajara, gobernada por los Mendoza, pero, en
general, los judíos padecieron mucho con la disposición, obligados a
comprar o alquilar en malas condiciones nuevos domicilios, alejados
además de sus habituales lugares de trabajo.

    En la aplicación de
estas disposiciones aparece clara la argumentación favorita de los
inquisidores: los judíos constituyen un peligro para la fe de los
cristianos. También es cierto que las oligarquías municipales prestaron
de buena voluntad su apoyo. Hubiera sido muy difícil a los reyes
sustraerse a las
presiones de esta
corriente de opinión, aunque hubieran querido hacerlo.


     La atmósfera espesa de
las actuaciones inquisitoriales en Andalucía, que habían provocado
ejecuciones, prisiones y huidas en número muy considerable, contribuyó

poderosamente a difundir la conciencia del peligro. Los jueces tenían
la
sensación de haber descubierto un cáncer espiritual de grandes
proporciones. Aprovechando el clima, impusieron la primera expulsión
parcial. El 1 de enero de 1483 la Inquisición ordenó a todos los
judíos
residentes en el arzobispado de Sevilla y en los obispados de Cádiz y
de
Córdoba, que abandonasen sus lugares de residencia, trasladándose con
sus bienes a otro lugar del reino. Los reyes confirmaron esta
disposición dando un plazo de 30 días para cumplirla, plazo que fue
ampliado hasta seis meses a propuesta de los propios inquisidores.
Tenemos aquí una clara demostración de cómo la Inquisición imponía
decisiones a la corona. La última mención de una aljama en Andalucía
occidental la tenemos en 1485; después de esta fecha los judíos
desaparecieron. Extremadura fue el principal refugio de los emigrados.

     En 1484 la nueva
Inquisición fue transferida a Aragón. Una de sus primeras
demandas fue la expulsión de los judíos del arzobispado de Zaragoza y
obispado de Albarracín. Pero esta vez Fernando resistió la demanda
solicitando un plazo de seis meses antes de ejecutar la disposición que,
de hecho, nunca sería llevada a la práctica.


Preparación del
Decreto

     No cabe duda de que la
idea del destierro estaba en la mente de los consejeros de Fernando e
Isabel, por lo menos, desde 1483, aunque las dimensiones del mismo no se
hubiesen decidido todavía. Puede existir cierta relación entre la guerra
de Granada y la conservación de los judíos, cuyas aportaciones
económicas para ella fueron considerables. Pero también puede tratarse
de una duda -si bastaría la expulsión parcial

de ciertos lugares- que
los soberanos lógicamente debieron plantearse ante la destrucción de una
de sus fuentes de ingresos. Las cuentas fiscales que se han conservado
permiten todavía una afirmación: el número de judíos habitantes en
Castilla 
disminuyó lenta y progresivamente entre 1483 y 1492. Como no
se detectan importantes
movimientos de conversión hemos de admitir que la emigración fue más
intensa en estos años. Se comprueba esta idea en algunas ciudades, en
donde el municipio dictó ciertas ordenanzas impidiendo la marcha u
obligando a los que permanecían a asumir la responsabilidad económica de
los ausentes.


     Kriegel acepta
decididamente la existencia de dos sectores en la Corte que se
disputaban la influencia cerca de los Reyes y que se combatieron hasta
1492: el primero defendía la conservación de los judíos -tomando, desde
luego, las medidas necesarias para eliminar los peligros religiosos- y
el segundo, protagonizado por la Inquisición, que se negaba a admitir
ningún tipo de solución que no incluyese la prohibición del judaísmo.
Esto parece muy cierto. Pero la solución última, que será la que acabe
imponiéndose, reclamaba en los Reyes Católicos, tan cuidadosos de su
propia imagen, algunas condiciones previas: a) la declaración de
delitos, como la usura y la herejía, que no pudiesen ser castigados de
otra manera y que justificasen, con su maldad, la decisión; b) la
concesión de un plazo durante el cual pudiesen rectificar dicha maldad,
convirtiéndose; y c) la libre disposición, en todo momento, de sus
bienes. Estas tres condiciones se encuentran contempladas en el famoso
Decreto.

     Curiosamente el aspecto
más injusto de toda esta cuestión, el atentado a la esencia misma del
pueblo de Israel, su fe religiosa, no se tuvo en cuenta. Desde una
óptica de máximo religioso -summum ius, summa iniuria- la fe
mosaica era el verdadero mal que había que estirpar, invitando in
extremis
a los judíos a salvarse a sí mismos mediante el
reconocimiento de la verdad.

     En cambio, en la
documentación que rodea al Decreto

y
muchos menos en el texto de éste, no
existe ninguna referencia 
al proceso del llamado
Santo Niño de La Guardia (Toledo), a pesar de que era muy reciente
(17 de diciembre de
1490-16 de noviembre de
1491) y de que, con las declaraciones
arrancadas por persuasión o por tortura, proporcionaba el material
idóneo para la difamación de los judíos4.En esta ocasión los
investigadores no se encuentran tan sólo con noticias acerca de dos
crímenes rituales, profanación de la Hostia y asesinato ritual de un
niño, sino con pliegos de papel en que se contienen declaraciones de
los acusados, la más importante de todas la del judío Joseph Franco,
vecino de Tembleque. Conviene advertir que hubo la intención de unir en
el delito a judíos y conversos, cargando la mano en desfavor de éstos,
que aparecen como principales culpables. No me parece relevante hacer
aquí el relato detallado del proceso, que Fita ya estudió hace muchos
años. Sí, en cambio, extraer unos pocos rasgos significativos.



     El proceso comenzó en
junio de
1490
cuando fue preso en Astorga Benito
García, converso de La Guardia, de quien se dijo que llevaba en su
equipaje una Forma ya consagrada. Puede suponerse, por sus propias
declaraciones, que tenía intención de retornar al judaísmo. Pasaron
varios meses antes de que apareciesen otros cargos que implicaban a dos
judíos, el zapatero Joseph Franco y su amigo Mosés Benami, y a otros
seis conversos. Se trataba ahora de los dos crímenes rituales: robo o
compra de una Forma y asesinato de un niño, cuyo nombre no se mencionó
jamás, para someter a su corazón a ritos mágicos. Hay otros dos detalles
significativos. En un determinado momento del proceso, cuando vieron
que la situación se estaba haciendo grave, los dos acusados judíos
solicitaron que interviniese su rabino mayor, Abraham Seneor, pero esto
no se produjo e ignoramos las causas. Por su parte el inquisidor
general, Torquemada, que estuvo minuciosamente informado del proceso, se
negó a intervenir en él alegando sus múltiples ocupaciones.
Seguramente lo que importaba a los promotores del proceso era llegar a
un acto público de ejecución, como el que tuvo lugar en Avila el 16 de
noviembre de 1491. Joseph Franco, principal testigo y hombre bastante
simple si juzgamos por sus respuestas, no conoció la sentencia hasta
muy poco antes de ser quemado.

     Para una sociedad tan
penetrada de fantásticos temores, tan inclinada a creer en la magia, el
final del proceso parecía poner un sello tangible a los dos crímenes que
con tanta insistencia se atribuyeran a los judíos. Mucha debió de ser
la importancia otorgada por la Inquisición a este proceso cuando se
arriesgó a incurrir en el grave defecto de apoyar la acusación en el
testimonio de un judío asustado y torturado, contra cristianos. No
poseemos, sin embargo, ningún dato que permita asegurar que haya
influido en la determinación de los Reyes.


Promulgación del
Decreto

     El 20 de marzo de
1492, cuando aún se celebraba, con fiestas populares, la reconquista de
Granada, el inquisidor general, Tomás de Torquemada, presentó a
Fernando e Isabel un borrador de decreto que sirvió de base para el que
dispuso la expulsión. Según Kriegel, ésta

«fue pronunciada
conjuntamente por los soberanos y la Inquisición, pero por iniciativa
del Tribunal de la fe»
5.
Los reyes firmaron el 31 de marzo.
Suspendiendo una situación jurídica que duraba siglos y que había sido
considerada desde el principio como permanente, se concedía ahora a los
judíos -es decir, a los que profesasen la religión hebrea- un plazo de
cuatro meses para liquidar sus bienes y abandonar la Península, llevando
consigo su fortuna en las condiciones previstas por la ley. Torquemada
añadió por su cuenta otros nueve días a este plazo para compensar los
retrasos habidos en su publicación. Isaac ibn Judah Abravanel que, por
su fidelidad a la fe de sus padres, iba a encontrarse a la cabeza de la
comunidad en estas circunstancias trágicas, trató de negociar ofreciendo
dinero, pero fracasó. Sin embargo, la famosa anécdota que presentaba a
Torquemada arrojando el crucifijo sobre la mesa delante de los reyes,
no se comprueba en parte alguna6.

     La exposición de
motivos que encabeza el famoso Decreto establece una secuencia lógica de
hechos y razones que explican mucho más que las hipótesis de los
historiadores de nuestros días. Fernando e Isabel declararon
abiertamente cómo la supresión del judaísmo en la Península -impondrán a
Portugal una medida semejante- era la consecuencia inevitable del
establecimiento de la Inquisición. Las Cortes de Toledo, se dice,
apartaron a los judíos de los cristianos porque los inquisidores
aseguraron que la convivencia era causa de herejía, «el mayor de los
crímenes y más peligro y contagioso» y, además, porque «se prueba que
procuran siempre, por cuantas vías y maneras pueden, subvertir y
substraer de nuestra santa fe católica a los cristianos». Luego se
decretó la expulsión de Andalucía «creyendo que aquello bastaría para
que los de las otras ciudades y villas y lugares de los nuestros reinos
y señoríos cesasen de hacer y cometer lo susodicho». Así se llega a la
paradójica justificación de la medida acordada: «cuando algún grave y
detestable crimen es cometido por algunos de algún colegio o
universidad, es razón que tal colegio o universidad sean disolvidos e
anihilados y los menores por los mayores y los unos por los otros
punidos y que aquellos que pervierten el bueno y honesto vivir de las
ciudades y villas y por contagio pueden dañar a los otros, sean
expelidos». No hay el menor fundamento moral: el judaísmo era una
especie de mal de tal carácter, que su aniquilamiento justifica, por sí
solo, la disposición. No es posible decirlo más claro.


     A continuación
vinieron las garantías que daban, a la for
ma de cumplimiento,
condiciones morales: durante el plazo, hasta la salida, los judíos
quedaban bajo seguro real, con libre disposición para vender o traspasar
sus bienes; se admitía que muchos de éstos, para evitar envilecimiento
en los precios de venta, quedasen en manos de terceras personas, que
podrían liquidados más tarde; como la exportación de oro, plata,
moneda, caballos y armas estaba prohibida, se indicaba expresamente
que los judíos podían transformar todas sus fortunas en letras de
cambio, con ganancia para los banqueros internacionales. En abril de
1492 se otorgó una completa exención de portazgos, roda y derechos de
mercado.

     Había un medio por el
cual los judíos podían sustraerse a los efectos del Decreto: recibir el
bautismo e incorporarse al complejo mundo de los conversos, quedando
desde entonces bajo la vigilancia de la Inquisición. De cualquier modo,
el judaísmo desaparecía. Una intensa campaña de predicaciones y
exhortaciones tuvo lugar durante estas semanas, a la cual no fueron
ajenos los propios Reyes, que prometían beneficios a quienes abrazasen
el bautismo. Tenemos una curiosa noticia por las negociaciones de Luis
de Sepúlveda con las aljamas de Torrijos y de Maqueda, a cuyos miembros
se ofrecían privilegios económicos y jurídicos. Pero los judíos
rechazaban sistemáticamente estas promesas. Es natural. La comunidad
judía de España había experimentado en el siglo

XV
un proceso de depuración que fortificaba
su lealtad a la fe heredada. De modo que si los monarcas y sus
consejeros esperaban una conversión en masa -la hipótesis no es
improbable- pronto comprobaron su error. En 1492 los judíos dieron un
altísimo ejemplo de fidelidad a su religión; son muy pocas las noticias
de conversiones, antes y después de la salida, que hemos podido reunir.

     Abraham Seneor, el
Rabino Mayor, y su yerno Mayr Malamed, se bautizaron siendo apadrinados
por los propios reyes, y pasaron a llamarse Fernando Núñez Coronel y
Fernando Pérez Coronel, respectivamente. Seneor fue luego miembro del
Consejo real, regidor de Segovia y contador mayor del príncipe heredero.
Isaac Abravanel y los suyos, según dijimos, conservaron su fe. Fernando e
Isabel se mostraron generosos: compensaron las deudas que aún tenia con
el Fisco aceptando como pago las obligaciones de sus deudores
cristianos; sumaban unas y otras más de un millón de maravedis. Además
recibió la autorización especial para sacar hasta mil ducados en oro y
joyas por el puerto de Valencia. No tenemos noticia de que hubiera
resentimiento en su contra por haber decidido permanecer judio. Tampoco
hay muestras de mala voluntad contra los que vendian sus bienes,
presionados por especuladores y por municipios que pretendian
aprovechar la ocasión para robarles. Los bienes comunales de las aljamas
pasaban a formar parte del patrimonio real.


     La liquidación de
inmuebles y raices fue causa de grandes sufrimientos para los judíos.
Hubo, entre los cristianos, modelos de refinada malevolencia, pero
también ejemplos de lealtad y de afecto. El 27 de junio de 1492 el
municipio de Vitoria recibió oficialmente el cementerio de los judios,
comprometiéndose a conservar para siempre, como dehesa y pastos,
aquella tierra que conservaba cenizas de varias generaciones. Este es el
Judizmendi. La promesa ha sido cumplida hasta hace muy pocos años, en
que la comunidad de Bayona ha relevado a Vitoria de su obligación en
agradecimiento por los 40.000 judíos que España salvó del holocausto
nazi. Por lo demás, la brusquedad del decreto sorprendió a muchos en la
doble condición de acreedores y deudores. Muchas fortunas quedaron
comprometidas en manos de intermediarios, otras se disiparon. El
Consejo real intervino, tratando de jugar papel de árbitro y forzando el
pago de las deudas antes de que se hubieran cumplido los plazos, pero
era muy poco ya lo que podía lograr. Los banqueros genoveses recogieron
la mayor parte del dinero judío transformándolo en letras de cambio.


La salida


     No sabemos cuántos
judíos salieron de España en esta emigración que, en la conciencia
histórica del pueblo de Israel, tuvo cierto paralelismo con el éxodo de
Egipto. Baer ha acep
tado la noticia dada
por el cronista Andrés Bernáldez que, a su vez, se refiere a
apreciaciones dadas por Abraham Seneor y su yerno Mayr: según esto
habria 30.000 casas en Castilla y 6.000 en Aragón. Esto daria, como
población total, 160.000 personas. Podemos tomar dicha cifra como un
máximo posible
7;
cuanto exceda de ella debe reputarse
como fantástico. Personalmente me inclino a creer, con Ladero, que
incluso aquélla debe rebajarse para situarla, en el conjunto del reino,
alrededor de los 100.000. De éstos salieron la inmensa mayoria.


     La salida tomó el aire
de un gran movimiento religioso, como si los desterrados se sintiesen
movidos por la esperanza de que muy pronto hallarían la extraordinaria
ayuda de Dios. «Salieron de las tierras de sus nacimientos -dice
Bernáldez- chicos y grandes, viejos y niños, a pie y caballeros en asnos
y otras bestias y en carretas, y continuaron sus viajes cada uno a los
puertos que habian de ir, e iban por los caminos y campos por donde iban
con muchos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando, otros
muriendo, otros naciendo, otros enfermando, que no había cristiano que
no hubiese dolor de ellos y siempre por do iban los convidaban al
bautismo, y algunos con la cuita se convertían y quedaban, pero muy
pocos, y los rabinos los iban esforzando y hacían cantar a las mujeres
y mancebos y tañer panderos y adufos para alegrar la gente, y asi salieron de Castilla».
Oficiales reales acompañaron a algunos de los grupos de emigrantes para
defenderlos de los abusos.

     La mayor parte de los
judíos castellanos pasaron a Portugal, en donde pagaron ocho cruzados
por cabeza a cambio de un permiso de residencia de sólo ocho meses. Una
flota de veinticinco buques, mandada por Pedro Cabrón, salió de Cádiz
con destino a Orán, pero los viajeros no se atrevieron a desembarcar
aquí, temiendo ser objeto de violencias, y pasaron a Arcila, haciendo
escalas en Cartagena y Málaga por vientos desfavorables. En dichos
puertos algunos se convirtieron. Sólo 700 casas, seleccionadas por la
habilidad artesanal de sus componentes, recibieron autorización para
fijar su domicilio en Portugal. La gran masa de emigrantes se unió a los
que estaban en Arcila para entrar en Marruecos. Los cronistas españoles
se complacen en describir las violencias y malos tratos de que estos
judíos fueron víctimas. Otros grupos embarcaron en Laredo hacia Flandes,
o en Tortosa y Cartagena hacia Italia. Fueron los mejor tratados, porque
eran pocos y porque algunos conversos influyentes, como Luis de
Santángel y Francisco Pinelo, cuidaron de ellos.

     La lista de abusos
sería interminable. Bastan algunas muestras, tomadas al azar. El
corregidor de León, don Juan de Portugal, cobró 30.000 maravedís a los
judíos por su protección y después se apoderó de todos los recibos de
sus deudores. Dos hermanos, Pedro y Fernando López de Illescas, cobraron
6.000 doblas por un viaje a Tremecén que jamás se realizó. Muchos
capitanes de barcos vendieron como esclavos en Africa a los pasajeros
que transportaban. El 5 de octubre de 1492 Fernando envió a Florencia
uno de sus consejeros para que, con discreción, averiguara los robos y
violencias de que los judíos habían sido víctimas. A los que regresaban,
para recibir el bautismo, les era otorgada la devolución total de bienes
por los precios que hubiesen recibido.


Triste final

     El dolor, la angustia
y el sufrimiento de los judíos, víctimas, en último término, de la
maduración política de una nación, sucedieron a la vista de todos.
Constituye una lección para nosotros, cristianos, la actitud de sus
contemporáneos. Cuando una sociedad llega a convencerse a sí misma de
que es dueña absoluta de la verdad

-summum ius-

corre el peligro
de creer que es justa la mayor injusticia de todas, el desconocimiento de la
dignidad ajena
-summa
iniuria-.
Todo esto sucedió
en España en 1492. Es verdad que no existen entonces los horrores del
exterminio ni de las cámaras de gas, que es lo único que parece ahora
estremecernos. Pero hay algo más terrible que estos lamentables
progresos en la técnica de matar que nos ha proporcionado el mundo
moderno: permanece inal
terable la ignorancia de los deberes humanos hacia esa esencia
del hombre mismo que
es su religión. Muchos cristianos les vieron, arrastrándose por los
caminos, en su desdicha, «desnudos, descalzos y llenos de piojos,
muertos de hambre». Pero, en el dolor de su alma, pensaban: «ved qué
desventuras, qué plagas, qué deshonras ... vinieron del pecado de la
incredulidad».

     Por otra parte, las
deudas que habían quedado sin cobrar en manos de terceros, también
tuvieron quebranto, lo mismo que las letras. En agosto de 1492 fue
presentada, ante el Consejo real, una denuncia de que dichas deudas
eran, todas o casi todas, fruto de la usura; se cursó una orden

(la de septiembre) para que no se pagasen
hasta que fuera comprobada, en cada caso, la verdad de la acusación. De
dicha orden se exceptuaron las que, procedentes de Abravanel, habían
pasado al tesoro y las que, del mismo modo, recibieran el cardenal
Mendoza y su iglesia de Toledo. Poco después, el Consejo fue informado
de otro hecho: algunos judíos, sobornando a oficiales del rey en la
frontera, habían conseguido sacar oro y plata; bajo esta acusación fue
detenido el corregidor de Valencia de Alcántara. Los reyes extendieron
de nuevo a toda la comunidad judía la responsabilidad incumbente a unos
pocos y ofrecieron a los banqueros un
beneficio del 20 por 100 si abonaban al tesoro las letras, que declararon
confiscadas. El 26 de julio de 1494 se dictó una orden general para que
todas las deudas judías aún pendientes se abonasen a la Cámara.

     Nuestra historia tiene, en
efecto, un final triste. Para cerrarla es preferible acudir al testimonio
de los propios judíos. Cuando Isaac Abravanel escribe, ya en Italia, sus
comentarios al Libro de Daniel, que tituló

Las fuentes de la salvación,

cuidó de recordar a sus lectores judíos que
la profecía es un don de Dios mismo, y no del Activo Intelecto, como dijera
Maimónides. Ahí, añadió, comenzaron las desdichas, al interferir con
términos filosóficos las verdades de la fe. Entre todos los pueblos de la
tierra, sólo Israel ha recibido el don de la profecía; sólo él se gobierna
por una Ley divina, mientras que los demás deben conformarse con la Ley
natural. Pronto vendrá el Mesías, porque la prueba decisiva ha tenido ya
lugar con la expulsión. Salomón ibn Verga, en la

Vara de Judá,

completó el
pensamiento en un tono aún más exquisitamente religioso, reflexionando sobre
las «violencias y persecuciones que padecieron los israelitas en tierra de
infieles y que yo he traducido para que las conozcan y aprendan los hijos de
Israel y se conviertan implorando piedad al Señor de las misericordias, de
modo que El, en gracia a los que sufrieron, perdone sus pecados y, a sus
aflicciones, diga: basta».

 




NOTAS
1 B. Netanyahu,
Don Isaac Abravanel, statesman and philosopher, Filadelfia 1968.
2 S. Haliczer,
The castilian urban Patriciate and the Jewish Expulsion of


1480-1492.

-American Historical Review., núm. 78, 1973, pp. 35-58

3 H. Kamen,

La Inquisición española,
trad.
esp., Madrid 1973, p. 23. Las páginas iniciales de este libro adolecen de
información muy atrasada. No se puede decir que la aristocracia castellana
fuese en esta época feudal, sino señorial. Tampoco tiene en cuenta la
profunda diferencia entre la sociedad judía del siglo XV y la de las épocas
anteriores.
4 Para un análisis del proceso,
y
la bibliografía
pertinente, acudir a 1. Baer, 11, pp. 398-423. La documentación fue
publicada por F. Fita,
La verdad
sobre el martirio del Santo Niño de la Guardia,

«B. A. H.», XI, 1887, pp. 7-134.


5 M. Kriegel, loco cit., «Rev. Hist.», p. 79.

6 La leyenda dice que Torquemada reprochó a
Fernando e Isabel que, como Judas, querian vender a Jesucristo. B.
Netanyahu
(op. cit., p. 280), utilizando fuentes italianas
posteriores, cree, sin embargo, que esta leyenda puede tener algún
fundamento real. Las negociaciones entre los monarcas y Abravanel sí son
comprobables por medio de las fuentes.


7
Esta cifra aparece ya en el
artículo
Die Vertreibung der Jüden aus Spanien, 1936. y se
repite en I. Baer, 11, p. 438. Los datos de Bernáldez son muy
interesantes: entre otras cosas, establecen una proporción de 4,5
personas por casa. Esto no quiere decir que la cifra, tan redonda,
30.000 y 6.000, deba ser tomada con precisión matemática. En mi trabajo
Documentos, etc., pp. 55-57, intenté una nueva aproximación
al tema utilizando las listas de las contribuciones de las aljamas a la
guerra de Granada, que son muy precisas entre 1482 y 1491. Sabemos que
había una relación directa entre lo que paga cada aljama y el número de
habitantes, pues una parte del impuesto se calculaba como capitación.
Por otra parte, sabemos que Cáceres tenía 130 familias, y Talavera,
168. Haciendo una sencilla operación matemática encontramos un total
que oscila entre 14.400 y 15.300 familias. Estableciendo un factor
correctivo, puesto que hay judíos exentos, podríamos encontramos con
90.000 judíos habitantes en Castilla y 10.000 ó 12.000 para la corona
de Aragón.

CAPÍTULO X
LA EXPULSIÓN DE LOS JUDÍOS


JUDÍOS ESPAÑOLES EN LA EDAD MEDIA

LUIS SUÁREZ
FERNÁNDEZ
EDICIONES RIALP
MADRID 1980

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